sábado, 13 de enero de 2007

Algo más que momentos

En su primer Dietario (1979-1980), Pere Gimferrer publicó un artículo que se titulaba Jazz, en el cual escribe:
“ Uno de los recuerdos más lejanos: una voz carraspeante, oída por la radio. La atmósfera es quieta, húmeda, espesa. En todas las casas de Barcelona están bajadas las persianas; cerrados los postigos de los balcones...
Las calles están vacías. De tiempo en tiempo, alguién anda, como perdido, por el lado de la sombra.
[...] Sabemos que este tipo de arte [el jazz] está hecho, sobre todo, de momentos así; una canción oída por la radio en la modorra de una tarde de verano...”

La música de jazz, a menudo, destila la esencia de su insobornable belleza junto a ciertos momentos vividos por nosotros, y que luego serán tamizados por la imaginación y por la fragilidad de la memoria. A nadie se le escapa que nuestras biografías acaban por aportarnos algunos afectos y rechazos, muchas veces involuntarios, que están íntimamente relacionados con nuestras experiencias vitales y temperamentos. Hay ocasiones en las que un simple recuerdo unido a nuestra capacidad de ensoñación y a la tendencia a idealizar las cosas que nos gustan, puede hacer que determinadas escenas, olores, sonidos o sabores, nos resulten sublimes y llenos de emoción, más allá de lo que pudiera parecerle razonable a un observador considerado “objetivo” y, por tanto, ajeno a esas experiencias y recuerdos.
En mi caso, el jazz tenía esa capacidad de evocación única, y siempre me ha hecho revivir algunos momentos imborrables: escenas en blanco y negro de una película americana de los años cincuenta, en los que aparece una casa que mi fantasía transformaba en el piso donde vivía de pequeño. La música se mezclaba con imágenes de personajes con sombrero y cigarrillo a los que parecía no afectarles el paso de los años, pues durante la infancia sólo conocemos la vertiente creadora de los Héroes y del Tiempo, y ni siquiera imaginamos su lado más oscuro y destructor (La muerte, entonces, sólo era un nombre sin más realidad que las hadas o los unicornios).
El jazz también me transportaba felizmente a la espléndida Nueva York, una imagen idealizada de mi propia ciudad, que, a su vez, no era sino una sombra platónica de la Ciudad de los Rascacielos.
La suave melodía del piano, el saxofón, y el contrabajo, tenían el poder de dibujar sobre la pureza del silencio una sola escena, no sé si vivida de verdad o, de nuevo, imaginada: una cortina que se agita tras la ventana de un apartamento, empujada por la brisa suave del verano.
El jazz era el sosiego sin estridencias; la calma escondiéndose en el ajetreo de los peatones y el ritmo entre sus pasos; los automóviles abstractos, bellos como la Victoria de Samotracia; las luces de neón de los bares abiertos de madrugada; el color del whisky tras los vasos de cristal; el efímero carmín sobre los labios de las muchachas rubias; los anuncios de coca-cola; el perfume de la sangre palpitando por amores imposibles; el humo de un cigarrillo que se exhala y se eleva hasta desaparecer en lo alto, disuelto entre la nada y el silencio...
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Pere Gimferrer, al final del artículo, nos cuenta :
“Un día, un trompetista de jazz lloraba solo. Le preguntaron por qué lloraba y respondió: “Por cosas”. Cosas. Instantes. El jazz nos puede dar más, pero empezamos a amarlo, sobre todo, porque nos da esto...”

Siempre pensé que la música de jazz, como la fotografía y la misma poesía, son artes que tratan de capturar la magia intangible del momento, para hacerla definitivamente nuestra e intentar que lo sea de una vez y para siempre.
¿Pero, qué más podría ofrecernos una música como el jazz? ¿Acaso es posible superar las imágenes incorruptibles y los instantes que, quizás, sólo formaban parte de nuestra imaginación o de nuestros sueños?
Llegados a este punto, quisiera recordaros la originalidad y el sentido último de los "happenings" musicales de los años cincuenta y sesenta, tan conectados con la espontaneidad surgida a ritmos de jazz, en los que los músicos buscaban la fusión del arte con la vida. A aquellos artistas les hubiera gustado poder borrar las barreras y los límites que separaban el espíritu de la materia, y en buena parte lo lograron, mediante la inclusión de su arte en la realidad de todos los días.
Y es que el jazz no es tan sólo los instantes, las imágenes y sus recuerdos: Al recrearse en la genialidad de ciertos momentos efímeros surgidos de la improvisación, tal vez nos haga vislumbrar la frágil esperanza de que hay algo más que la simple materia que vemos y tocamos. El espíritu, por extraña que nos pueda parecer su naturaleza a los que nos consideramos fundamentalmente escépticos, sería, entonces, posible, y la belleza, a través, en este caso, de la música, nos lo podría mostrar, a condición de estar dispuestos a creer en su fabuloso poder de elevación.
Al final, comprenderemos que el jazz es todo y, a la vez, es nada: un humo en danza sinuosa y sensual que se eleva, como nuestros sueños, hasta desaparecer disuelto en el vacío.

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