miércoles, 6 de mayo de 2009

La flauta mágica

La primera vez que leí el libreto de la ópera “Die Zauberflöte”, me vinieron a la mente dos sensaciones en buena medida contrapuestas: Por un lado, aún perduraba en mí la huella de una música única y deslumbrante, como cuando posamos nuestros ojos directamente sobre el sol, y, tras apartarlos, una luz extrema continuara cegando nuestras retinas.
Por otro lado, me subyugaba y llenaba de dudas cierta decepción por un texto que, en mi opinión, no estaba en consonancia con la excelencia de su música.
El argumento de la obra me parecía de una simplicidad bastante ingenua, como si se tratara de un cuento para niños escrito sin ambición literaria alguna. Su autor, el enigmático Emanuel Schikaneder, probablemente buscaba asegurar el éxito y la comprensión de una ópera destinada a representarse en un pequeño teatro popular, muy alejado de las élites cultas de la Viena de finales del XVIII.
Aún así, yo debía tener muy presente una exégesis que no ha cesado, hasta hoy, de propagar la leyenda de una obra, al parecer, repleta significados metafísicos y de abundante simbología espiritual. De alguna manera, todavía mantenía la esperanza de encontrar ciertos valores ocultos en ese texto, de cuya calidad poética dudaba, y que, a primera vista, me parecía más bien insustancial.
Y así, me embarqué en una búsqueda en la que hallé de todo: números que eran símbolos, alegorías varias, múltiples interpretaciones... Una de las que más me gustaron fue la que relacionaba la flauta y las campanillas de plata que les entregan a Tamino y Papageno las Tres Damas, y que en la obra aparecen provistos de un enorme poder mágico, con ciertas corrientes del pensamiento hindú, y, concretamente, con el Matrika-Yoga, según el cual, determinados sonidos tendrían un poder de transformación increíble.
También llegué a leer algo acerca de un complot masónico, a mi entender bastante infundado, y que, supuestamente, habría terminado con el envenenamiento del joven Mozart por revelar algunos secretos de la Orden. Eso explicaría, según sus partidarios, la temprana e inesperada muerte del compositor.
Sin embargo, el cuadro se me antojaba incompleto y borroso en su mayor parte, y, aunque ciertas interpretaciones me parecían más plausibles que otras, intuía que algo no acababa de encajar del todo. Esa opinión era el motivo que me impedía rellenar el vacío de una letra, cuyo valor más probable, acaso, emanaba de la belleza de sus sonidos o del prodigio vocal de los artistas, más que de lo que realmente pudieran significar.
Además, no dejaba de perseguirme la imagen emplumada de Papageno con su ridículo disfraz de pájaro y sus vulgares comentarios, que, a mi modo de ver, le apartaban de la grandeza dramática de aquellos personajes que parecían destinados a transmitir conocimientos profundos e imperecederos.
Fue esa imagen imborrable de un hombre disfrazado de pájaro, (cuando pienso en la Flauta Mágica lo primero que me viene a la mente es la estampa de Papageno) la que me dió la clave para atreverme con mi propia interpretación de la obra, que, debo aclarar de antemano, no se produce como resultado de investigaciones sistemáticas de ningún tipo, sino que son producto del azar y de algunas viejas lecturas recuperadas. Se trata, por tanto, de una hipótesis aventurada y probablemente errónea, y, aún así, tal vez sea digna de ser comentada.
Por ese motivo, me gustaría apelar a la liberalidad de los lectores, que sabrán perdonar mi atrevimiento e improvisación, así como mi indudable falta de rigor científico.
Pues bien, me hallaba en casa releyendo uno de mis libros favoritos, Ficciones de Jorge Luis Borges, y, al final de uno de sus cuentos, El acercamiento a Almótasim, el autor lleva a cabo una de esas digresiones que tanto le gustaban, para proveer de apariencia de ensayo erudito algo que iba a terminar en fantasía desatada. Borges dice: “En el decurso de esta noticia me he referido al Mantiq al-Tayr (Coloquio de los pájaros), del místico persa Farid al-Din Abú Talib Muhámmad ben Ibrahim Attar, a quien mataron los soldados de Tule, hijo de Zingis Jan, cuando Nishapur fue expoliada...” Y esa sería la chispa que iba a alumbrar mi mente: la imagen de los pájaros asociada con Papageno y con Fariduddin Attar, el Farmacéutico, también conocido por Attar de Nishapur, uno de los maestros sufís más importantes de todos los tiempos. Comoquiera que el sufismo se encontraba detrás de todas las religiones y sociedades secretas, entre las que la Masonería no es una excepción, tal vez la Flauta Mágica estuviese también relacionada con el pensamiento sufi, y, concretamente con el Coloquio de los pájaros de Attar de Nishapur.
El hecho de que el tema de la ópera sea la búsqueda del amor (Tamino-Pamina y Papageno-Papagena), y que precisamente sea el Amor el fundamento último del sufismo, no hacía sino aumentar mis expectativas de haber encontrado una posible conexión entre ambas obras.
No podemos olvidar que los sufís tradicionalmente transmitían sus conocimientos a través de cuentos y de chistes, de apariencia banal, ni tampoco que el maestro Rumi dijo que “Attar atravesó las siete ciudades del amor, y nosotros sólo hemos llegado a una de sus calles”.
Para confirmar mis primeras sospechas, acudí al tratado de Idries Shah “Los Sufis” y me encontré con algunas coincidencias que me llevaron a pensar que, tal vez, no se trataba de simples casualidades.
Idries Shah en su libro dice: “ En la orden de Khidr (que es San Jorge y también Khidr, patrón de los sufís, el guía oculto), que aún existe en la actualidad, se citan pasajes del Parlamento de los pájaros de Attar. [...] El libro fue escrito unos ciento setenta años antes de la misteriosa orden de la Jarretera, que originariamente se conocía como orden de San Jorge.”
¿Y qué relación tiene esto -se preguntarán ustedes- con la Flauta Mágica de Mozart? Pues que al inicio de la obra aparece el príncipe Tamino perseguido por una serpiente enorme. Cae al suelo desmayado y llegan para salvarle las Tres Damas de la Reina de la Noche, que le ayudarán fascinadas por su belleza. Luego, entra en escena Papageno (el hombre-pájaro), que se atribuye el mérito de haber vencido al monstruo. Como todos nosotros sabemos San Jorge es el héroe que mató al dragón, “símbolo de la animalidad salvaje que debe ser domeñada por la energía disciplinada” (Diccionario de símbolos de Hans Biedermann, quien añade que “[los dragones] se configuran como reptiles, que recuerdan ocasionalmente a cocodrilos alados o serpientes gigantes.”)
Richard Wagner en su “Sigfrido” también empleó el símbolo del dragón como primera prueba que debía salvar el héroe en el proceso de superación de sí mismo, y así, el protagonista matará al dragón Pfafnir en cuya sangre debía bañarse.
¿Pero cuál es el significado último de la obra de Attar de Nishapur, el Coloquio de los Pájaros? “Los pájaros, –dice Idries Shah - que representan la humanidad, son convocados por la abubilla –el sufi- que les propone comenzar la búsqueda de su misterioso rey...” Borges, en El acercamiento a Almótasim, resume el poema de la siguiente manera: “El remoto rey de los pájaros, el Simurg, deja caer en el centro de la China una pluma espléndida; los pájaros resuelven buscarlo hartos de su antigua anarquía. Saben que el nombre de su rey quiere decir treinta pájaros; saben que su alcázar está en el Kaf, la montaña circular que rodea la Tierra. Acometen la casi infinita aventura; superan siete valles, o mares; el nombre del penúltimo es Vértigo; el último se llama Aniquilación. Muchos peregrinos desertan; otros perecen. Treinta, purificados por los trabajos, pisan la montaña del Simurg. Lo contemplan al fin: perciben que ellos son el Simurg y que el Simurg es todos y cada uno de ellos.”
Se trata, por tanto, del ideal sufi de la unidad esencial de todas las cosas, o, en palabras del propio Attar: “El cuerpo no es diferente del alma, porque es parte de ella; y ambos son partes del Todo.” Para algunos autores, Pamina es el alma de Tamino y, por eso ambos deben enfrentarse conjuntamente a las pruebas que les permitirán hallar el camino a la iniciación. En cualquier caso, el amor es la fuerza que nos lleva al conocimiento y a la unidad en el otro, y, en última instancia, a la identificación con el Todo.
Sin embargo, quisiera hacer especial hincapié en el diálogo entre la abubilla y el ruiseñor contenido en el libro de Attar, ya que nos da la pista definitiva sobre la posible conexión entre éste y la ópera de Mozart. “En el intercambio entre la abubilla y el ruiseñor –dice Idries Shah- Attar expone la inutilidad del éxtasis de los místicos [...] que no están en contacto con la vida humana. El ruiseñor se adelantó, fuera de sí en su fervor, y dijo: -“Yo conozco los secretos del amor. Durante toda la noche entono mi llamada amorosa. Yo mismo enseño los secretos; y mi canción es el lamento de la flauta mística y los gemidos del laúd. –“
Attar de Nishapur, en su Coloquio de los pájaros, habla, por tanto, de una “flauta mística”, que sería el instrumento que nos llevaría a encontrarnos en el amor.
Pero, según el propio Attar, el amor no podía detenerse en las meras apariencias; sino que debería ir un poco más allá, aunque eso no estaría al alcance de las personas normales como nosotros, y quedaría reservado tan sólo a aquellos que los sufis llaman “Hombres Perfeccionados”, del que Tamino quizás sea una metáfora, como las personas corrientes lo somos de Papageno y Papagena.
Pájaros que dialogan, el canto de una diva, la búsqueda del amor y su lenguaje, dragones, héroes que deben iniciarse y superar ciertas pruebas, flautas mágicas o místicas...

Para Ibn el-Arabí “la belleza humana estaba íntimamente conectada con la realidad divina, y los poemas de amor, como cualquier otra cosa, pueden reflejar para el sufi una completa y coherente experiencia de la divinidad”.
Así pues, el amor debía llevarnos a alcanzar las esferas más altas y permitirnos permanecer en ellas; y el arte, a través de la belleza, podría facilitarnos ese viaje o transición.

La música de Mozart, como el aria que entona la Reina de la Noche (Der Hölle Rache kocht in meinem Herzen), nos llega como un soplo divino envuelto de magia, misterio y emoción; y tras haber recorrido los mares y los desiertos del mundo, como los treinta pájaros que por fin contemplaron el Simurg, debía dejarnos un mensaje de amor en forma de lejanísima reminiscencia: la imagen o el recuerdo de una pluma espléndida, o el aire leve del canto de un ave, invocando, una y otra vez y para siempre, las mismas palabras que pronunció el “más Grande Maestro”, Ibn el-Arabí, y que ahora repetimos nosotros para vernos reflejados en ellas, como en un juego de espejos que no ha de cesar jamás:

El Amor es mi credo; dondequiera que vayan
sus camellos, el Amor sigue siendo mi credo y mi fe.

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