miércoles, 6 de mayo de 2009

La Música y la Palabra

Existe una arraigada creencia que se remonta a los comienzos más oscuros de algunas civilizaciones, según la cual habría ciertos sonidos capaces de liberar la energía que contienen las palabras, y producir algún tipo de cambio en nuestro interior o en el entorno más inmediato de aquel que las profiere. Esa energía liberada podía ser benéfica, como es el caso de los sonidos-símbolos conocidos con el nombre de mantras en la tradición budista y tibetana; o maléfica y destructora, como es el anatema que generaría pronunciar el Nombre Secreto de Dios en las antiguas religiones del Libro.
La mayoría de nosotros, habitantes descreídos de un mundo profano, alguna vez hemos podido sentir una experiencia, en cierto modo similar, relacionada, en nuestro caso, con la música, ese arte que trata de combinar tiempos y sonidos sobre la base del silencio. La música tendría, en verdad, la capacidad de alterar nuestro estado de ánimo y causarnos alegría, júbilo y, a veces, una euforia inexplicable; o, por el contrario, tristeza y profunda melancolía.
¿No será que, como creían nuestros antepasados culturales más lejanos, era cierta esa antigua leyenda que atribuía a determinados sonidos el fabuloso don de liberar fuerzas inexpicables capaces de alterarnos a nosotros y a nuestro entorno más inmediato?
En la tradición judía se va aún más lejos y, así, los cabalistas aseguran que existen algunas voces en el hebreo con el increible atributo de conjurar energías que crearían de la nada los mismos objetos denominados. En su origen, el lenguaje habría sido creado por Dios con tal poder y perfección, que los objetos y las palabras eran intercambiables entre sí. Probablemente esa fuera la razón por la que, pronunciar el Nombre Secreto de Dios, podía acabar desencadenando una energía descomunal que lo Generara, atrayendo la desgracia y hasta la propia muerte a aquel que lo llegase a realizar.
Los judíos afirmaban que la ignorancia y la debilidad de los hombres habrían acabado por desperdiciar y, a la postre, por relegar al fatal olvido ese precioso y antiguo don que tenían las palabras... o quizás esa pérdida tan sólo fuera el resultado de una simple precaución, fruto del instinto colectivo de supervivencia, que trataba de evitar las terribles consecuencias de su mal uso; o el resultado inevitable de un conocimiento intricadísimo que habría sido guardado con excesivo celo por parte de los pocos sabios que lo dominaban, y que, en algún momento, acabó perdiéndose y olvidándose.
Por su parte, en la tradición tibetana y en el budismo, así como en el hinduismo, la energía desatada que produce la repetición sistemática de los nombres divinos y sus avatares y atributos, resultaría sumamente positiva y podría llegar a liberarnos. Quien haya ejercido la meditación a solas o, más aún, en grupo, y haya cerrado los ojos y, al expirar, pronunciado el sonido “OM”, sabe lo que digo.
Pero no sólo los sonidos y las palabras encierran extraordinarias fuerzas ocultas. En algunas tradiciones, particularmente orientales, también el silencio tendría un asombroso poder, en muchos aspectos incluso superior al de los sonidos.
En nuestra cultura, el poeta y filósofo Miguel de Unamuno llegó a decir: “Dios es Silencio”. Probablemente su afirmación tuviera connotaciones de índole más escéptica que catártica o liberadora, pero de lo que no cabe ninguna duda es de que en muchas culturas de China y de la India, ese silencio se dota de un profundo significado que lo convierte en el centro armónico que aúna los contrarios y equilibra la capacidad creadora-destructora del universo.
En todo caso, podríamos concluir que todos estos elementos: sonidos, silencios y, a veces, también palabras, convenientemente permutados en el tiempo, conformarían el arte que nos ocupa, y si las palabras, los sonidos y los silencios poseen un poder demiúrgico y transformador, ¿cómo no habría de tenerlo la propia Música que los emplea y combina a todos ellos en una armonía perfecta y definitiva?

Es posible que nosotros, escépticos occidentales que vivimos en un siglo donde la razón, la ciencia y la técnica han llegado a su máximo apogeo, no podamos explicarnos del todo la magia que nace de una simple melodía; el misterio de un aria vibrando trémula en nuestro oído; o el hechizo de una sinfonía que nos cautiva y nos fascina, nos arrebata y nos transporta, hasta llevarnos a un remoto lugar donde ya nada importa salvo la pura belleza.
De repente, transportados, sentimos como surge en nuestro interior una emoción irrepimible y sincera, y, al fin, una lágrima brota de nuestros ojos. Es como si nos renovásemos por dentro.
Cada vez que lloramos es como si volviéramos a nacer.

A veces, escuchando una sencilla aria de Bach, una voz iluminada por Händel o los violines más alegres de Vivaldi, he llegado a creer que toda la magia que existe en el mundo era verdadera. He llegado a pensar, en un arrebato de inmoderado optimismo, que tal vez, sólo tal vez, Dios existe de verdad, y que la música me lo puede mostrar en todo su maravilloso e inefable esplendor.

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