miércoles, 6 de mayo de 2009

La música y la palabra en el arte de la ópera

Con los últimos compases del "Nessun dorma" del Turandot de Puccini aún vibrando en el aire de la habitación, y la emoción apenas contenida sobre mis ojos, me dispongo a escribir estas breves reflexiones sobre la ópera, donde la música y la poesía se entrelazan, para crear un arte que hace aflorar nuestras emociones más sinceras.
La ópera se originó en los ambientes humanistas de la Italia del Renacimiento en un intento por recuperar esa antigua tradición de los primeros poetas griegos y romanos que, según es de todos conocido, solían recitar cantando. ¿Cuántas veces no habremos visto la imagen de Homero representado, según la iconografía más tradicional, ciego y portando una lira?
Jacopo Peri con su Dafne, sobre un texto de Rinuccini, y, más aún, Monteverdi con su Orfeo, basado en un libreto del poeta Alessandro Striggio, se consideran los iniciadores del género operístico tal y como lo conocemos hoy en día.
En su nacimiento, además de la mencionada referencia a la emulación de los poetas de la Antigüedad, se me ocurre que tal vez tuvieran un papel destacado, por un lado, la evolución de la técnica de los madrigales, que también se originaron en la Italia renacentista; y, por otro, el desarrollo y apogeo del arte del Teatro. En ese sentido, y si bien es cierto que las primeras óperas se basaron en personajes mitológicos y en las tragedias de los autores clásicos, ¿a alguien puede extrañar que Claudio Monteverdi naciera apenas tres años después del mayor dramaturgo de todos los tiempos, el inglés William Shakespeare?
Por lo que se refiere a los madrigales, su música buscaba imitar la capacidad expresiva del poema que cantaba, y que normalmente estaba escrito en una lengua vernácula. Así, los compositores de madrigales se afanaron en la identificación entre la música y la poesía, hasta el punto de que intentaban transmitir al auditorio el sentido de las palabras aunque no se entendiera la lengua en la que estaban escritas, y todo ello gracias a los recursos de la música. Fue el propio Monteverdi quien consigió dotar al madrigal de su máximo poder expresivo, y no es, por tanto, nada raro que fuera precisamente él uno de los padres fundadores de la ópera. En cualquier caso, en los madrigales, como en las primeras óperas, la música siempre se debía encontrar al servicio de la palabra. (Al hablar de la palabra, no me refiero aquí a la acepción de la palabra como logos, que es el instrumento de la Razón y serviría para comunicarnos entre los hombres; sino a la palabra como objeto artístico, como instrumento de la Belleza y de la Poesía.)
Marco da Gagliano hablaba del poder de la música antigua, la de los griegos, que, según decía, era capaz de conmover a la audiencia hasta las lágrimas. Está claro que no exageraba en modo alguno. (como he podido comprobar yo mismo ahora, mientras escribo este artículo escuchando a Puccini en mi habitación.) Es posible que da Gagliano tratara de idealizar una música que no ha llegado hasta nosotros, pero ¿quién ha de dudar del asombroso poder que tienen la música y la palabra unidos para transmitir a los oyentes no sólo las ideas, sino sobre todo las emociones y sentimientos expresados en los textos en los que se basan?
Para los primeros compositores de óperas, y siguiendo la tradición madrigalística, la música debía supeditarse al poema que le acompañaba, y eso fue así hasta la aparición del bel canto, momento en el que la voz humana comenzó a primar en las representaciones y cuando el argumento del libreto se convirtió en una excusa para la composición musical, ahora al servicio de los divos. Desde entonces, hemos venido asistiendo a una pugna interminable en la que, en unas ocasiones, la música se supeditaba a las palabras, y, en otras, las palabras a la música.
Con la aparición del bel canto se produciría una victoria momentánea de la música y de las voces sobre el contenido y la calidad de los libretos: lo importante era lograr el aplauso de las audiencias, que debían sucumbir ante los fabulosos derroches de voz y ante la amabilidad de determinados elementos, como ballets, interludios y otras escenas ajenas al drama principal. Las estrellas, por su parte, exigían papeles que propiciaran su lucimiento sobre el escenario, y todo ello, inevitablemente, en detrimento de la letra y de la calidad de la poesía.
La reforma de la ópera llegaría algún tiempo después, de la mano del compositor alemán Christoph W. Glück, quien se propuso una vuelta a los postulados clásicos de los primeros autores. Tras él, compositores como Bellini terminarían por imponerse a la tiranía de los divos y poner de nuevo sus voces al servicio del drama operístico. En su labor de reforma, Glück contaría con libretistas como Pietro Metastasio que aportó a los textos calidad poética, intensidad dramática y racionalidad argumental.
De nuevo la música se ponía al servicio de la palabra.
Pero algo había ya cambiado en la forma de hacer óperas y en el gusto del público, que iba a hacer muy difícil una simple vuelta atrás. El tiempo estaba maduro para la aparición de uno de los mayores genios musicales de todos los tiempos: Wolfgang Amadeus Mozart. Gracias a él y a compositores como Rossini o Donizetti, se lograría superar los rígidos postulados promovidos por Glück y aprovechar todo lo que de positivo tenía la estética belcantista. Por fin parecía que triunfaba la ópera, en su sentido más actual, como una síntesis entre aquellos que favorecían la espectacularidad de las voces, y los seguidores de esa reforma dramática y argumental que iniciara Glück. La música y la palabra se reencontraban de forma definitiva, y se identificaban plenamente la una con la otra, como soñaron en su día los antiguos compositores italianos, aquellos que buscaron la excelencia en un arte que no ha cesado, desde entonces, de conmovernos y deslumbrarnos con su belleza.

La música de Puccini hace rato que cesó. Ahora, quisiera escribir algo sobre la ópera y acudo a la razón y a las palabras para comunicar mis pensamientos. Sin embargo, hay algo que me cuesta comprender: cómo podemos emocionarnos, cuando, a menudo, ni siquiera somos capaces de entender las lenguas en las que fueron escritos aquellos textos. Tal vez, porque nada puede igualar el misterio de la música y, menos aún, la torpeza material de unas palabras que quieren explicar algo que se alimenta principalmente de la imaginación, y que trastoca nuestros sentimientos hasta desbordarlos.
Y es que la palabra, en su papel de logos, tal vez tratara de parar el vuelo inevitable de la música. Pero la palabra, transformada en sonido y poesía, hace que las voces no sean sino un instrumento de belleza incomparable; y, entonces, en lugar de contener a la música en su impulso primero, la empujan y la elevan aún más, volviéndola completamente inalcanzable.

2 comentarios:

  1. recuperada TU MÚSICA O TU MUSA, encuentro razones para repensar y replantear conversaciones fecundes y proscrites. Gracias

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