miércoles, 6 de mayo de 2009

La flauta de Ling Lun

Según una antigua tradición oriental, el nacimiento de la música en China se remontaría a la época de Huang Di, el mítico Emperador Amarillo:
Una mañana de invierno, y tras una noche de infaustas pesadillas, el Emperador hizo llamar al sabio Ling Lun, y le ordenó que viajase a las lejanas provincias del oeste para acometer una empresa de vital importancia: en sus bosques más vírgenes y remotos, Ling Lun debía encontrar un pedazo de bambú y fabricar con él una flauta cuyo sonido igualase la belleza del canto de los pájaros, el murmullo de las hojas mecidas por el viento, y el sonido de las aguas tañidas por la piedra. Del éxito de aquella misión, dependía la superviviencia y la paz de todo el Reino.

La música en China nació de la mano de sabios y chamanes, que buscaban en los sonidos el contacto con el mundo de los espíritus y con las fuerzas de la Naturaleza. El escritor Italo Calvino nos cuenta que "el chamán debía transportarse a otro nivel de percepción, a otro mundo, donde hallaría las fuerzas con las que hacer frente a las amenazas que se cernían sobre su pueblo". Ese viaje o transmutación se llevaría a cabo mediante la ingestión de sustancias psicotrópicas, el pronunciamiento de fórmulas y palabras, o la ejecución de cánticos y melodías. Según Mircea Eliade, no son pocos los relatos de chamanes que volaban subidos encima de un tambor.
Con el pasar de los años, el arte de organizar sonidos, que nació íntimamente asociado a la magia y al poder supremo del espíritu para transformar la Realidad, continuó influyendo sobre reyes, sabios y filósofos.
Ya en la época del emperador Chuan (muerto en el 2205 a.C.), la música, acompañada de la danza y de la poesía, se introdujo en las ceremonias imperiales y en los banquetes litúrgicos, en los que se creía que, gracias a ella, participaban los espíritus de los antepasados, de cuya buena relación con los vivos, dependía, en buena medida, el bienestar y la armonía del Imperio.
Con la siguiente dinastía, la Zhou (1066-221 a.C.), la música se viste de un nuevo significado político y moral, ahondando aún más en ese espíritu arcano que la había visto nacer, hasta el punto de que, ya en el siglo VI a.C., Confucio la dotaría de una nueva dimensión, desconocida hasta ese momento, y cuyo cometido sería el de expresar la armonía entre el Cielo, la Tierra y los Hombres. Es lo que los chinos llamaban "tianren heyi", la armoniosa relación del Cielo y la Humanidad.
Confucio hablaba de tres Caminos que no eran sino tres dimensiones de una realidad única: el Camino del Cielo, el Camino de los Hombres y el Camino de la Armonía, siendo esta última la culminación del Camino confuciano y donde confluían los otros dos. La música estaba muy presente en todos ellos, flotando imperceptible entre los textos que sustentaron la milenaria tradición conocida como "Ru Jiao", y cuya traducción podría ser “la Doctrina o la Tradición de los letrados”.
El ru (el caballero-intelectual de la época de Confucio) se caracterizaba por la devoción de los “Seis Libros Clásicos”, una serie de textos que recogían las enseñanzas de aquellos letrados de la Antigüedad, así como los ritos y las normas que habrían de conducirnos por la senda de la Virtud.
El propio Confucio trabajó toda su vida intentando recopilar y transmitir ese inmenso legado filosófico y cultural, anterior a él mismo, y en el que fundamentó todas sus enseñanzas.
A pesar de ser un hombre que desconfiaba de la metafísica, y de la utilidad de evocar a los espíritus, Confucio se dejó llevar por la belleza inefable de los sonidos, ya que, organizados conforme a unas leyes que no eran diferentes de las que guiaban los planetas, las estaciones o el inexorable curso de los ríos, podían conducirse los hombres siguiendo el camino recto de la Verdad.
Los “Seis Libros Clásicos”, esos antiguos tratados que contenían todo el saber necesario para orientarnos en el Camino del Cielo, eran: el Libro de la Poesía, el Libro de la Historia, el Libro de los Ritos, el Libro de los Cambios, los Anales de Primavera y Otoño, y el desaparecido ya para siempre, Libro de la Música.
Los chinos de la época de la dinastía Zhou, también empleaban ese vocablo (ru) para designar a los maestros de alguna de las seis nobles artes (historia, música, matemáticas, ritos, tiro con arco y conducción de carruajes). La profesión originaria de aquellos ru, seguramente fuera la de bailarines y músicos de las ceremonias religiosas de la dinastía Shang. “Un ru – afirma el profesor Xinzhong Yao- ejecutaba diversas danzas e interpretaba música a modo de imprecación por una buena cosecha y de ofrenda a los dioses y antepasados; y dirigía las ceremonias para traer la lluvia en época de sequía”.
Así pues, los ru eran los descendientes de los antiguos chamanes, magos y hechiceros, que pasaron, más tarde, a ser los maestros en rituales y ceremonias en la época del emperador Chuan, y, finalmente, se convirtieron en profesores cuando el Confucianismo fue adoptado como religión oficial del Imperio.
Los ru debían dominar la historia, la poesía, la música, la astrología, las matemáticas y el tiro con arco. El propio Confucio no era sino un ru muy conocido en su época, que transformó y desarrolló la tradición heredada, en buena medida empujado por los acontecimientos que vivió: el debilitamiento del poder de los reyes Zhou en detrimento de los diferentes estados que formaban el Imperio y que alentaron el caos feudal y el desmoronamiento irreversible de la administración común. Esta crisis del poder central trajo, a su vez, y como consecuencia inevitable, el aumento de las guerras entre los diferentes “estados” en su lucha por la obtención de tierras, poder y riquezas.
Confucio pensaba que el desorden en la Administración y su consecuencia más funesta, las detestables guerras, tenían su origen en “el deterioro del ritual (li) y la caída de la música (yue)”, y, por ello, se embarcó en una crucial misión a la que iba a dedicar toda su vida: restablecer el valor de los antiguos rituales, donde se encontraban, según él, impresas todas las reglas que regirían el comportamiento de los hombres, y nos evitarían caer en el caos y el sufrimiento. Confucio estaba convencido de que aquellos ritos y ceremonias, como normas de comportamiento civilizado establecidas de acuerdo con el mandato del Cielo, podían conducir a todos los gobernantes y a sus súbditos a actuar de acuerdo con la ética y con la justicia, y no con la fuerza de leyes rigurosas o, peor aún, con la violencia de las armas, sobre las que no podía sustentarse ningún poder durante mucho tiempo. Así, para garantizar el gobierno virtuoso de reyes y ministros, entre otras cosas, se debían ejecutar los rituales e interpretar la música “correctamente”. Su observancia haría que todo el mundo, instruido en las enseñanzas y el ejemplo de los antiguos maestros, y siguiendo las normas y los ritos del Pasado, acabaría comprendiendo lo que estaba bien y lo que estaba mal, y actuando en consecuencia, y que todo eso traería, inevitablemente, la paz, la prosperidad y la armonía para su pueblo.
Nos encontramos, de nuevo en la Historia, con la idea de una música transmisora de valores, más allá de los puramente estéticos, que tan común ha sido en todas las épocas y civilizaciones.
El confucianismo se caracterizó, por tanto, por ser un sistema ético y una enseñanza humanística que se basaba en la creencia de que la bondad y la virtud se pueden enseñar, y en los que la Música, la Poesía, los Ritos y la Historia jugaban un papel de primer orden.
Sin embargo, los confucianos nunca lograrían del todo su objetivo, tal vez porque su labor quedó inconclusa y mutilada sin remedio: según parece, uno de “los Seis Clásicos”, el Libro de la Música, ese que, según los antiguos maestros que lo escribieron, “producía armonía”, se perdió para siempre después de la quema de libros que tuvo lugar en la época de la dinastía Qin a finales del siglo III a.c. (Todos los demás Libros fueron parcialmente recuperados y, luego, de alguna manera, reconstruidos).
La desaparición de aquellos textos sagrados se puede considerar uno de los acontecimientos históricos más relevantes de cuantos sucedieron en la Antigüedad China, de la misma forma que, para Occidente, lo fue la quema de la biblioteca de Alejandría.
Los herederos de Confucio no se dieron por vencidos, e iban a dedicar toda su vida a redescubrir, reconstruir y, en algunos casos, reescribir una gran parte los textos destruidos por la ignorancia y el fanatismo, pues en ellos pensaban que encontrarían impresos los signos de su anhelada redención. Los maestros confucianos, aprovecharon esa labor de reconstrucción de los libros antiguos para incorporar toda la riqueza espiritual del budismo y del taoísmo, que, desde entonces, se harían inseparables de la ética confuciana; y también para adaptar las enseñanzas del pasado a las necesidades de los nuevos tiempos.
Las revisiones de los escritos y los rituales heredados, se hicieron, en todo caso, necesarias desde el principio, desde mucho antes de que la dinastía Qin decidiera arrojar a la hoguera todos los libros que no se adecuaban a su ideario, y, por ello, el duque de Zhou, que fue todo un modelo para Confucio, transformó el complejo sistema ritual de épocas anteriores, para instaurar, finalmente, un nuevo sistema de “ritual y música” con una clara orientación política y moral, que aparecía impregnada de los valores e ideales contenidos ya en aquellos antiquísimos textos sagrados.

Además de Cofucio, existieron dos grandes maestros cuyas enseñanzas y aportaciones son fundamentales para la comprensión de la espiritualidad china: Meng Tzu, (o Mencio) y Xunzi.
Meng Tzu representa la visión más idealista del confucianismo. Afirmaba que la naturaleza de los hombres era fundamentalmente buena, y que todo ser humano debía ejercer la autodisciplina y seguir el “Mandato del Cielo” (tian ming), pues, lo contrario, significaría oponerse al orden natural establecido y que, al final, la ira del Cielo se proyectara sobre todos nosotros en forma de caos, desorden, destrucción y desgobierno.
Hay una bellísima historia que ilustra esta visión menciana del mundo, y que tiene una estrecha relación con la música:

Una noche en la que el duque Ling había acampado junto a sus hombres en las orillas del rio Pu, y en el instante previo al sueño, cuando la calma ya reinaba sobre el campamento, comenzó a escucharse, como venida de todas partes, una música encantadora. El duque ordenó a sus hombres que averiguaran de dónde venía ese sonido tan dulce y melodioso, pero los soldados le aseguraron, extrañados ante la insistencia de su señor, que ellos no percibían absolutamente nada. Entonces, ordenó llamar a su maestro de música, Shih Yuan, para contarle aquellos extraños sucesos que parecían no tener explicación. El músico, intrigado por el relato del duque Ling, se ofreció a pasar la noche a solas y agudizar su oído, pues quería también deleitarse con aquella música misteriosa, pulsando en su qin antes de escribirla.
A la mañana siguiente Shih Yuan le dijo a su señor que él también había podido escuchar la melodía, y a pesar de que, a menudo, se hacía casi imperceptible, había logrado finalmente registrarla.
Algún tiempo después, el duque Ling, asistió, como invitado de honor, a un banquete que le dio el duque Ping.
Al final de la velada, el duque Ling pidió permiso a su anfitrión para enseñarle una nueva canción que había descubierto recientemente, habiendo acampado junto a sus hombres en las orillas de un río.
Cuando Shih Yuan comenzó a tocar aquella melodía, el maestro de música del país de Qin, Shih Kuang, le rogó que se detuviera, diciendo:
“- ¡Deteneos! Esa música es la caída de un Reino maldito... No debe, en ningún caso, tocarse hasta el final. Es obra de Shih Yen, que creó para el rey Chou la licenciosa música Mimi. Cuando el rey Wu venció a Chou, a causa del caos y la debilidad de su gobierno, Shih Yen huyó hacia el oeste, hasta que llegó al río Pu, y, una vez allí, se suicidó. Ese es el motivo por el que esa melodía se oye sólo en las orillas de aquel río. Las ciudades donde antaño se escuchaba fueron malditas; por eso, no debe, en ningún caso, tocarse hasta el final-.”
El duque Ping le replicó que, sin embargo, a él le complacía, y, ebrio de vino, ordenó que no parara la música.
Poco tiempo después, una gran sequía azotó el país. La tierra permaneció árida durante tres años, y el duque Ping acabó sucumbiendo a una larga y penosa enfermedad.

Para Mencio, el Universo es un Todo unitario, y, por eso, el orden físico y el moral no sólo no eran independientes, sino que estaban íntimamente conectados entre sí.
En su concepción del Universo, la Ética tendría la enorme capacidad de modificar nuestro mundo físico, y el obrar bien o mal en un determinado momento, podía ser la causa de grandes bienes o, por el contrario, provocar catástrofes y desgracias para todo el Reino.
Xunzi, el otro gran maestro de la época, se opuso radicalmente a Mencio en este y otros asuntos, y aportó una visión mucho más realista y racional del confucianismo, que le llevó a una nueva interpretación del concepto “Cielo”. Para él, lo que sus contemporáneos llamaban “el Cielo”, no era otra cosa que “la Naturaleza”: lo que los occidentales llamamos Ley Natural, y los hindúes conocen como Rita.
Xunzi, al igual que Mencio y el mismísimo Confucio, insistían en la importancia de lograr la armonía entre los principios que regían el Cielo, y las normas y leyes que debían guiar a los humanos, pero afirmó con insistencia que la Naturaleza funcionaba de manera muy diferente al mundo de los hombres, y, por tanto, que lo que ocurría aquí abajo, no afectaba allá arriba, y viceversa. Los hombres debían olvidarse de los buenos o los malos augurios, ya que, en realidad, no servían para nada: la dicha o la desgracia se producen sólo como consecuencia de las acciones humanas que “la Naturaleza” no puede cambiar.
Xunzi, contrariamente a lo que pensaba Mencio, creía que los hombres se inclinaban de manera innata a la satisfacción de sus deseos físicos y a la competencia, lo que les hacía fundamentalmente egoístas; pero también creía que la paz, la armonía y el bien se podían enseñar y aprender, y de ahí la importancia de la educación. La música sería muy útil para guiar a los seres humanos en su camino, y debía formar parte indispensable de una buena formación, ya que, no en vano, ayudaba a las personas a cultivar el buen carácter, y sus notas llevaban impreso el Camino del Cielo, que contenía las virtudes de humanidad (ren), rectitud (yi), convenciones (li), y sabiduría (zhi), que, a su vez, favorecían la armonía individual, la armonía en las relaciones familiares, y la armonía en las relaciones entre los gobernantes y sus súbditos.

Ahora, quizás, comprenderemos un poco mejor porque Confucio achacaba el desgobierno y las guerras de la época que vivió, entre otras cosas, a lo que él llamaba “la caída de la música”, y a la ignorancia y el olvido de las normas, ritos y enseñanzas de los maestros de la Antiguedad.
La música china, por tanto, gozó de una importancia y de un protagonismo en su sociedad y en su cultura, mucho mayores del que jamás tuvieron en Occidente, como, por otro lado, lo demuestra el hecho de que, al nacer un príncipe heredero, el maestro de música de palacio debía asistir al parto, y recoger las cinco primeras notas emitidas por el recién nacido. Esas cinco notas servirían para darle un nombre que, de alguna manera, llevaría implícito su destino personal y el de su Reino.
El desarrollo de la música en la Civilización china, aunque fue paralelo e independiente del occidental, en muchos aspectos iba a ir claramente por delante en numerosos hallazgos técnicos y descubrimientos.
Así, por ejemplo, los chinos inventaron el zaqu: un largo poema que iba acompañado de música y que podríamos decir que era el equivalente europeo de los madrigales; y, también el kun: una especie de teatro acompañado de música, y, por tanto, nuestro equivalente de la ópera. La música, acompañada de representaciones teatrales y de poesía, que había sido introducida ya en las ceremonias imperiales de hace aproximadamente cuatro mil años, continuó como práctica chamánica durante la dinastía Shang (1766-1122 a.C.) y acabó desembocando en el zaqu y el estilo operístico kun.
Por otro lado, mientras que los antiguos europeos, gracias a la escuela pitagórica, descubrieron la escala diatónica, los chinos habían establecido una escala pentafónica en un momento tan temprano como el siglo VII a.C.
Los europeos modernos, por su parte, tendrían que esperar hasta el siglo XVII para que el matemático francés Marin Mersenne estableciese la escala cromática musical y descubriera los principios de la dodecafónica, más de medio siglo después de que lo hiciera, por cierto, el músico y matemático chino Zhu Zaiyu, príncipe de la dinastía Ming, en el año 1584.
Los chinos, de la mano, entre otros, de Zhou Dunyi (1017-1073), concedían una importancia fundamental a las matemáticas en la explicación del Universo, de la música, y de la armonía. Zhou Dunyi exploró el origen y los principios que rigen los cuerpos celestes y sus movimientos, e intentó establecer una visión globalizadora, según la cual, todas las cosas y los seres humanos formaban parte de un solo cuerpo, y participaban de la misma Naturaleza.
El sabio, según él, representa la perfección del mundo y es la esperanza para el futuro de los Hombres, gracias a los principios por los que guía su comportamiento, y que son: el Justo Medio (zhong), la sinceridad (cheng), la humanidad (ren), y la rectitud (yi).
“Esta visión del mundo – dice el profesor Xinzhong Yao- presenta un sistema cosmológico-ético que considera las cualidades morales humanas responsables del orden y la armonía del Universo”.

De las posibilidades de la música china, por lo demás, da claro testimonio el hecho de que existiera un número elevado de instrumentos, buena parte de los cuales, eran completamente desconocidos para nosotros, como el guqin o qin (especie de cítara alargada), el pipa (laúd de madera con cuatro cuerdas de seda), el erhu (violín de dos cuerdas sobre una caja cilíndrica recubierta con piel de serpiente), el xiao (flauta hecha de bambú, tradicionalmente con seis agujeros), y así hasta un total de seiscientos, que dan a su música una variedad de tonos, timbres, y matices de una riqueza y una sutilidad extraordinarias. Todos estos instrumentos se dividían en ocho tipos que se relacionaban con los ocho trigramas que aparecen en el I Ching o “Libro de los Cambios”, un tratado de adivinación y de metafísica que formaba también parte de los “Seis Clásicos”, y cuyo estudio y comprensión resultan fundamentales para entender la espiritualidad china. Cada uno de los ocho trigramas se correspondían con un grupo de instrumentos en función de la materia con la que estaban fabricados y que eran: seda (para las cuerdas), bambú, metal, piedra, arcilla, calabaza, madera y cuero.

No debemos olvidar que, para Confucio, la música y la ética participaban de la naturaleza dual de los seres humanos. Ambas debían hundir sus raíces en los principios de Bondad, Orden y Justicia; y sólo entonces producían ese fruto que llamamos Armonía.
Pero, en algún momento, la música también podía desviarse en su discurrir, e incitarnos a llevar un comportamiento licencioso o egoísta, alejado de toda moral (como la famosa música Mimi de nuestro cuento). Esto, en ningún caso, debe interpretarse al pie de la letra. Sin embargo, nos puede servir para entender que este arte, como todos los demás, encierra valores más allá de los puramente estéticos. Para evitar caer en el mal, los hombres debían seguir una determinada educación, esforzándose en el aprendizaje de los antiguos maestros, y, además, fijarse bien en el interior de ellos mismos y escuchar los dictados de su verdadera Naturaleza, en la que estaba también impreso el Camino del Cielo.
No es de extrañar, por tanto, que la música, en la milenaria Civilización de China, comenzara tratando de imitar los sonidos deleitosos de los cielos, los bosques y los ríos, ya que, tal vez, en su simplicidad y en su pureza, pudiéramos hallar la armonía con la que conducir nuestras vidas y guiar todos nuestros actos y comportamientos. En el fondo, todo eso suponía la culminación y el triunfo del Taoísmo sobre las otras corrientes espirituales de la Antigua China. Cuando Lao Tse mencionó en el Tao Te King a los “buenos taoístas de la Antigüedad”, -como asegura Han Shan- en realidad se estaba refiriendo al Emperador Huang Di, el mismo que una febril mañana de invierno, y tras una noche de insomnio, mandó a un sabio a los lejanos bosques del oeste para que fabricara una flauta de bambú.
Por lo demás, sólo hay una referencia en todo el libro de Lao Tse a un instrumento musical, y es precisamente una flauta. En el capítulo V del Tao Te King se dice que “el espacio entre el Cielo y la Tierra es como el interior de una flauta: está vacío, pero no ausente”; y luego, añade que “cuanto más se agita, más sonidos produce”.
La verdadera música, para los taoístas, debería parecerse a ese vacío y al silencio, de la misma forma que “el maestro enseña sólo cuando calla”.
En todo caso, el sabio debía guiar su comportamiento siguiendo la vía del wu-wei, (el no hacer nada) dejando que las cosas siguieran su curso natural. Entonces, quizás, comprenderemos que la verdad nunca estuvo apartada de nosotros, sino que, por el contrario, siempre permaneció, silente, en nuestro interior, y cuando, al fin, lo descubramos, tal vez percibiremos la pureza y el sentido de sonidos como el canto de los pájaros, el agua corriendo, ágil, entre las piedras o el del viento agitando, trémulas, las hojas.


Hace ya cuarenta y ocho siglos que el legendario Emperador Amarillo, Huang Di, soñó una noche que le pareció eterna, que el Imperio se desmoronaba entre el ruido, el caos y la oscuridad: guerras, cítaras, cosechas, sabios, ríos, lágrimas, espadas. El emperador soñó que la paz sólo llegaría cuando despertara con la luz de la mañana, y anheló el sonido de las aves más madrugadoras. En su sueño, Huang Di mandó al sabio Ling Lun a buscar, en los lejanos bosques donde el sol se había puesto, un pedazo de bambú con el que hacer una flauta (era importante no olvidar el número de agujeros). Debía fabricar un instrumento cuya música igualara la belleza del canto de los pájaros y, de esa forma, tal vez, hubiera muy pronto un nuevo amanecer para su Reino.*






* Esta famosa historia se registraba en el Libro de la Música que pereció en la famosa conflagración de la época de la dinastía Qin. Se dice que el sabio que la escribió, aseguraba que sus palabras “producían armonía” y que, permutadas en un orden diferente, formaban parte de un antiquísimo ritual de adivinación y magia. También aseguraba que en ella no había un sólo desenlace, sino infinitos: al menos uno para cada lector y para cada momento. Ellos, y sólo ellos, decidían si la música triunfaba a la postre, o si, finalmente, callaba. Sólo ellos podían optar entre la luz, la oscuridad o las llamas.

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