En uno de los mitos más antiguos de la India, el origen de la música se confunde y se identifica con la creación del propio Universo. Este mito nos aporta una explicación, a medio camino entre lo poético y lo metafísico, de donde, quizá, podremos extraer el rastro apenas perceptible de una verdad que nos parece esquiva y vulnerable con el paso de los años.
Cuenta la leyenda que, justo antes de la Creación, el dios Shiva y la diosa Shakti habitaban las cumbres tranquilas y silenciosas del monte Kailâsa. Un día, al contemplar Shiva el cuerpo desnudo de Shakti mientras dormía, sintió un repentino arrebato de amor a causa de la belleza y la hermosura de sus formas. De esa emoción que, en cierta manera, venía a romper la Armonía original para sustituirla por otra suerte de armonia (la de los sonidos), nacieron las seis primeras ragas y, a partir de ellas, toda la música de la India, reflejo del sentimiento profundo y sincero de Shiva, y de la belleza y perfección del cuerpo de su amada.
La contemplación de la belleza y su consecuencia más inmediata, el sentimiento de amor, ha servido, en todas las épocas y lugares, de inspiración para la creación artística; y, más concretamente, para la poesía y para la música.
Gerardo Diego, seguramente ajeno al desarrollo de esta historia, escribirá en su poema Insomnio:
Saber que duermes tú, cierta, segura
-cauce fiel de abandono, línea pura-
tan cerca de mis brazos maniatados...
De aquella primera música y del orden rítmico-matemático nacía, no sólo toda la música y la danza, sino el propio Universo, fruto de una primera vibración, que es sonido, palabra y música a un tiempo.
En una antigua Upanishad, la Taittîriya, se dice que “Brahman [Dios] es AUM [pronunciado OM]. El mundo entero es AUM”. Y ese sonido es la palabra, la vibración primigenia y el origen del Universo.
Las antiguas leyendas que hablan de la creación del Cosmos a partir de una vibración o sonido, son muy numerosas: En el Antiguo Egipto, por citar otro ejemplo significativo, Thot, dios de la palabra y de la escritura, pero también el de la danza y de la música, creaba el mundo a partir de una palabra repetida siete veces. La Biblia, por su parte, nos habla del Verbo como principio de todas las cosas siguiendo una antiquísima tradición judía. En el mismo sentido se manifiestan multitud de tradiciones precolombinas, africanas, chinas e iranias.
Y no sólo en la gestación del mundo, también en la creación del hombre, la música habría jugado un papel fundamental: según nos cuenta Hafiz, poeta persa del siglo XIV nacido en Shiraz, Dios moldeó al hombre a partir de una estatua de barro a su imagen y semejanza. Luego, quiso insuflarle un espíritu, pero el alma no se dejaba atrapar en algo tan burdo como la materia. Para conseguirlo, el Creador le pidió a los ángeles que tocaran música, y el alma, ávida de percibirla mejor, se dejó encerrar en un cuerpo.
A nadie podrá extrañar, por tanto, que, también en la India, la música sea el arte sagrado por excelencia, y que el músico hindú, no sea considerado sino un oficiante que trata de encontrar las verdades universales que se ocultan tras los sonidos.
El hecho de que un arte como la música, estuviera tan entreverado de espiritualidad, y de que su origen fuera también relatado en los Vedas, los textos más antiguos y sagrados de la India, debió, en buena medida, influir en el pensamiento de uno de los pensadores más importantes de aquella civilización: Abhinavagupta de Samananda. El filósofo de la escuela shaivita de Cachemira, cumbre, junto con Shankara de todo el pensamiento y la religión hindú, dedicó, buena parte de su vida y de su obra, al estudio de la Estética. Abhinavagupta concebía toda obra de arte como un camino de realización humana y espiritual, y la experiencia estética, según él, se relacionaba y se confundía con la experiencia mística y religiosa. Abhinavagupta coincidía con numerosos pensadores de la civilización occidental que veían en la belleza una fuente inagotable de valores, más allá de los puramente formales, como se desprende de los escritos de Platón, y, después, y de manera más explícita, de Anthony Ashley Cooper, conde de Shaftesbury, quien, a finales del siglo XVII, desveló la relación íntima que unía la Ética con la Estética, pues, decía, ambas debían reflejar los valores superiores del espíritu como la Verdad, la Bondad o la Justicia, si no queríamos vaciarlas de todo su contenido y su fundamento último.
La contemplación del arte en la India, tras Abhinavagupta, pasó a considerarse una práctica yóguica y una forma de conocimiento. El goce estético que sentimos al contemplar la perfección de una obra de arte o al escuchar una raga, debía parecerse al goce de realizar un acto justo y bueno. No podemos olvidar que, el hinduismo es, ante todo, una práctica y una ética, y que, en el camino de búsqueda de la liberación (moksa), son imprescindibles los conceptos de karma (acción y retribución de los actos), y dharma (deber personal), que, a su vez, deriva de un Dharma universal y superior que le servía de inspiración y de referencia: Los hindúes creen que el mundo se rige por unas leyes eternas e inmutables, a las cuales deben ajustarse todos nuestros actos y comportamientos, y, mediante los rituales (en la civilización hindú, la música es una especie de ritual), buscan el restablecimiento de las correspondencias entre ambos.
Según Abhinavagupta, la contemplación de la divinidad y de la verdad a través de la obra de arte, podía ayudarnos a profundizar en niveles de conciencia y de realidad superiores. El mundo físico y el espiritual nos remiten a multiples correspondencias que los unen e interrrelacionan, lo que explicaba que cada raga tuviera una hora del día para ser ejecutada, así como una época del año y una estación. El músico no hacía sino servir de testimonio y manifestar esa correspondencia que unía su alma particular (âtman) con Brahman, el alma del mundo.
Hay una antigua leyenda que viene a ilustrar este pensamiento, en el que Charles Baudelaire se inspiraría, siglos más tarde, para componer uno de sus poemas de mayor calado metafísico, Correspondances:
La Nature est un temple où des vivans piliers
laisse parfois sortir des confuses paroles
l´homme y passe, à travers des forêts de symbols
qui l´observent avec des regards familiers...
Según nos cuenta esa leyenda, existió un músico llamado Tan Zen que servía en la corte del emperador Akbar. Un día el emperador le llamó a su palacio y le hizo una petición que no dejaría a nadie indiferente: a pesar de ser mediodía le pidió que tocara una raga de noche. Tan Zen no pudo oponerse al capricho del emperador, aun a riesgo de contrariar el orden natural establecido, y, aunque no estaba seguro de estar obrando bien, comenzó a tocar. Cuando la música anegó con su ritmo y su melodía toda la estancia, la luz cedió paso a la oscuridad, y, para asombro y terror de todos los presentes, el sol empezó a eclipsarse allá donde alcanzaba el sonido de la música.
Es posible que esta antigua leyenda nos remita a la creencia en ciertos valores inmutables y eternos que no pueden ser cambiados por el capricho de los poderosos (la ética que debe presidir toda acción y ajustarse a una Ley superior no escrita); y, más aún, al poder de la música y del arte en general, capaz de preservar y transmitir esos valores (la Estética como rama de la Metafísica, y la obra de arte como reflejo de valores inmutables), pero, también, nos remitiría a la teoría de las correspondencias que, siglos más tarde, el místico sueco Emanuel Swedenbörg trataría de explicar, inducido por una pasión o llevado por su locura visionaria.
Los hindúes buscaron con afán el conocimiento a través de las correspondencias entre los elementos humanos y los cósmicos. Al igual que el mensaje contenido en la Tabla Esmeralda de los primeros alquimistas, en la Kata-Upanishad se dice que “lo que está arriba es como lo que está abajo”. La última correspondencia sería la que se lograría con la identidad âtman-Brahman. Este es el supremo conocimiento: la identificación del alma individual con el Todo.
Conocer a Brahman es convertirse en Él.
Sólo existe la Unidad; lo demás es mâya, o sea, ilusión.
* * *
Envueltos en el trajín de nuestras vidas cotidianas, descubrimos que el mundo no es, ni mucho menos, ese lugar mítico e ideal que soñaron los hindúes: el monte Kailâsa, donde, al parecer, reinaba la Armonia.
Sin embargo, no debemos olvidar cuál fue la causa y el origen de todas las cosas, según los antiguos filósofos indios: la contemplación de la belleza y el sentimiento de amor que provocó, expresado a través de una música.
Tampoco podemos olvidar el objetivo último de todo el pensamiento y la religión hindú: la Liberación, que sólo podría lograrse a través de la vía del Yoga (o del Conocimiento), o través de la del Tantra (o del Amor).
* * *
A veces, he soñado con el cuerpo desnudo de la diosa Shakti, el Eterno Femenino y Creador, la Belleza que adivino detrás del rostro de cada mujer, y, al despertar, me doy cuenta de que todo había sido una mera ilusión, una mentira, y que junto a mi no había sino ausencia y una calma frágil apenas confundida con el silencio. Aun así, ese momento resultaba mágico y hermoso, similar al anuncio de una música que buscaba mirarse en el espejo de otro lugar y de otro tiempo: cuando la Armonía imperaba en el reino de la Nada, y el mundo era el Silencio y el futuro aún por crear.
Cuenta la leyenda que, justo antes de la Creación, el dios Shiva y la diosa Shakti habitaban las cumbres tranquilas y silenciosas del monte Kailâsa. Un día, al contemplar Shiva el cuerpo desnudo de Shakti mientras dormía, sintió un repentino arrebato de amor a causa de la belleza y la hermosura de sus formas. De esa emoción que, en cierta manera, venía a romper la Armonía original para sustituirla por otra suerte de armonia (la de los sonidos), nacieron las seis primeras ragas y, a partir de ellas, toda la música de la India, reflejo del sentimiento profundo y sincero de Shiva, y de la belleza y perfección del cuerpo de su amada.
La contemplación de la belleza y su consecuencia más inmediata, el sentimiento de amor, ha servido, en todas las épocas y lugares, de inspiración para la creación artística; y, más concretamente, para la poesía y para la música.
Gerardo Diego, seguramente ajeno al desarrollo de esta historia, escribirá en su poema Insomnio:
Saber que duermes tú, cierta, segura
-cauce fiel de abandono, línea pura-
tan cerca de mis brazos maniatados...
De aquella primera música y del orden rítmico-matemático nacía, no sólo toda la música y la danza, sino el propio Universo, fruto de una primera vibración, que es sonido, palabra y música a un tiempo.
En una antigua Upanishad, la Taittîriya, se dice que “Brahman [Dios] es AUM [pronunciado OM]. El mundo entero es AUM”. Y ese sonido es la palabra, la vibración primigenia y el origen del Universo.
Las antiguas leyendas que hablan de la creación del Cosmos a partir de una vibración o sonido, son muy numerosas: En el Antiguo Egipto, por citar otro ejemplo significativo, Thot, dios de la palabra y de la escritura, pero también el de la danza y de la música, creaba el mundo a partir de una palabra repetida siete veces. La Biblia, por su parte, nos habla del Verbo como principio de todas las cosas siguiendo una antiquísima tradición judía. En el mismo sentido se manifiestan multitud de tradiciones precolombinas, africanas, chinas e iranias.
Y no sólo en la gestación del mundo, también en la creación del hombre, la música habría jugado un papel fundamental: según nos cuenta Hafiz, poeta persa del siglo XIV nacido en Shiraz, Dios moldeó al hombre a partir de una estatua de barro a su imagen y semejanza. Luego, quiso insuflarle un espíritu, pero el alma no se dejaba atrapar en algo tan burdo como la materia. Para conseguirlo, el Creador le pidió a los ángeles que tocaran música, y el alma, ávida de percibirla mejor, se dejó encerrar en un cuerpo.
A nadie podrá extrañar, por tanto, que, también en la India, la música sea el arte sagrado por excelencia, y que el músico hindú, no sea considerado sino un oficiante que trata de encontrar las verdades universales que se ocultan tras los sonidos.
El hecho de que un arte como la música, estuviera tan entreverado de espiritualidad, y de que su origen fuera también relatado en los Vedas, los textos más antiguos y sagrados de la India, debió, en buena medida, influir en el pensamiento de uno de los pensadores más importantes de aquella civilización: Abhinavagupta de Samananda. El filósofo de la escuela shaivita de Cachemira, cumbre, junto con Shankara de todo el pensamiento y la religión hindú, dedicó, buena parte de su vida y de su obra, al estudio de la Estética. Abhinavagupta concebía toda obra de arte como un camino de realización humana y espiritual, y la experiencia estética, según él, se relacionaba y se confundía con la experiencia mística y religiosa. Abhinavagupta coincidía con numerosos pensadores de la civilización occidental que veían en la belleza una fuente inagotable de valores, más allá de los puramente formales, como se desprende de los escritos de Platón, y, después, y de manera más explícita, de Anthony Ashley Cooper, conde de Shaftesbury, quien, a finales del siglo XVII, desveló la relación íntima que unía la Ética con la Estética, pues, decía, ambas debían reflejar los valores superiores del espíritu como la Verdad, la Bondad o la Justicia, si no queríamos vaciarlas de todo su contenido y su fundamento último.
La contemplación del arte en la India, tras Abhinavagupta, pasó a considerarse una práctica yóguica y una forma de conocimiento. El goce estético que sentimos al contemplar la perfección de una obra de arte o al escuchar una raga, debía parecerse al goce de realizar un acto justo y bueno. No podemos olvidar que, el hinduismo es, ante todo, una práctica y una ética, y que, en el camino de búsqueda de la liberación (moksa), son imprescindibles los conceptos de karma (acción y retribución de los actos), y dharma (deber personal), que, a su vez, deriva de un Dharma universal y superior que le servía de inspiración y de referencia: Los hindúes creen que el mundo se rige por unas leyes eternas e inmutables, a las cuales deben ajustarse todos nuestros actos y comportamientos, y, mediante los rituales (en la civilización hindú, la música es una especie de ritual), buscan el restablecimiento de las correspondencias entre ambos.
Según Abhinavagupta, la contemplación de la divinidad y de la verdad a través de la obra de arte, podía ayudarnos a profundizar en niveles de conciencia y de realidad superiores. El mundo físico y el espiritual nos remiten a multiples correspondencias que los unen e interrrelacionan, lo que explicaba que cada raga tuviera una hora del día para ser ejecutada, así como una época del año y una estación. El músico no hacía sino servir de testimonio y manifestar esa correspondencia que unía su alma particular (âtman) con Brahman, el alma del mundo.
Hay una antigua leyenda que viene a ilustrar este pensamiento, en el que Charles Baudelaire se inspiraría, siglos más tarde, para componer uno de sus poemas de mayor calado metafísico, Correspondances:
La Nature est un temple où des vivans piliers
laisse parfois sortir des confuses paroles
l´homme y passe, à travers des forêts de symbols
qui l´observent avec des regards familiers...
Según nos cuenta esa leyenda, existió un músico llamado Tan Zen que servía en la corte del emperador Akbar. Un día el emperador le llamó a su palacio y le hizo una petición que no dejaría a nadie indiferente: a pesar de ser mediodía le pidió que tocara una raga de noche. Tan Zen no pudo oponerse al capricho del emperador, aun a riesgo de contrariar el orden natural establecido, y, aunque no estaba seguro de estar obrando bien, comenzó a tocar. Cuando la música anegó con su ritmo y su melodía toda la estancia, la luz cedió paso a la oscuridad, y, para asombro y terror de todos los presentes, el sol empezó a eclipsarse allá donde alcanzaba el sonido de la música.
Es posible que esta antigua leyenda nos remita a la creencia en ciertos valores inmutables y eternos que no pueden ser cambiados por el capricho de los poderosos (la ética que debe presidir toda acción y ajustarse a una Ley superior no escrita); y, más aún, al poder de la música y del arte en general, capaz de preservar y transmitir esos valores (la Estética como rama de la Metafísica, y la obra de arte como reflejo de valores inmutables), pero, también, nos remitiría a la teoría de las correspondencias que, siglos más tarde, el místico sueco Emanuel Swedenbörg trataría de explicar, inducido por una pasión o llevado por su locura visionaria.
Los hindúes buscaron con afán el conocimiento a través de las correspondencias entre los elementos humanos y los cósmicos. Al igual que el mensaje contenido en la Tabla Esmeralda de los primeros alquimistas, en la Kata-Upanishad se dice que “lo que está arriba es como lo que está abajo”. La última correspondencia sería la que se lograría con la identidad âtman-Brahman. Este es el supremo conocimiento: la identificación del alma individual con el Todo.
Conocer a Brahman es convertirse en Él.
Sólo existe la Unidad; lo demás es mâya, o sea, ilusión.
* * *
Envueltos en el trajín de nuestras vidas cotidianas, descubrimos que el mundo no es, ni mucho menos, ese lugar mítico e ideal que soñaron los hindúes: el monte Kailâsa, donde, al parecer, reinaba la Armonia.
Sin embargo, no debemos olvidar cuál fue la causa y el origen de todas las cosas, según los antiguos filósofos indios: la contemplación de la belleza y el sentimiento de amor que provocó, expresado a través de una música.
Tampoco podemos olvidar el objetivo último de todo el pensamiento y la religión hindú: la Liberación, que sólo podría lograrse a través de la vía del Yoga (o del Conocimiento), o través de la del Tantra (o del Amor).
* * *
A veces, he soñado con el cuerpo desnudo de la diosa Shakti, el Eterno Femenino y Creador, la Belleza que adivino detrás del rostro de cada mujer, y, al despertar, me doy cuenta de que todo había sido una mera ilusión, una mentira, y que junto a mi no había sino ausencia y una calma frágil apenas confundida con el silencio. Aun así, ese momento resultaba mágico y hermoso, similar al anuncio de una música que buscaba mirarse en el espejo de otro lugar y de otro tiempo: cuando la Armonía imperaba en el reino de la Nada, y el mundo era el Silencio y el futuro aún por crear.
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