viernes, 2 de julio de 2010

VIAJE AL FIN DE LA NOCHE

Hace mucho que no escribo nada. Supongo que todo narrador sufre esta suerte de barbecho improductivo, a la espera de que las musas esparzan en su imaginación las semillas de las que brotará una nueva historia. El último relato que escribí, trataba, precisamente, de la falta de inspiración:
- “La apoteosis de la Nada autogenerativa” – sonrío para mis adentros.
Lo cierto es que yo hubiera preferido escribir un cuento policiaco o de aventuras, una historia que divirtiera a mis lectores, y les hiciera sonreír. Pero las ideas para escribir ese tipo de relatos parece que me abandonaron, hace ya mucho.
Mientras le doy vueltas a estos pensamientos, abro una botella de Macallan, de la que apenas sí queda un poco, y me sirvo un vaso. Como si formara parte de un ritual propio, me recreo observando su frágil color ocre y oro, y sus leves transformaciones a la débil luz de la lámpara. Luego, agito un poco el vaso, y meto la nariz dentro, tratando de inhalar todo su aroma. Siempre fui muy sensible a los olores y a los sabores; sobre todo a los olores; y, por eso, aprecio la riqueza de matices que exhala el licor de malta, lleno de frutas, especias y maderas; sobre todo de maderas; y me dejo arrastrar por su fuerte aroma deleitoso.
Me quedo un rato de pié, absorto, escuchando una pieza de jazz: I`ll string along with you. Después, echo una ojeada a las estanterías que forran todas las paredes del salón, y detengo mis ojos ante un libro: el Viaje al Fin de la Noche, de Louis-Ferdinand Céline, y aunque todavía no he tenido tiempo de leerlo, (lo compré hace ya más de un año, atraído por el título) pienso que algún día me gustaría escribir un relato con ese mismo nombre, tal vez, para hablar del insomnio y de la vida en la ciudad; o para referir una búsqueda incesante de no sé qué, en mitad de una oscuridad sin límites, en mitad de la Noche.
Cansado, he puesto la televisión y he visto con desgana una película de 1986, “Henry: retrato de un asesino”. La película no me ha gustado. Me ha parecido sórdida, y, sobre todo, muy sangrienta. Al mismo tiempo que la veía sin demasiado interés, he aprovechado para ojear el libro de Céline. He leído algunas páginas al azar, y compruebo que habla de la guerra.
Al final del filme, se me ha ocurrido que, tal vez, podría escribir una historia de miedo, de vampiros, por ejemplo. Pero, después de un rato sin hacer nada, salvo mirar el techo con un cigarrillo entre mis dedos, y darle vueltas y más vueltas a la cabeza, sigo esperando a que brote una idea, sin resultado.
-“Imagino que el whisky no es el mejor remedio para estimular mi lado más creativo”.- pienso.
El caso es que siempre sentí una predilección especial por los vampiros, a pesar de los libros mediocres, y de las películas de serie B, donde se habla de ellos. Tal vez sea porque, como le ocurre a casi todos los humanos, esos seres abominables y legendarios viven errando entre tinieblas, afectados por una sed trágica e insaciable.
–“En el fondo, todos buscamos algo que nos colme o nos redima; y, mientras llega ese momento, a menudo, nos alcanza la decepción y el desengaño, y nos entregamos a la búsqueda del placer y la inmortalidad, o nos vemos consumidos por el deseo, ignorantes de los monstruos que pudieran albergarse dentro...”-
Hoy es martes por la noche.
Van a dar las doce y media.
Me sirvo otra copa, “la penúltima”- me digo-.
El whisky casi se ha terminado, y, encima, no puedo dormir. Hace mucho que apenas duermo, y la soledad y la obligada vigilia, me empujan a salir a la calle, buscando distraerme un poco.
Mientras me pongo el abrigo, sonrío al recordar que los antiguos griegos no sólo atribuían la inspiración de los artistas a la labor de las musas Talía, Calíope o Melpómene, sino también a diversos espíritus y demonios...

Al rato, me veo deambulando por las aceras desiertas de la ciudad sin saber a dónde ir. Tan sólo hay unos pocos bares abiertos, oliendo, todavía, a vinos y fritangas, y cuyos clientes, hace ya mucho, que se marcharon.
Paso por delante de un sex-shop anunciado con grandes luces rojas y fucsias, y aunque, por unos segundos, estoy tentado de meterme dentro, al final, el hastío y un cierto sentido de la estética, superan mi curiosidad, y esa evidente tendencia al voyeurismo que padecemos casi todos los hombres.
A la entrada de la tienda, junto a una pared atiborrada de pintadas y grafitos, se aposta una prostituta negra y obesa. Tal vez espere cazar algún cliente que, con el calentón de su visita al local, se deje de remilgos y absurdas exigencias, y se muestre generoso, y dispuesto a aceptar su compañía.
Un olor repugnante de orines me empuja a acelerar el paso, y trato de alejarme rápidamente de allí.
Al doblar la siguiente esquina, me he topado con un mendigo que merodeaba junto a unos cubos de basura. Casi se tropieza conmigo, y ni siquiera ha levantado sus ojos para mirarme.
Mientras, en la acera de enfrente, observo cómo se apagan, melancólicas y silenciosas, las luces de un pequeño colmado regentado por inmigrantes chinos.
Me detengo, sin saber exactamente por qué, y fijo mi mirada en las farolas, que me sugieren una metáfora repentina: “Son los ojos de la Oscuridad, ese animal famélico y sigiloso que acechara todos mis movimientos, y estuviera a punto de devorarme...”
Enseguida, se pasa, fugaz, la euforia de mi feliz hallazgo retórico. Siempre busqué interponer, entre mis ojos y el mundo, un muro infranqueable de metáforas y palabras, de ideas y sonidos armoniosos. Mas la realidad, como la maleza, acaba asomando por todas partes, y cubriendo, con sus miserias, los frágiles consuelos de mi arte más efímero.
De nuevo, me siento cansado y solo, como un triste Robinson abandonado en mitad del asfalto, y pienso que no debería de haber salido esa noche.
Justo cuando estoy a punto de volverme a casa, veo una pareja de jóvenes que entra, con paso muy ligero, en un pequeño pub. Ella parece bastante mona; y, sin pensarlo dos veces, me meto detrás de ellos.
El sitio se llama La bamba, y es el típico garito cutre que decoró alguien con una clara inclinación a lo kitsch, hará veinte años o más. Hay fotos en las paredes de músicos de los cincuenta, con gafas de pasta gruesa y tupés enhiestos; y los sofás, de terciopelo morado, parecen muy sucios, y ajados por el pasar de los años. El local se encuentra escondido en una calle poco concurrida, por lo que, pienso, no debe tener mucha clientela, ni siquiera los fines de semana.
Me acomodo detrás de la barra, esperando que alguien me atienda.
La pareja que entró antes que yo, ha saludado al camarero como si lo conociera de toda la vida. Incluso le han llamado por su nombre: Evaristo. Luego, le han pedido un par de cervezas. Al instante, mientras llena el segundo vaso, el camarero acerca su cara a la del joven, que le susurra algo al oído. Evaristo se pone, entonces, muy serio, y se mete en una habitación que hay detrás del equipo de música. A los pocos segundos, vuelve con el rostro un poco más relajado, y, para mi sorpresa, estrecha otra vez la mano del joven, que sonríe complaciente. Parece que le ha dado algo. Un papelito. Entonces, caigo en la cuenta de que el negocio sobrevive gracias a que el camarero vende cocaína a sus clientes habituales.
Hay también un par de señores de unos cuarenta y pico años de edad, con pinta de ir por allí bastante a menudo. José Manuel y Fernando, escucho decir que se llaman. Imagino que no tienen nada mejor que hacer, y que, como yo, nunca tuvieron una familia que les esperara de vuelta en casa.
Han entrado y salido del baño, de manera alternativa.
Luego, se han pedido unos chupitos, y, entre eufóricos y risueños, han brindado a voz en grito: -“¡Por Carolina del Norte!”.
Mientras tanto, al fondo del local, una chica solitaria se entretiene jugando con los cubitos de su gin tonic. Tiene el cabello teñido de rubio, un escote que anuncia unos pechos grandes, y la piel muy blanca; blanquísima. Sus ojos me parecen oscuros y melancólicos, y miran con excesiva timidez, como si fuera un animalillo asustado. No es, lo que se dice, una mujer muy guapa, pero tiene algo gracioso en su rostro, no sé, tal vez sea su nariz pequeña o su barbilla, un tanto infantil; el caso es que me resulta tremendamente atractiva.
Por fin, me atiende el camarero. Le pido un whisky con un poco de agua.
A regañadientes, acepto que me sirva un JB, porque no tiene Macallan ni ninguna otra marca que me apetezca. En otras circunstancias, me hubiera marchado de allí enseguida, pero no tengo otra cosa que hacer, y, además, está la rubia del escote, que me ha mirado un par de veces desde que entré en el local.
Nunca fui demasiado tímido, así que, tras pagar la bebida, me acerco a ella con la intención de conversar de cualquier cosa.
La primera sensación que me aborda es la de su extraño perfume. Probablemente se trate de una marca barata comprada en unos grandes almacenes; y, sin embargo, ignoro por qué razón, ha conseguido despertar en mi todo un mundo de sensaciones y deseos imposibles.
Al principio, me he quedado de pié, junto a ella, que ha fingido no hacerme caso. Luego, ha vuelto a meter el dedo en la copa, para jugar con los cubitos de hielo, y hemos comenzado a hablar, aprovechando que José Manuel y Fernando han brindado, de nuevo, por Carolina del Norte, y han invitado a todo el bar a hacer lo mismo. La chica se ha mostrado reticente a conversar, pero las risas y el buen humor que aquellos hombres tan simpáticos han generado con sus continuos brindis, han hecho que se rompa el hielo que había entre nosotros. Enseguida, cambia su actitud hacia mí, cuando, para su sorpresa, descubre que los dos teníamos problemas a la hora de conciliar el sueño. Yo he comenzado diciéndole un cumplido:
- Es la primera vez en mi vida que me alegro de padecer insomnio-.
Ella me dice su nombre: Claudia. Al poco rato, la conversación deriva en las películas de terror, porque Claudia también ha estado viendo “Henry: retrato de un asesino”. Sin embargo, no acabó de verla. Apagó el televisor porque le daba miedo, y sufre pesadillas por las noches.
-No me extraña que te dé miedo.- le digo en un tono cargado de empatía, mientras miro, de reojo, su abultado escote- El caso es que, ahora, las películas dan miedo de verdad, no como antes. ¿Te das cuenta de que la Momia o Frankestein ya no asustan ni a los niños?... ¿Y sabes por qué? Porque sabemos que no existen, que son una mentira, y eso nos hace perder el miedo que pudiéramos tenerles... Sin embargo, las películas de terror de hoy en día, nos hablan de personas mucho más cercanas a nosotros: un pirado que conoce a una tía por Internet, queda con ella, se la carga, y, luego, se la come. - La muchacha hace una mueca de asco.
- ¡Ñam, ñam! -le digo yo, riendo- O la historia de un asesino en serie que es muy amable con sus vecinos y muy cariñoso con su madre; o ese padre de familia, que, de repente, descubrimos que es un enfermo mental, con un secreto terrible que oculta en el sótano de su casa. Lo que más nos asusta es que ellos sí pueden existir, que son reales, y que nosotros podríamos ser su próxima víctima. Por eso, Hannibal Lecter nos da mucho más miedo que el Hombre-Lobo. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que el vecino de al lado, o el desconocido que te cruzas una mañana en el ascensor de tu casa, o tu compañero de la oficina, ese que tiene un pequeño defecto al hablar, y que es algo tímido y reservado, podría, en realidad, ser un asesino? Eso es mucho más real, lo vemos a menudo en los periódicos, y, por eso, nos llena de pavor.
Le cuento que soy escritor, y que precisamente, esa noche, a lo mejor inspirado por la película de la tele, estaba pensando en escribir una historia de vampiros.
Claudia se toca el pelo. Parece que se ha puesto incómoda con la conversación.
- ¿Tu crees… en los vampiros?- me dice.
- ¿Yo? ¡Qué va! ¿Y tú?-
- ¿Yo? No… Bueno, no sé. Hay algunos animales que se alimentan de sangre... Y las personas también lo hacemos. ¿Sabías que, en África, los masai desayunan sangre de vaca mezclada con leche? El otro día lo dieron por la tele, le clavan una punta de flecha aquí, en la yugular...
- ¡Qué porquería! – le digo yo – Pero, en todo caso, no es lo mismo: se trata de sangre de animales, no de personas-
- Ya, bueno. Además, ya sé que los vampiros son seres de ficción, pero... desde hace algún tiempo, no tengo nada clara la línea que separa lo imaginario de lo verdadero; ni, tampoco, el mundo real del de los sueños... Créeme, - dice Claudia, poniéndose dramática y misteriosa. - a menudo, tengo sueños muy, pero que muy reales. Ésa es la razón que me ha llevado a salir esta noche. Últimamente he tenido pesadillas con vampiros. Ayer, por ejemplo, soñé con un hombre… bueno, en mi sueño nos fuimos a un hotel de las afueras, y nos acostamos, - Claudia baja la mirada, como si le diera vergüenza reconocerlo- Después de hacer el amor, el tipo se mete en el baño, y, entonces, escucho unos ruidos extraños. Miro por el resquicio de la puerta, y veo que hace unas cosas muy raras con la boca. Enseguida me doy cuenta de que le están creciendo los colmillos. Por suerte, logro huir sin que él me vea. Pero creo que puedo a volver a soñarlo… Por eso, me da tanto miedo dormirme de nuevo.
- ¡Menuda pareja que estamos hechos!- le digo yo, como si se tratara de algo muy divertido- uno no puede dormir, y el otro no quiere hacerlo. Yo, en mi vigilia, he pensado en escribir una historia de vampiros, y tú, cuando duermes, tienes pesadillas con ellos.-
- La verdad es que es una coincidencia increíble- me dice ella muy seria, y con cara de preocupación.
Después, hace otra pausa para beber de su gin tonic. La noto que vacila un poco. Al final, parece que se anima a continuar hablando:
- No sé si creerás lo que te voy a contar. Supongo que no, pero, en realidad, me da lo mismo; como apenas te conozco... Probablemente pensarás que te estoy loca, pero, la verdad, tampoco me importa demasiado. De un momento a otro, nos despediremos, y, seguramente, no volvamos a vernos nunca. El caso es que mis sueños... no son como los que tiene todo el mundo
- ¿Y qué diferencia hay entre tus sueños y los que tiene todo el mundo?- le pregunto yo.
- Pues verás, la mayoría de las personas sueñan un día una cosa, y otro día, otra. – dice ella- Sus sueños son esporádicos, inconexos, ilógicos... En cambio, los míos... Llevo varios meses soñando, de manera continuada, un mismo sueño. No todos los días, claro. Hay noches en las que no sueño nada; pero, cuando lo hago, se trata de episodios conectados los unos con los otros, y por tanto, que siguen una lógica. Lo peor de todo, es que mis sueños se han convertido en una auténtica pesadilla que empieza a resultar muy, pero que muy desagradable. No sé. Parece que estoy viviéndolo todo de verdad, y sólo me doy cuenta de que era una pesadilla cuando me despierto, y, claro, entonces, ya no puedo volver a dormirme.
- ¿Pero qué te pasa en ese sueño tan horrible?- le pregunto yo, de nuevo.
- Bueno, ya te he adelantado algo. El sueño completo es bastante largo de contar... Espera, vamos a pedir, antes, otra copa. ¿Quieres tú una?- dice poniéndose de pié.
Claudia lleva unos zapatos de tacón muy alto, tiene las piernas bonitas, y un talle gracioso y ligero.
Me levanto yo también, y le digo que aguarde allí, que esa ronda es mía, y me acerco de nuevo a la barra, para pedir las copas.
José Manuel y Fernando, los cuarentones simpáticos, parecen más alegres que nunca. Se han levantado de sus taburetes para bailar una canción de Michael Jackson. Sonrío al verlos con sus pantalones de franela gris y sus camisas de cuadros, dibujando un perfil abdominal convexo, y moviéndose al ritmo de Billie Jean. Uno de ellos ha comenzado a imitar los gestos púbicos del mítico rey del pop; y, de vez en cuando, se lleva su mano al sexo, lanzando un aullido corto, al tiempo que da un saltito.
Vuelvo junto a Claudia, que, sin más preámbulo, continua contándome sus pesadillas:
-Al principio, soñaba cosas de mi vida diaria. – me dice - Iba al trabajo, regresaba para comer a casa, volvía de nuevo a la oficina... Todo se sucedía de igual forma que en mi vida real. Quizás, por eso, me costaba tanto darme cuenta de que lo estaba soñando todo. Era como si viviera dos vidas paralelas: una, la real; y otra, la soñada... El caso es que he estado informándome. Hace tiempo leí un libro… ¿Sabías que algunas tribus de Australia piensan que todas las personas vivimos, en realidad, dos vidas? Esas dos vidas se corresponderían con la existencia de dos clases de tiempo: el Tiempo Real, y el Tiempo de los Sueños. Al menos eso creen los aborígenes, que experimentan el reino sagrado de los sueños como algo mucho más real que mundo material en el que vivimos. El Tiempo Soñado sería eterno, y también mucho más verdadero que el Tiempo Real, porque no estaría afectado por el continuo devenir, ni por la muerte.
Pero, bueno,-continúa Claudia, dándole un sorbo a su gin tonic- para no aburrirte demasiado: un día, me encontraba en casa, abriendo el correo electrónico. Yo, de repente, era una periodista de investigación. ¡Una periodista! En realidad, soy procuradora... En mi sueño, no sé por qué, tenía el encargo de hacer un reportaje sobre los 101 libros que habrían hecho más por el bien de la Humanidad. Durante algún tiempo, estuve consultando con especialistas, que me hablaron de la obra de William Shakespeare, de los Elementos de Euclides, del Tao Te King, de los Seis Libros Clásicos de los confucianos, del Quijote... – Claudia hace una pausa para darle otro sorbo a su gin tonic- Todo esto que te cuento, no lo he soñado en un solo día, sino que llevo meses soñándolo, y yo, sólo te lo estoy resumiendo, ¿vale?...
- Sí, sí, continua- le respondo yo, muy intrigado ya por el desarrollo de su historia.
- Pues bien, como te decía, me encontraba recogiendo información para el reportaje, cuando recibo un e-mail de un profesor de la universidad de Bolonia; un tal Castoro Lombardi. Según me explica el profesor Lombardi, él llevaba varios meses escribiendo una tesis muy parecida al objeto de mi artículo. Concertamos una cita, y, después de algunos rodeos, me habla de una biblioteca que tendría más de mil años, y donde, al parecer, se encontrarían todos los libros que habrían hecho algo en favor de la Raza Humana. La “Biblioteca de la Luz”, la llama. Esa biblioteca habría sido creada en la Edad Media por una orden religiosa, al margen del Papado, y estaría escondida en la torre de un convento, en algún lugar en el sur de Europa. Cada año, se agregaban a sus anaqueles todos aquellos libros que fueran designados como dignos de su custodia, por un consejo formado por doce monjes sabios. Su objetivo, al parecer, era evitar otra tragedia como la que ocurrió en Alejandría: la desaparición de libros únicos, a causa de la ignorancia, la dejadez o el fanatismo de los hombres. El profesor Lombardi, sin embargo, me advierte que, para dar con ese lugar, primero debíamos hallar su opuesto, “La Biblioteca de la Oscuridad”, pues, por alguna razón, así lo habían dispuesto los doce monjes sabios que la custodiaban. En esa “Biblioteca del Mal”, habría un libro que indicaría el camino para encontrar la otra Biblioteca, la de la Luz.
- ¿Y qué hay en esa otra Biblioteca, en “la del Mal”, me refiero?-
- Pues es un lugar donde, evidentemente, se encontrarían todos los libros que habrían causado algún daño a la Humanidad.
- ¡Ahora lo entiendo!...- digo yo, con un desmedido entusiasmo, sin duda, influenciado por el whisky, cuyos efectos empezaba a notar desde hacía un rato - “No conoce la gloria del alma quien antes no la ha rebajado...” – Claudia se queda mirándome, frunciendo el entrecejo- Eso lo dice Ibn Hazam de Córdoba en El Collar de la Paloma.- le aclaro yo.
- Bueno, sí, tal vez.- dice Claudia, que, seguramente, no quería perder el hilo de su historia- pero déjame que siga contándote: Quedo con el profesor Lombardi y me desvela algo de lo que está totalmente seguro: que, en la “Biblioteca del Bien”, el lugar más destacado, en lo más alto de la torre, estaría la Biblia. Por otro lado, me dice que la “Biblioteca del Mal” es un lugar conocido por muy pocas personas. Por motivos de seguridad, supongo. No obstante, a él le habían hablado de una librería en el antiguo barrio del Carmen, en Valencia; un lugar regentado, al parecer, por dos viejecitas hurañas. El profesor Lombardi me asegura que ellas podrían saber dónde se encontraba la Biblioteca Oscura, aunque él nunca había podido localizarlas, y, por eso, solicitaba mi ayuda. Lo cierto es que yo estaba absolutamente fascinada por todos esos descubrimientos, más allá de lo que exigía mi reportaje, y decido ir a Valencia a buscar a las dos ancianas.
Durante varías noches, soñé que deambulaba por el barrio del Carmen en busca de aquella tienda de la que me hablara el profesor Lombardi. Me metía en callejuelas recoletas, y preguntaba a todo el mundo si conocían alguna librería atendida por dos señoras muy mayores.
Por fin, al cabo de cinco noches, tal vez seis; en un pequeño callejón apartado, no muy lejos de la calle de los Caballeros, tengo un presentimiento. En mis sueños siempre tengo presentimientos antes de que las cosas lleguen a suceder, ¿sabes? Es como si estuviera anticipándolas en mi mente. El caso es que encuentro un local oscuro y pequeño, que casi no se ve, si no te fijas. Un vecino muy mayor me lo ha señalado como la “la tienda de las brujas”. El negocio lo atienden dos viejecitas, que resultan ser hermanas. En realidad, es un negocio de Antigüedades, no una librería, aunque también tiene muchos libros.
Entro en la tienda, y les digo a las ancianas que quiero comprarles un libro. Ellas me sonríen, y se quedan mirándome sin decir nada. Insisto en lo del libro, y añado que puedo pagarles un alto precio, si la obra, en cuestión, lo vale.
Una de las ancianas se levanta, por fin, de su silla, y me muestra un volumen con las tapas rotas:
-“Este de aquí es una joya. En él se habla del sacrificio de un hombre: un ser que debe morir para regar con su sangre la Tierra...”- dice la viejecita, al tiempo que acaricia la obra con su mano huesuda y llena de pecas.
- “Para que, con su sangre y con su dolor,- añade la otra anciana- el Universo pueda renovarse, y existir eternamente...”
- “Es un sacrificio que regenera el Mundo, y que lo limpia de toda impureza.”- dice, de nuevo, la primera.
Tomo el libro con cuidado, y veo que me han dado una Biblia.
- “No, no es esto lo que quiero. Muchas gracias, señoras.”- les digo yo- “Lo que busco, en realidad, es un libro que me indique el camino para encontrar la “Biblioteca del Mal”.
Las viejas cambian su expresión amable, y, de repente, se vuelven ariscas.
- “Déjala.”- le dice una de las ancianas a la otra- “Es una ignorante”.
- “Sí.”- dice la otra- “No entiende nada”...
- “Podría pagaros mucho dinero”- les digo yo para intentar convencerlas de que me ayuden.
Entonces, les cambia de nuevo la cara, y una de ellas dice:
- “El dinero abre las puertas más atrancadas.”-
- “Y donde no las hay, las pinta”- dice la otra.
Les ofrezco mil euros, pero ellas me piden tres mil. Acepto el trato, y, entonces, me dicen que “Blablaria” (así llaman a la Biblioteca del Mal), se encuentra oculta en un lugar próximo a una de las cataratas del Nilo, en Egipto, muy cerca ya del Sudán, y me dan un mapa que indicaría su ubicación exacta. Ese lugar, al parecer, es un inhóspito desierto. Allí se escondería una pirámide invertida, bajo la arena, y esa pirámide contendría la Biblioteca Oscura, custodiada por un hombre muy fornido y de aspecto troglodita, cuyo nombre es Zabulón.
- “El Guardián del Abismo”- dicen las ancianas.
Hago el viaje a Egipto. Después de algunas peripecias, finalmente, doy con una aldea abandonada, donde, según el mapa, se encuentra la famosa pirámide invertida. El cancerbero Zabulón me deja entrar, a cambio de ciertos favores – aquí, Claudia no aclara nada, por lo que supongo que se trata de favores sexuales- La Biblioteca está compuesta de cientos de miles, puede que de millones de libros, la mayoría de autores desconocidos y sin relevancia. Sólo soy capaz de recordar algunos nombres: el Malleus Maleficarum, de los dominicos Kramer y Sprenger; el Diccionario Infernal, de Collin de Plancy; el Libro de la Ley, de Aleister Crowley. Hay también varias versiones del Necronomicón. Un poco más abajo, me encuentro con el Mein Kampf, de Adolf Hitler. Curiosamente, se encuentra muy cerca de otro libro de contenido “político”: El Capital de Karl Marx... Ahora bien, lo más sorprendente de todo, fue ver, un poco más abajo, una novela muy conocida y, aparentemente, inocua: El Código Da Vinci de Dan Brown.
En ese mismo instante, no pude reprimir ya la risa. Seguramente, Claudia se lo estaba inventando todo, pero estallé en una sincera carcajada, y le dije:
- El Capital se encuentra ahí por ser un verdadero tostón… Y el Código da Vinci, por malo-
Claudia no pareció apreciar mis comentarios al respecto. Indudablemente, para ella todo esto era muy serio, así que opté por guardar silencio, y dejar que siguiera con su historia:
- Yo seguía descendiendo la pirámide, en busca del libro que contendría la clave para encontrar la Biblioteca de la Luz. Pero aquel lugar, húmedo y oscuro, conforme iba descendiendo, iba oscureciéndose cada vez más. Hacía mucho calor, y la búsqueda se hacía cada vez más difícil. El calor era ya sofocante cuando, de repente, me topé con un tomo que destacaba por su color rojo. En sus tapas no había nada escrito, salvo unos cuantos signos indescifrables. Justo en el momento que me disponía a abrirlo para ver de qué se trataba, apareció Zabulón de no sé dónde, muy sonriente, como siempre, y completamente desnudo, diciendo:
-“Yo en tu lugar no lo haría, querida Claudia”-
- “¿El qué?”- Le pregunto yo, algo nerviosa.
-“Abrir ese libro”- me contesta él, sin borrar la sonrisa socarrona de su cara.
- “¿Y por qué, qué pasa?”-
- “Ese”- dice, bajando un poco la voz- “es el Libro Secreto de los Vampiros, y si no eres un upiro, chupasangres, brucolaco, kathakan, ni ninguna otra subespecie de vampiro, estarías condenándote a una terrible muerte, si lo abres... En él se describe, de manera minuciosa, la forma de acabar con ellos, y, por eso, si lo abres, su maldición te perseguirá para siempre.”
Yo no le hago demasiado caso, pensando que seguramente allí se encontraba la pista para encontrar la Biblioteca de la Luz. Abro el libro, y me encuentro con espantosas ilustraciones repletas de sexo y sangre. La lengua en la que aparece escrito, me es desconocida. Me recordaba a la escritura cuneiforme de los antiguos sumerios. Pero hay una advertencia en la primera página, escrita con letras góticas y en latín, y que sí consigo descifrar:
“Si no eres uno de los nuestros, lo pagarás con tu sangre: en esta vida soñada o en la otra...”
Zabulón ha desaparecido, y yo estoy llegando al final de la Biblioteca. Casi no puedo respirar. El calor se ha vuelto insoportable. Me falta el oxígeno. Cuando ya no puedo más, en un pequeño agujero, en el vértice final de la pirámide, veo, por fin, un libro. Está sucio, lleno de polvo y semienterrado, y tiene las tapas destrozadas. Justo cuando voy a cogerlo, me despierto de un sobresalto, como si estuviese a punto de ahogarme; sudando a chorros...
- Así, que, finalmente, no pudiste ver de qué libro se trataba- la interrumpo.
- No, no pude... Pero, ¿Sabes una cosa?... Juraría que se trataba del mismo libro que me ofrecieron las dos viejecitas en Valencia, la Biblia ésa de las tapas rotas... Pero tampoco podría asegurarlo. Lo pensé más tarde, una vez que me hube despertado. El caso es que, a partir de esa noche, comenzaron mis pesadillas, las de verdad.
La siguiente noche, soñé con Zabulón, que me esperaba a la salida de la Biblioteca. Me miró clavándome sus pupilas que me parecieron llenas de ira, como si estuviera a punto de empezar a pegarme. Salí corriendo de allí, y durante varias noches soñé mi viaje de vuelta a España, lleno de malos augurios y presentimientos.
En las atiborradas calles de El Cairo, me topé con unos niños que estaban pidiendo limosna. Al negarles una moneda, de repente, transformaron sus caras y sus dientes, y tuve que salir corriendo otra vez...
Por fin, una noche, conseguí regresar a mi casa. Después, un poco más calmada, llamé al profesor Lombardi, y le conté toda mi aventura. Fue, entonces, cuando soñé que me iba con él a un hotel, a las afueras de Madrid, y que nos acostábamos juntos. Luego, el profesor se metió en el baño de la habitación, y acabó convirtiéndose también en un vampiro; bueno, ya lo sabes. Te lo he contado antes... Y aquí me tienes ahora... Estaba en mi casa, a punto de acostarme. He puesto la tele, pero, al final, he decido salir, para no dormirme de nuevo.

Tras escuchar el relato de sus sueños, me abordaron varios pensamientos a la vez. Por un lado, estaba encantado con esa historia, que me podría servir para elaborar un relato de vampiros cuando volviera a mi casa. Le pedí permiso para hacerlo, y a ella pareció no importarle demasiado. Por otro lado, pensaba que Claudia estaba completamente loca; o eso, o bien era la persona más mentirosa y con la imaginación más desbordante que había visto en mi vida.
Sin embargo, a mi no me importaba que estuviera un poco grillada, o que se hubiera inventado toda la historia. Lo importante era que nos estábamos divirtiendo mucho aquella noche.
- ¿Por qué no nos vamos a cualquier otro sitio?- me dice ella, de repente.
- No sé. ¿A dónde quieres ir?-
- Hay un sitio que conozco, y que abren hasta las seis. A bailar un poco. ¡Esta noche nadie tiene que dormir!
Tomamos un taxi. Claudia me llevó a una discoteca de latinos, donde se bailaba salsa y merengue. El lugar tenía los suelos enmoquetados de color rojo, excepto la pista de baile, que parecía de baldosas negras. Pedimos un gin tonic y un whisky Chivas, y nos pusimos a bailar, olvidándonos de nuestras conversaciones anteriores, y de que, en el fondo, sólo éramos dos extraños que nos habíamos conocido en un bar de mala muerte. En realidad, parecíamos dos viejos amigos que se habían encontrado después de mucho tiempo. O, quizás, algo más que amigos. La tomé por su cintura, y ella sonrió. Me atreví a poner mis labios en su cara, y aspiré, despacio, su perfume. Luego, le di un beso. Ella aproximó su boca a la mía, y nos besamos los dos. Y seguimos bailando sin parar. Sólo había algo que parecía estropear lo que cualquier persona habría considerado como una velada perfecta: a Claudia le hacían daño los tacones, y se quiso sentar por un momento.
Con los efectos del alcohol haciendo mella en nuestro buen juicio, decidimos seguir bailando, y ella acabó quitándose los zapatos que tanto le molestaban, para bailar descalza por la pista.
Reíamos, bailábamos y bebíamos sin parar.
Serían más de las cinco, cuando me ausenté un momento para ir al baño. Al volver, Claudia ya no estaba sobre la pista. La encontré sentada en un sofá, con su cabello rubio platino cayendo, como una cascada, hacia delante, y buscando, por alguna razón, algo por el suelo. Al acercarme vi que hacía una mueca de dolor, y que se sujetaba el pié con la mano.
- ¿Qué te pasa, Claudia?- Le pregunté.
- Había una copa rota sobre la pista, y me he cortado con un cristal- dijo ella.
- A ver, déjame...-
Tomé su pie con la mano, y vi que, efectivamente, estaba sangrando un poco. Le limpié la herida con unas servilletas de papel y con un poco de agua oxigenada que nos trajo un camarero. Luego, le puse una tirita, y nos quedamos allí sentados, conversando acerca de lo sucedido. Al parecer, el baile se había terminado definitivamente.
- ¡Qué lástima!- dijo ella - ¡Con lo bien que lo estábamos pasando!
En ese mismo instante, al fondo de la discoteca, vimos a los dos cuarentones de La bamba, José Manuel y Fernando, que nos reconocieron, y se acercaron para saludarnos.
Uno de ellos apenas pudo articular una palabra. Nos miraba con los ojos muy abiertos, como si le acabaran de dar un susto. Además, parecía sufrir una especie de parálisis en su labio superior, aunque hacía algunos esfuerzos por sonreír, sin conseguirlo del todo.
El otro, no dejaba de hacer muecas y gestos raros con la boca.
Al final, después de cruzar unas pocas palabras con nosotros, acabaron marchándose, conscientes de su estado lamentable.
- Tengo un mal presentimiento- dijo Claudia, al cabo de un rato - ¿Has visto qué cosas tan extrañas hacía ese con la boca?
- ¡Vamos, Claudia, no seas ingenua!- le dije yo, soltando una carcajada- Eso es porque se han puesto de coca hasta la orejas... ¿No pensarás de verdad que se estaban convirtiendo en vampiros?
- Pues yo no le veo la gracia- dijo ella, poniendo, de nuevo, sus ojitos de cervatillo asustado- A lo mejor, no he salido de mi casa esta noche... me he quedado dormida en el sofá, y todo esto lo estoy soñando... El caso es que, cuando entraste en ese sitio, La bamba, te miré, y tuve el presentimiento de que te iba a conocer... o de que ya te conocía... ¿No lo entiendes, Emilio? ¡Tuve un presentimiento!
- ¿Pero qué estás diciendo, Claudia? ¿Acaso insinúas que tú me estás soñando a mi? Te puedo asegurar que yo existo... ¡De verdad, te lo juro!- le dije, sujetándole las dos mejillas con las manos, y soltando, de nuevo, una risotada.
Ella pareció molestarse con mis comentarios que, ciertamente, sonaban a burla, y se apartó de mi, girando su cabeza a un lado.
Viendo que ya era muy tarde, y que pronto se haría de día, le propuse acompañarla a su casa. Ella se negó, y prefirió tomar un taxi sola.
Antes de marcharse, me dio su teléfono, y quedamos en que la llamaría.

Tardé casi media hora en regresar a mi casa andando.
Si me hubiera metido en la cama directamente, todo me hubiera dado vueltas a causa del alcohol, así que decidí tumbarme un rato en el sofá.
Tomé el libro de Céline que había estado ojeando hacía algunas horas, y lo puse con cuidado encima de la mesa, junto a la botella de Macallan vacía.
-“Viaje al fin de la Noche”- repetí para mis adentros.
Luego, sonreí con amargura, pensando que mi espíritu estaba encerrado en el vacío de aquella botella, como si fuera uno de esos genios que aparecen en los antiguos cuentos orientales. Recordé que los ingleses llaman spirits, así, en plural, a los licores; y pensé que dentro de aquella botella de whisky se hallaba también mi espíritu, atrapado, y rodeado de vacío por todas partes.
Empezaba a amanecer, y el cansancio y la incipiente luz que se desparramaba por el cielo, me hicieron cerrar los ojos.
Todo me daba vueltas en la penumbra efímera del alba.
Al cabo de un rato, debí quedarme dormido, y comencé a soñar...
Soñaba que estaba bailando con Claudia, y que el suelo estaba repleto de rosas rojas y de espinas. Yo la besaba muy despacio en su cuello de nácar, engalanado con bellos claveles de color púrpura. Las flores parecían brotar de su piel, como por un arte mágico e incomprensible. Y me veía a mi mismo aspirando profundamente: quería inhalar todo el aroma de su cuerpo.
Estábamos en una habitación con música, y con cortinas de terciopelo morado.
Ella, de repente, se quitó el sujetador dejando libres sus pechos enormes y blancos. Pétalos carmesíes se deslizaron junto a sus pezones, y humedecieron la carne rosada de sus pechos. Entonces, sentí un perfume extraño... No, no era el que llevaba Claudia aquella noche. Ése, también lo sentía, todavía adherido a mi piel y a mi camisa... El aroma que me llamó la atención era muy distinto, más natural: era una fragancia suave y apetitosa y dulce, que, poco a poco, se tornaba salada en el paladar. Después, comencé a percibirla diferente, como tocada por una especie de sabor metálico.
En ese momento, creí despertarme entre efluvios de whisky, y con los párpados pegados a los ojos, que no conseguía despegar de ningún modo.
Intenté abrirlos dos o tres veces, pero me resultó del todo imposible.
Una ansiedad comenzó a recorrer todo mi cuerpo, empezando por la espalda, y terminando en la nariz y en la boca, que notaba completamente seca.
Me di cuenta de que tenía mucha sed. Aún así, tardé un buen rato en comprenderlo.
No, no era el whisky ni la resaca, aunque eso tampoco ayudaría a calmar mi sed, sino todo lo contrario, supongo.
No. Sin duda, se trataba de otra cosa.
Sin embargo, ahora, que estoy describiendo mis sensaciones, me surgen más dudas que nunca, y todo se vuelve extraño e inexplicable.
Tampoco sé si estaba ya despierto, o, si todavía dormía y soñaba.
El caso es que, de repente, una luz pareció abrirse paso en mi cabeza.
A pesar de todo, recuerdo que no me asusté: para mi supuso una revelación muy natural el pensar en Claudia desnuda, y en que la sed la debió provocar aquel perfume irresistible que manaba de su cuerpo; ese aroma natural y suave que deseaba que no se terminara nunca. Sí, ahora ya lo sé: sin duda, se trataba del olor inconfundible de la sangre; de la sangre de su herida, todavía abierta en mi memoria.