Seguramente muchos de ustedes hayan oído, alguna vez, la historia que les voy a referir. Se trata de un hecho real, ampliamente comentado en los periódicos de la época, y que yo viví muy de cerca, como agente de Scotland Yard enviado, ad hoc, para investigarlo.
Han pasado cinco años, y ahora, por fin, me he decidido a contar el resultado de aquellas pesquisas lejanas, pues, aunque en su día se archivó y se dio por resuelto el caso, a mi entender, quedaron algunas sombras que nunca fueron aclaradas, y sobre las que me gustaría volver en estas páginas.
A principios de septiembre de 1930, salió un barco del Reino Unido cuyo destino era la ciudad de Lisboa. En ese barco viajaba un escritor de cierta fama, un conocido mago que practicaba el ocultismo, y, en ocasiones, también el espionaje, y al que, sin embargo, yo sólo conocía por un retrato tomado en su juventud. Aquella imagen mostraba a un muchacho, más bien delgado, con el pelo lacio cayendo sobre su frente, y que sujetaba entre las manos un triángulo equilátero con ciertos símbolos dibujados en su interior.
En el momento de zarpar, sin embargo, el mago había cumplido cincuenta y cinco años, y su figura había perdido la esbeltez de sus años mozos. Su cabeza, antaño poblada y de color oscuro, aparecía rala y con los cabellos canos y muy cortos. Vestía capa negra y sombrero, y respondía a varios nombres, la mayoría inventados por él mismo: Maestro Therion, Baphomet, Laird de Boleskine y Abertarff, Frater Perdurabo... aunque la historia lo recordará principalmente por su nombre verdadero, Aleister Crowley, y también por el del “hombre más malo del mundo”, como le gustaba apodarlo a la prensa inglesa del momento, que se hacía eco de sus continuas extravagancias, y cuya vida se consumía, entre los escándalos y los narcóticos, bajo los rescoldos agonizantes de la estricta sociedad victoriana.
Tiempo atrás, durante un viaje a la ciudad de El Cairo, en abril del año 1904, escribió un tratado esotérico que le hizo célebre, el Liber AL vel legis o Libro de la Ley, que, según decía el propio Crowley, le había sido dictado en estado de mediumnidad por un “Superior Desconocido” llamado Aiwass, y que, según parece, le sugirió la famosa frase “haz lo que tú quieras; ésa será toda ley”.
Algunos testigos, incluida Rose Kelley, su mujer de entonces, dijeron que, durante los trances, Aleister ladeaba la cabeza y sus pupilas se dilataban enormemente, moviéndose de un lado para otro, de manera muy rápida. Ése era el momento en el que Aiwass parecía tomar posesión del joven británico para insuflarle las ideas y las palabras contenidas en el Libro de la Ley.
Yo, personalmente, siempre pensé que todo era una impostura para ganar fama y vender libros, una gigantesca mistificación del estilo de la que protagonizó más tarde, y por la que fui enviado expresamente a Portugal.
Lo cierto es que, desde aquel famoso viaje a Egipto, Crowley comenzó a practicar con asiduidad las misas negras; experimentó con todo tipo de drogas, incluidos el peyote, la heroína y la cocaína; ejerció rituales mágico-sexuales entregándose a orgías de todo tipo con hombres y prostitutas... Dicen que en la India mató a una mujer para chuparle la sangre. Yo nunca di credibilidad a tales rumores, aunque algunas coincidencias resultaban sumamente inquietantes, como que, en una carta a su cofrade de la Golden Dawn, Bram Stoker, fechada en la ciudad de Bombay y por los mismos días en los que se sucedieron una serie de crímenes espeluznantes, Crowley comenzara citando el Penthesilea de Heinrich von Kleist: “¡Besos o dentelladas! Cualquiera que ame de todo corazón podría confundir los unos con las otras...”
El mago inglés afirmaba, en esa misma carta, que siempre buscó hacer todas las cosas bajo la tutela y protección del dios Pan, aunque a él, en el fondo, lo que de verdad le gustaba, era creer que las hacía amparado por el mismísimo Lucifer, "-el portador de la luz-", decía.
Crowley también escribió: - y transcribo textualmente de aquella carta, fechada en noviembre de 1908 - “Ya no sabría vivir sin eso que los hombres vulgares llaman El Mal. Su descrédito y reputación, de común asaz abominable, nunca influyeron en mi pensamiento. Yo lo encuentro absolutamente irresistible; me fascina y, a menudo, me produce un placer infinito. A veces, también, me arrebata y me consume, provocándome un vértigo desagradable que, al final, se transforma en una especie de náusea. Pero, en todo caso, le da un indudable sentido a mi existencia, y gracias a su inmenso poder y a su capacidad de seducción, mi vida se hace rica, exuberante, extraordinaria.
Otros, los hipócritas y los cobardes, los débiles y los esclavos, se solazan con su eterno rival cósmico [el Bien], al que no debo sino respetar, puesto que, gracias a que también existe, he podido gozar, ahora y en todo momento, de su maravilloso contrario. Sin embargo, y a pesar de las apariencias, tanto los unos como los otros, los esclavos y los señores, nos encontramos unidos por el Amor, esa fuerza del espíritu que busca, incansable, su Ideal Eterno. Esa es la razón por la que al final, en no pocas ocasiones, embriagados o cegados en el frenesí de esa búsqueda, acabemos confundiéndonos, sin remedio, entre nosotros.”
El caso que aquí nos ocupa, comenzó algunos años más tarde, (no tengo constancia de la fecha) el día en que Crowley recibió una carta, remitida previamente por su editor, en la que un poeta portugués desconocido, aficionado también al ocultismo, le corregía algunos errores encontrados en la confección de su horóscopo. Desde ese mismo instante, se inició una correspondencia y una admiración mutua que propició una estrecha colaboración, (el poeta lusitano traduciría, el Hym to Pan de Crowley al portugués) y que acabó en la concertación de un encuentro donde, por fin, se iban a conocer personalmente.
Aquel poeta se llamaba Fernando Pessoa, y murió apenas cinco años después de su encuentro con el mago, momento en el que me dispongo a escribir estas líneas.
Aleister Crowley partió de Southampton para conocer a Pessoa, en el comienzo de un otoño prematuro, estando el Sol en Libra, y lo hizo en compañía de Miss Jaeger, una maga alemana que era su amante y compañera de rituales desde hacía años.
Sin embargo, el trayecto no resultó pacífico para la pareja. La lluvia, que les habría acompañado desde su salida de Gran Bretaña, les mantuvo confinados en su camarote, y el hecho de estar allí encerrados durante tantas horas, debió propiciar las riñas y las peleas.
Por lo demás, no debió ser un viaje romántico. Nunca pude imaginar en el Lusitania (así se llamaba el barco), a las señoras luciendo sus vestidos de fiesta; ni a los jóvenes soñadores subiendo a la cubierta para perder su mirada y sus ilusiones en la línea de un horizonte lejano. No los puedo imaginar, tampoco, recreándose con la belleza de las muchachas que, en otras circunstancias, habrían salido a recostarse sobre las hamacas, para respirar el aire puro del mar.
El viaje de Crowley, en cambio, siempre lo imaginé con el fuego, el hollín y el vapor removiéndose en el vientre de la gran bestia herrumbrosa. La nave avanzaría, lenta, sobre un océano de plomo, y difuminándose tras una impenetrable espesura grisácea que el tiempo no disiparía.
Durante el viaje, Anni Jaeger se enfadó por algunas palabras de más, y por las interminables horas de sexo que le demandaba su pareja. Es verdad que ella lo hacía de buen grado, durante los rituales, y cuando no faltaba la cocaína. Pero, esta vez, todo era diferente. No la había dejado en paz ni un solo instante durante el trayecto. Ésa, al parecer, fue la razón por la que, al llegar a Portugal, Anni desapareció, marchándose de nuevo a Alemania, y dejando al mago solo y abandonado.
Del primer encuentro de Crowley con Pessoa poco o nada ha trascendido. Apenas tenemos un testimonio que afirma que el inglés le reprochó con ironía haberle mandado una niebla tan espesa. Yo, que leí algún tiempo después la mencionada anécdota, pienso que podría ser apócrifa. En mis dos entrevistas con el poeta nunca me comentó nada al respecto, a pesar de que Fernando Pessoa accedió a contarme, y hasta el más mínimo detalle, el contenido íntegro sus conversaciones con el mago.
La primera vez que nos entrevistamos, en el café Martinho da Arcada, el poeta portugués me citó unos versos suyos:
A través del día de niebla,
Llega algo del olvido...
A través del día de niebla,
no llega nada.
- Inspector- me dijo Pessoa con la mirada melancólica- No se enfade usted conmigo. Ha venido desde muy lejos para investigar la desaparición de Mr. Crowley, y cree que yo puedo aportarle alguna pista, pero yo lo único que le puedo decir es que la vida es más extraña que la propia muerte, y acaso más misteriosa. Por otro lado, el aparecer y desaparecer forman parte inexcusable de la función misma- Fernando Pessoa sonrió entonces con malicia y mirándome a los ojos, dijo:- ¿No le parece, inspector?
Mire,- añadió, tratando de explicarse, y al notar mi absoluta perplejidad por sus palabras- yo siempre he pensado que todos tenemos dos vidas: una, la verdadera, la que soñamos en nuestra infancia; y otra, la falsa, la que luego vivimos en convivencia con los demás. Aparte de eso, sólo puedo decirle que todo, absolutamente todo lo que me rodea, ha estado, siempre y en todo momento, transfigurado por el Arte.
- ¡Ah!, creo que ya lo entiendo – dije tratando de obtener una confesión de manera (ahora me doy cuenta) un tanto frívola - Es esa vida falsa la que, tal vez, justifique la farsa que han montado usted y el señor Crowley, ¿No es así, señor Pessoa?
- No, no, se equivoca totalmente.- dijo el poeta, sin cambiar un ápice su expresión- Yo no justifico nada, puesto que, en realidad, no hay nada que justificar. Las cosas son como no son. Eso es todo.
Fernando Pessoa se mostró enigmático y oscuro en todo momento. Su forma de hablar me tenía perplejo, y, en cierta manera, me irritaba. Intenté, durante todo el tiempo que duró nuestra conversación, que fuera más claro, pero no lo conseguí, y, al final, no tuve más remedio que dar por concluido aquel primer interrogatorio, sin sacar ninguna conclusión al respecto.
Sólo una cosa empezaba a sospechar, algo que, un poco más tarde, los hechos me acabarían demostrando: que Crowley y Pessoa, de manera conjunta, habían planeado la escenificación del suicidio del mago y su desaparición ante los ojos del mundo.
Me marché al hotel de la Rua Liberdade, donde me hospedaba, reflexionando sobre todo el asunto e intentando comprender qué podían ganar esos dos personajes, tan distintos entre sí, con esa alambicada simulación, como no fuera el descrédito en el que, indudablemente, caerían, una vez se descubriera toda la verdad.
La farsa comenzó a montarse cuando un periodista, casualmente amigo de Pessoa, encontró una pitillera con una nota escrita en su interior, y donde, al parecer, el mago inglés comunicaba, de manera un tanto oscura, su intención de lanzarse al mar para quitarse la vida. El altar elegido para la inmolación no podía ser más significativo: un lugar rocoso y lleno de acantilados, en Cascais, conocido como Boca do Inferno.
La nota decía: “No puedo vivir sin ti. La otra boca del infierno me atrapará y no será tan caliente como la tuya”.
Mi colega, el detective Messon Charter, tras un exhaustivo peritaje grafológico, confirmó la autoría de la letra.
Las especulaciones de la prensa en los días posteriores, fueron de todo tipo: ¿Se había suicidado realmente Aleister Crowley por amor, tras su ruptura con Anni Jaeger? ¿O tal vez intentaba desaparecer de un mundo en el que había estado trabajando como agente doble de ingleses y alemanes, y en el que, ahora, tal vez, resultase incómodo para ambos?
Pessoa explicó a los periódicos su propia interpretación de los hechos, haciendo especial hincapié en el significado de varios símbolos mágicos que podían deducirse del ritual de suicidio de Crowley, y, también, lo cual resultaba una afirmación imposible de creer para cualquier persona con sentido común, que habría visto el fantasma del mago al día siguiente de su muerte.
Esto iba muy en la línea de la forma de ser de aquel extraño personaje, pequeño, enjuto, envuelto en su traje gris, y con la mirada triste tras sus pequeñas lentes graduadas. Fernando Pessoa, según puede leer algunos años después, buscaba desentrañar el gran secreto del Universo a través de la Magia, la Cábala y de algunos signos ocultos que, aseguraba, se encontrarían en posesión de unos pocos elegidos: Madame Blavatsky, que habría logrado traducir algunos pasajes del Libro de los Dzyan, un compendio religioso de origen tibetano, y considerado por los teósofos el texto más antiguo de la Humanidad; el legendario Georji Ivanovich Gurdjieff, autor del Todo y de todas las cosas; tal vez el propio Aleister Crowley.
¿No tomaría parte en esa impostura a cambio de algún conocimiento esotérico, incluyendo los saberes necesarios para la autoiniciación del poeta?
No podemos olvidar que Fernando Pessoa creía que el mundo era un inmenso almacén de símbolos y significados ocultos que sólo las almas verdaderamente despiertas serían capaces de descifrar.
¿Era el mago inglés, a los ojos de Pessoa, uno de esos espíritus superiores? ¿O había sido tan sólo el afán comercial y la mera propaganda lo que habría movido a Crowley a interpretar esa mascarada, y habría conseguido, de alguna manera, embaucar y arrastrar consigo a su viejo amigo portugués?
En mi segunda entrevista con Pessoa, y después de varios días sin que apareciera el cadáver de Crowley por ningún lado, le hice saber que Scotland Yard ya no daba credibilidad a la hipótesis del suicidio, y que nos encontrábamos a punto de archivar el caso.
Por si fuera poco, la policía portuguesa nos mostró los registros de las aduanas, donde había constancia de que un tal Edward Alexander Crowley habría salido del país, atravesado la frontera española, el día 23 de octubre.
Le rogué que, por favor, me dijera toda la verdad, ya que volvía a Londres aquella misma tarde, y no quería marcharme sin una explicación razonable o sin una confesión.
Fernando Pessoa se limitó a leerme unas palabras que, según me dijo, acababa de escribir, y que copié textualmente en mi cuaderno de notas (y aquí se las transcribo):
“Cuando la niebla se levante, tal vez, sólo quede Silencio. Silencio y una inmensa calma bañada de luz. Por eso, hay que aprovechar el viaje y soñar que, mientras dure, los signos y las palabras quizás escondían tras de sí un mundo lleno de aventuras (verdaderas o imaginadas); personajes que pudieron existir realmente; héroes; islas; ciudades; espíritus que soñamos soñadores a punto de descifrar la belleza inusitada y oculta que hay detrás de cada cosa...
Pero, sobre todo, lo que de verdad busqué en todo momento, fue recrearme en la emoción y en la esencia de este arte o magia, que, como la niebla, también se disipará cuando lleguemos, por fin, a puerto. Entonces sólo quedará el Olvido. El Olvido y una Sed jamás saciada; un anhelo imposible de Infinito...”
Fernando Pessoa dejó de leer, y me miró abstraído, como si sus pensamientos estuvieran en alguna otra parte, lejos de donde estábamos.
Por primera vez, desde que nos conocimos, noté, asomándose en el brillo de sus ojos, una emoción verdadera.
- Inspector, - dijo entonces, muy despacio, como si tratara de rehacer su compostura:- el mundo… el mundo se derrumba a nuestro alrededor. Los bárbaros no cesan de llamar a nuestras puertas… Escuche... Escuche atentamente. ¿Acaso no los oye?... – Por un momento, el poeta enmudeció, como si estuviera intentando percibir algo, mirando hacia arriba. Luego, volvió sus ojos hacia mi:
- Y ahora… cuando el mundo proclama que Dios ha muerto; cuando caen los viejos ídolos y apenas se levantan otros nuevos y extraños; cuando nos vemos, errantes y sin rumbo, entre las ruinas de los valores de antaño y la Tierra se dirige, sin remedio, hacia el abismo de la Nada y de lo Nuevo; ahora, la única razón que nos queda para tener alma, lo único que todavía podría salvarnos, es la contemplación estética de la Vida…
Nos quedamos callados durante unos instantes. Apenas me atrevía a abrir la boca. Sus palabras casi logran que me olvidara del verdadero motivo que me había llevado hasta allí. El caso es que yo también acabé emocionándome, aunque, la verdad, no estaba muy seguro de entender a qué se refería el poeta con todo ese discurso de los bárbaros y de las ruinas. Por su forma de declamar y por el indudable sentido alegórico de sus palabras, había conseguido encandilarme, sin entender muy bien cómo ni por qué.
- Señor Pessoa,- le dije, eludiendo sus comentarios, y tratando de centrar el asunto- usted ha declarado en el Noticiero Ilustrado, aquí lo tengo, que... vio a Mr. Crowley al día siguiente de su desaparición… El día 24. ¿Es eso cierto?
- No. No exactamente, inspector.- dijo el poeta.
Después de unos segundos, se explicó:
- Yo lo que dije es que había visto el fantasma del señor Crowley.
Al principio, pensé que lo del fantasma no era más que una de las muchas patrañas que se le habían ido ocurriendo a Fernando Pessoa, a propósito de la desaparición del mago, pero que, en ningún caso, se atrevería a repetirla en el futuro, y, mucho menos, ante un representante oficial de la Policía británica. Para mi sorpresa, había vuelto a insistir, así que, irritado por lo que consideré una actitud empecinada y ridícula, le espeté:
- ¿Y cómo diablos sabe usted, que lo que vio era el fantasma del señor Crowley y no el señor Crowley mismo?
El poeta levantó su mirada de nuevo, y, por unos segundos, permaneció callado. Luego, comenzó a decir muy tranquilo:
- Eso, no sabría explicárselo. Sólo sé que tenía una cita con Mr. Crowley en un modestísimo hotel de la Baixa, en el que habíamos acordado reunirnos. Queríamos vernos para hablar de nuestras cosas… Crowley y yo teníamos bastante en común, pero también nos separaban algunas diferencias, y eso hacía las conversaciones mucho más interesantes. Nuestra más acalorada disputa se había producido la semana anterior. Yo no aceptaba su máxima del haz lo tú que quieras, si no la matizábamos con la Regla de Oro que ha marcado la ética de todas las Religiones y Civilizaciones desde hace milenios.
Aún así, había algo que nos preocupaba de manera especial a los dos: la posible conexión de nuestro mundo con otras esferas de la Realidad...
Aleister creía ciegamente en su poder como médium y en la comunicación verdadera con seres de otras dimensiones, los “Superiores Desconocidos”, como los llamaba él; sobre todo, después de su experiencia en Egipto, cuando escribió su famoso Libro de la Ley.
Yo, que también fui, de alguna manera, un instrumento y una voz: la de seres como Ricado Reis o Álvaro de Campos, Alberto Caeiro o Bernardo Soares, pensaba, por el contrario, que todo formaba parte de un complejo drama em gente. En realidad, me veía como el médium de figuras que yo mismo había creado, pero nada más.
Otras veces, sin embargo, estoy convencido de que ellos, mis personajes, son los únicos que existen de verdad, en alguna parte, y que son más reales que yo mismo, que pienso que, en el fondo, no soy sino el fruto imposible de la Nada… bueno, un poco también como ellos.
Pessoa me miró, para comprobar que seguía su discurso sin perderme. Su dominio del inglés era tan bueno que siempre lograba hipnotizarme con sus palabras, aunque, a menudo, no entendiera muy bien lo que quería decir.
Permanecí atento y en silencio, intentando no perder el hilo de su narración. Tras una breve pausa, el poeta continuó:
-Crowley y yo íbamos a encontrarnos al día siguiente de su muerte simbólica. Todo lo que pasó ese día, me pareció insólito, y, de alguna manera, irreal. Recuerdo, por ejemplo, que pensé lo extraño que sonaba el eco de mis pasos sobre el empedrado de la calle, mientras me dirigía a la Baixa embebido, como de costumbre, en mis pensamientos. Me entretenía jugando con la idea de que yo no era el que caminaba realmente. – Fernando Pessoa sonrió con amargura- Pensé que sólo caminaba en la imaginación de otro, alguien que estaba contando un cuento en el que yo me dirigía a una modesta casa de huéspedes de la Baixa en busca de Mr. Crowley... Así que yo, en el fondo, no existiría sino en esa imaginación, en la que yo imaginaba que me imaginaba...
Luego, pasé junto a un ultramarinos que olía a fruta madura y que estaba atendido por un ciego cuya pobreza, y a pesar de su avanzada edad, no le habría permitido jubilarse. El anciano estaba sentado en una silla, a la entrada del comercio, junto a un cajón de plátanos de Madeira, y rodeado de moscas por todas partes. Al pasar junto a su tienda, el ciego levantó la cabeza y frunció el ceño, como si se extrañase al escuchar mis pasos. Y así permaneció un rato, con sus ojos perdidos en el vacío.
Unos metros más adelante, a la altura de la Rua dos Sonhos, me di cuenta de que me seguía un gato de mirada fosforescente. Una sombra se deslizó por una pared, al otro lado de la calle. Posiblemente fuera la mía… No lo sé, no estoy seguro. Estaba bastante lejos de aquella oscura proyección, pero no había nadie más por allí. De repente, mientras hilvanaba una imagen y unos versos en mi cabeza, el felino se erizó, curvando su lomo gris marengo, al tiempo que levantaba su larga cola electrizada. Me aparté a un lado, temiendo que me arañase, y giré en la siguiente esquina, camino de la Rua Aqueronte, a donde me dirigía.
Al fin, encontré el lugar. La pensión se llamaba Esperança. Estaba en un oscuro callejón lleno de charcos y gatos negros, y con alguna que otra maceta con las flores marchitadas. A lo lejos, se oía el graznido de las gaviotas, que me trajeron la imagen de un puerto invisible y desconocido…
El portal de la pensión me pareció muy sucio. Había papeles y basura arrojados por el suelo, y tenía humedades y desconchones por toda la pared. En la recepción no había nadie. Era como si no hubiese habido nadie desde hacía mucho tiempo, a pesar del ambiente cargado y del aire malsano que se respiraba. Subí las escaleras hasta la planta tercera. Comprobé el número de la habitación. La 19… Llamé a la puerta golpeándola suavemente con mis nudillos, pero no respondió nadie. Lo intenté de nuevo; esta vez golpeando un poco más fuerte... Nada. Sin embargo, yo tenía una cita con Mr. Crowley, y, por tanto, suponía que debía estar allí. Giré el pomo de la puerta y noté cómo se abría con un ligero chirriar de bisagras.
Cuando entré en aquella estancia, Aleister Crowley se encontraba sentado junto a su cama, serio, hierático, con la mitad de su rostro y de su cuerpo oculto tras la penumbra. Permanecimos así, en silencio, durante unos breves instantes, que, como usted se puede imaginar, me incomodaron un poco. Yo, entonces, empecé diciendo: - “Querido Mr. Crowley...”-
En ese momento, él me interrumpió con una voz que sonaba airada y llena de ira, y me dijo:
- “¡Déjese ya de monsergas!... sabe perfectamente que Crowley está muerto… Lo he matado yo… ¿Acaso no lo recuerda? Usted y yo planeamos acabar con su vida...”
Crowley me miraba de una manera que no sabría muy bien cómo definir, girando la cabeza, como si tuviera un tic nervioso, y sudando a borbotones. Además, movía sus ojos de una manera extraña... No sé. Todo me parecía muy raro. El caso es que sentí cierta desazón, y, bueno, he de confesar que me asusté un poco. Entonces él me dijo:
- “¡Ahora, lárguese de mi vista de una puta vez, y váyase usted también al infierno!”-
Me fui bastante decepcionado, y, la verdad, lleno de indignación. Crowley siempre fue muy atento conmigo, y extremadamente respetuoso. Por eso, no entendía nada, y pensé que, a lo mejor, tal vez, no fuera Mr. Crowley quien me hablaba de esa manera. Sin embargo... - Fernando Pessoa no acabó la frase.
-No he vuelto a saber nada de él desde ese día. Eso es todo lo que le puedo contar.
Me quedé mudo, y sin saber ya qué decir.
Después de unos segundos de vacilación, le di las gracias, me despedí cordialmente de él, y me marché.
Al cabo de unos días, Aleister Crowley fue visto en Alemania, y ya nadie volvió a comentar el caso.
Al parecer, el misterio había sido aclarado: Todo había sido un montaje, una mentira. El mago, después de dejar una ambigua nota de suicidio en su pitillera, se habría vuelto a reunir con su amada Anni Jaeger, atravesando las fronteras de España y Francia.
Y yo me olvidé del asunto... hasta ayer mismo, que recibí una carta de un amigo en la que me comunicaba que el señor Fernando Pessoa había muerto en Lisboa, y eso me hizo pensar y revivir mis investigaciones de aquel otoño de hace cinco años. Pensé que, en esta vida, en la que la falsedad es algo tan común, sólo la Muerte se erige como verdad suprema e inexorable. Sólo la Muerte es cierta.
Y mientras tanto, todo el mundo sigue convencido de que aquel famoso encuentro del poeta con el siniestro Aleister Crowley fue una gigantesca simulación, una engañifa que tan sólo buscaba publicidad. De hecho, a veces, he escuchado comentar a mis colegas de la Policía, entre sonrisas cargadas de ironía, “el caso de la misteriosa desaparición de Mr. Crowley en Lisboa.” La última vez, hace apenas un par de meses, cuando los diarios comenzaron a especular sobre la posible intervención del señor Crowley como espía de los alemanes, en estos momentos tan delicados para la Paz en Europa.
Como dice mi compañero, el detective Messon Charter: -“unas veces espía para nosotros, y otras, para el enemigo. Nunca sabes a qué juega, ni tampoco de qué lado está.”-
-“Así es Mr. Crowley”-, le respondo yo, pensativo.
Las dudas me han asaltado innumerables veces desde la última entrevista que tuve con Pessoa. Aún me resisto a creer todo lo que me contó el inefable poeta, esa curiosa historia de su encuentro con Aleister Crowley en una oscura pensión de la Baixa. Y aunque, en su momento, pude llegar a creerme todo lo que me dijo, a menudo, he pensado que, a buen seguro, me engañó.
Otras veces, en cambio, pienso que Pessoa decía la verdad incluso cuando mentía.
Lo cierto es que nunca sabré qué pensar, y, ahora, para salir del atolladero en el que me encuentro, tan sólo me queda el recurrir a la imaginación, como hacía el propio poeta cuando buscaba las Verdades Eternas, y como hago yo, en este momento, en que, al margen de todo lo que les he contado y que sucedió de veras, (pueden acudir a las hemerotecas y a los archivos de Scotland Yard para comprobarlo) imagino que Crowley y Pessoa y yo mismo, no somos sino fantasmas rondando los sueños de alguien que anda jugando a ser los demás. Entonces, sonrío para mis adentros, al pensar que, a lo mejor, yo también soy una especie de médium, una voz o un instrumento, como Ricardo Reis o Aiwass o el propio Pessoa aquí retratado, y aunque yo me sueñe verdadero, en realidad, soy como esa nave que zarpó de Southampton camino de Lisboa y que jamás dejó sus huellas pintadas sobre la mar.
Y todavía me sueño, y me siento viajando entre el hollín, el vapor y el fuego, ocultándome y revelándome, poco a poco, tras la niebla...
Una vez más, las dudas me asaltan. Tengo una sensación indefinida y bastante extraña, y una indecible tristeza me arrastra tras de sí. Entonces, me acuerdo de las palabras que escribió el enigmático poeta:
No soy nada
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí
todos los sueños del mundo.
martes, 14 de diciembre de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario