miércoles, 20 de octubre de 2010

LA MECÁNICA DE LOS SUEÑOS

La noche pasada soñé que deambulaba solo en una ciudad desconocida. De repente, me di cuenta de que buscaba sitio para comer. Entré en un restaurante, y sobre la mesa de servicio, un camarero trinchaba un enorme salmón anaranjado. Después de dar muchas vueltas por los comedores, acabé por convencerme de que no quedaba ninguna mesa disponible. Sólo pude ver algunas sillas vacías en las mesas de la terraza, desocupadas porque el tiempo era desapacible y había comenzado a lloviznar. Me disponía a marcharme, cuando, de manera inesperada, la lluvia arreció, transformándose en un tremendo aguacero. El agua me retuvo unos instantes en el umbral del restaurante. En ese mismo momento, en una mesa a mi lado, escuché a una mujer que decía:
“Todos los cambios en la intensidad de las lluvias están regidos por leyes matemáticas muy precisas que hacen que la mayor cantidad de agua que, de repente, se produce en una precipitación cualquiera, sólo dure ciento veintiséis segundos”.
Conté ciento veintiséis.
Entonces, salí a la calle... y me desperté.

Hace mucho que he creído descubrir la mecánica que rige el funcionamiento, aparentemente caótico, azaroso y sin sentido, del mundo de los sueños. Es un asunto que me interesa sobremanera, porque en mi familia se han dado casos de premoniciones oníricas con una frecuencia nada desdeñable, aunque eso nunca haya podido explicármelo del todo.
Una vez, por ejemplo, tuve un accidente de automóvil, y mi madre lo soñó tal cual había sucedido. Aquella misma noche, me aparecí ante su cama mientras dormía, con la mano derecha vendada, y diciendo: “- No te preocupes mamá, estoy bien... Han sido ellos, que iban borrachos-”.
Efectivamente, me había contusionado la mano y el antebrazo, tras un accidente de madrugada, en el que dos jóvenes se habían saltado un semáforo en rojo, chocando contra mi Toyota Rav 4.
La prueba de alcoholemia que efectuó allí mismo la policía, determinó que habían bebido más de la cuenta.
Al día siguiente, llamé por teléfono a mi madre, y, antes de que yo pudiera contárselo, me dijo que no hacía falta que le dijera nada, que lo había visto todo en un sueño.
Entre sorprendido y escéptico, acabé por renunciar a los dictados de mi razón más serena, porque yo sabía que nadie, absolutamente nadie, podía haberle contado el accidente; y porque era ella, mi madre, y nunca me diría una cosa como esa, si no fuera verdad.
Después de aquel día, yo mismo fabriqué, al menos, dos vaticinios asombrosos.
Lo cierto es que, tal vez, al interpretar los sueños, o, más aún, al adaptarlos a la vida real, pudiera haber ayudado, de alguna manera, a la realización del presagio; sobre todo si tenemos en cuenta cómo son los sueños, de suyo imprecisos, vaporosos y de muy difícil recuerdo; y al ser yo mismo, no debemos olvidarlo, un contador de historias, escritor de fantasías, y persona de pronta y fácil imaginación.
Por otro lado, como digo, he indagado en la insondable naturaleza de los sueños, llena de arcanos y recovecos, y he descubierto algo que me ayudaría a comprender, siquiera un poco mejor, la extraña mecánica que los rige.
No es que sea nada importante, y seguro que muchísima gente se ha dado cuenta antes que yo; pero es una de las pocas pistas de las que dispongo acerca de cómo y por qué se crean los sueños, y es por eso que lo menciono aquí.
El caso es que normalmente soñamos cosas que hemos vivido, experiencias que nos han impresionado, y que se han mantenido latentes en nosotros, para aflorar, después, mientras dormimos. También he de señalar que, a veces, soñamos cosas que hemos soñado ya en otras ocasiones. En ese sentido, los sueños funcionan igual que las ficciones, que se alimentan de nuestra experiencia, de la real, pero también de otras ficciones leídas o escuchadas. Sin embargo, en la formación de los sueños, la técnica o la razón jamás intervienen de forma decisiva. Lo contrario de los cuentos, que requieren un análisis muy riguroso de los elementos que lo componen, y que se rigen por una serie de principios, como el de intensidad y unidad, o el de economía, referido a las palabras. Por eso precisamente, siempre pensé que las ficciones se creaban para poner orden en nuestro mundo, con la esperanza de que lo bello superase, al final, a lo caótico y lo funesto, y de que todo pudiese tener un sentido. El que fuera.
Así, y para mi satisfacción, después de meditarlo durante un buen rato, había podido explicarme el sueño de la noche pasada, ése en el que andaba solo buscando sitio para comer:
Hacía un par de sábados, un amigo y yo habíamos tenido muchos problemas para encontrar un restaurante donde cenar, porque decidimos salir en el último momento, y no habíamos tenido la precaución de reservar una mesa. Al final, acabamos en un VIPS, comiéndonos un mísero sandwich club y una ensalada. Eso debía explicar, seguramente, el comienzo de aquel extraño sueño.
Por otro lado, no hacía mucho que había leído un libro sobre el número áureo (1,618...), y estaba totalmente fascinado por la omnipresencia de esa proporción que divide un segmento, en el universo.
Al parecer, había sido Euclides de Alejandría quien formuló, por primera vez, su existencia; y, desde entonces, han venido descubriéndose múltiples aplicaciones de esa cifra a la Realidad, desde la forma que tienen las galaxias, hasta la morfología de las conchas de mar o la disposición de los pétalos de una rosa. Así se podría explicar el hecho de que las descargas súbitas de agua en una tormenta siempre duren un número exacto de segundos en mi sueño.
Estos dos hechos, de alguna manera, se habían mezclado en mi cabeza, y el resultado se lo acabo de contar a ustedes.

Hasta aquí, el relato de lo que no fue sino un sueño como cualquier otro, y de la mecánica imprevisible, y basada en experiencias previas, que, a mi entender, los rige, si no fuera porque ocurrió algo después que no sabría cómo explicar.
Por la mañana, amaneció nublado.
He de decir que el día anterior había lucido un sol radiante, y que no había podido ver el pronóstico del tiempo en las noticias de la noche. Nada hacía presagiar, por tanto, una mañana lluviosa.
Desayuné, como de costumbre, algo de fruta y té. Me duché con mucha calma. Mientras me vestía, escuché, por primera vez, el crepitar de la lluvia sobre el tejado. Extrañado, cogí el móvil y las llaves, y me puse la gabardina. Salí al rellano de la escalera. El ascensor estaba fuera de servicio. Lo anunciaba un cartel escrito a mano con letras mayúsculas, y una caligrafía un tanto infantil. Entre absorto y distraído, bajé las escaleras, que se me hicieron muy largas.
Justo cuando me disponía a salir a la calle, ya en el umbral de mi casa, la lluvia arreció, transformándose en una descomunal tormenta.
Casi sin pensarlo, comencé a contar: uno, dos, tres... ciento veintiséis.
Entonces, salí afuera, con la lluvia resbalando por mi cara, y la inevitable sensación de no haber despertado todavía.