En un ensayo titulado “Tres horas en el museo del Prado” el filósofo y crítico español Eugenio D´ors, siguiendo las tesis del escultor Hildebrand, afirmaba que cualquier obra de arte debía contener dos tipos de valores formales: uno, que llamaba espacial o arquitectural, pues toda creación se relaciona, de alguna manera, con la geometría, debiéndose presentarse en un espacio dado (tal vez, añadiría yo, como tributo necesario de nuestra dimensión más material); y otro, que llamaba expresivo o musical, porque toda forma encierra algún significado o contiene una determinada fuerza emotiva.
Siendo esto verdad, había, sin embargo, ciertas artes, como la escultura o la arquitectura, en las que los valores espaciales eran ciertamente predominantes; y artes como la música o la poesía en las que los valores expresivos destacaban sobremanera por su evidente condición de artes no visuales.
Podríamos afirmar, por tanto, que hay artes espaciales, esto es, formas de expresión artísticas relacionadas necesariamente con las tres dimensiones clásicas del espacio euclidiano, fundamentalmente la arquitectura y la escultura; y artes temporales, mucho más próximas a la misteriosa e inaprensible cuarta dimensión, como son la música o la poesía, que, no en vano, Antonio Machado definió como “la palabra en el tiempo”.
La Pintura, ocuparía, dentro de todo este esquema teórico, una posicón central en relación con las demás artes, pesando en ella, en principio de manera similar, tanto los valores espaciales como los expresivos o musicales.
Sin embargo, y volviendo a las tesis dorsianas, habría pintores en los que predominaban los valores más relacionados con la geometría, como Poussin o Mantegna, y pintores que se inclinaban por los valores expresivos o musicales y donde destacaba, sobre todo, la inmortal obra del Greco, pintor que define D´ors, en expresión especialmente afortunada, como "el pintor de las formas que vuelan".
Los artistas más afectos a los valores espaciales, se caracterizan por sus líneas sencillas y serenas, por sus formas estables, y por el predominio del dibujo sobre el color. Por el contrario, en los pintores más “musicales”, los contornos se diluían, las líneas se volvían sinuosas y el color adquiría protagonismo en detrimento del dibujo y de las formas fijas.
En general, y a mi modo de ver las cosas, podríamos decir que la Historia de la Pintura es la historia de la “musicalización” de la Pintura, pues los valores expresivos o musicales han ido ganando terreno sobre los espaciales o arquitecturales.
A partir de Francisco de Goya, la pintura ha ido borrando progresivamente la definición en el dibujo, hasta llegar, primero al impresionismo y, finalmente, a la más completa de las abstracciones; ha ido también aumentando la importancia de los colores, hasta desembocar en el fauvismo; y ha ido ganando en fuerza emocional, para terminar en el expresionismo pictórico. La única excepción a todo esto tal vez haya sido la del movimiento cubista, que, sin embargo, podría haber tomado un camino diferente en su busca de la “musicalización”: Picasso habría perseguido, a lo largo de toda su obra, pintar la esencia del Tiempo; y, en otras ocasiones, como en el “Guernica”, el desgarro anímico que produce su visión de la guerra, lo situaría a medio camino entre la abstracción y el arte más expresionista.
La “musicalización” del arte pictórico se podría haber producido siguiendo dos vías diferntes: una, por los partidarios del arte por el arte, y otra, por aquellos que favorecen un arte más “comprometido”.
Entre los primeros destacarían los impresionistas, preocupados sobre todo por la superación de las formas en la pintura y por el papel tan importante que juegan el color y la luz, así como la dificil representación del instante, y, por tanto, de la fugacidad y del tiempo. A este grupo pertenecerían también los pintores abstractos. Kandinsky, de quien hemos oído decir que su sueño siempre fue llegar a pintar la Música, afirmaba que la pintura debía basarse en el lenguaje de los colores, y en su ensayo “De lo espiritual en el Arte” publicado en 1911, establece las propiedades emocionales de cada tono y de cada color. Según el pintor ruso, la fuerza emocional de los colores debía ser equivalente a la de las notas musicales. También en la música tradicional china se ordenaban los distintos instrumentos musicales según el material del que estaban fabricados, y de acuerdo al “color de sus sonidos”. Además, se decía que toda música tenía un momento del año en la que debía ser interpretada, y, así, la música en la que abundaban las notas amarillas, debía ejecutarse a mitad del año, pues, no en vano, ese color ocupa aproximadamente el centro del espectro; el rojo, por su parte, era el color del verano, y su música debía ser animosa y entusiasta; el azul, era el color del invierno, una música mucho más profunda y sosegada. Para los antiguos chinos, como para Kandisnky, la armonía de las notas musicales se parecía mucho a la armonía de los colores.
Pero, retomando de nuevo el hilo de nuestra argumentación, decíamos que había una segunda forma de “musicalizar” la pintura: la de los artistas más “comprometidos”. Cuando El Greco, precursor de toda la pintura moderna, estilizaba sus figuras, se decía que tal vez padeciese astigmatismo. Nada más lejos de la realidad: el cretense alargaba las formas para espirtualizarlas y los colores tendían al gris y al azul para dotarlos de pureza y de un aire de cierta austeridad monacal, imbuida, como estaba toda su alma, de religión y de paisajes castellanos. Su pintura es el triunfo definitivo de la subjetivización en el arte, y, por eso, toda su obra resulta tan actual.
A esta vía de un arte comprometido con los anhelos y los problemas de los hombres, pertenecerán también Goya y los expersionistas como Münch, Ensor o Kokoschka, pero, sobre todo, uno mis artistas predilectos: Vincent Van Gogh. Al genial pintor holandés se le suele clasificar en el grupo de los post-impresionistas por la técnica que utilizaba en la ejecución de sus cuadros: el traslado del estudio a los espacios abiertos, la aplicación directa de los colores sobre el lienzo, y los trazos vehementes, y, en su caso, arrebatados, que debían mezclarse en la retina del espectador... Pero la temática de sus obras no siempre coincidía con la eminentemente paisajista de los impresionistas franceses. Tampoco retrataba bailarinas como Degas. Van Gogh sentía cierta inclinación por determinados asuntos sociales. La clave de su originalidad intransferible tal vez se encuentre en algunas notas de su biografía: el descubrimiento de su vocación religiosa que le llevó a ejercer como pastor protestante en la región minera de Borinage, y sus primeros dibujos, siempre copias de cuadros de Millet, el pintor social por excelencia. Un autor impresionista nunca hubiera podido pintar un cuadro como el que podemos contemplar en la galería Pushkin de Moscú: el patio de una cárcel con los presos vigilados muy de cerca por los celadores y donde el azul omnipresente de la obra crea una atmósfera cerrada y opresiva. En ese sentido, la pintura de Van Gogh nos aparece íntimamente conectada con la del Greco. Lo que pinta no son las cosas, sino su visión de las cosas. Sus pinceladas atormentadas y violentas; sus cipreses elevándose a lo más alto en busca de una espiritualidad que la tierra no hace sino negarnos; su predominio de los amarillos, azules y marrones; o la visión de esos pájaros negros, que, como en uno de sus últimos cuadros, sobrevuelan un campo de trigo que el viento agita con violencia, y que son el presagio final de su destino aciago.
La obra de Van Gogh supone la culminación de la subjetividad en el arte de la pintura, de la musicalidad y de la expresividad, y todo ello por la vía de un arte comprometido, un arte que es, en sí mismo, una búsqueda espiritual constante.
No es de extrañar, pues, que dijera, en una de las cartas que escribió a su hermano Theo:
“A veces, tengo... una terrible necesidad... ¿diré la palabra?... de religión. Entonces salgo por la noche y pinto las estrellas”. En su obra podemos apreciar el triunfo definitivo del Arte como anhelo espiritual, y nunca nos parece tan grande su búsqueda como cuando le vemos abandonarse al sonido de una música donde predominan las notas de color negro; un sonido al que sucumbiría y que tal vez sintiera llegar, ignoto y en la oscuridad, de lo más profundo de la Noche.
Siendo esto verdad, había, sin embargo, ciertas artes, como la escultura o la arquitectura, en las que los valores espaciales eran ciertamente predominantes; y artes como la música o la poesía en las que los valores expresivos destacaban sobremanera por su evidente condición de artes no visuales.
Podríamos afirmar, por tanto, que hay artes espaciales, esto es, formas de expresión artísticas relacionadas necesariamente con las tres dimensiones clásicas del espacio euclidiano, fundamentalmente la arquitectura y la escultura; y artes temporales, mucho más próximas a la misteriosa e inaprensible cuarta dimensión, como son la música o la poesía, que, no en vano, Antonio Machado definió como “la palabra en el tiempo”.
La Pintura, ocuparía, dentro de todo este esquema teórico, una posicón central en relación con las demás artes, pesando en ella, en principio de manera similar, tanto los valores espaciales como los expresivos o musicales.
Sin embargo, y volviendo a las tesis dorsianas, habría pintores en los que predominaban los valores más relacionados con la geometría, como Poussin o Mantegna, y pintores que se inclinaban por los valores expresivos o musicales y donde destacaba, sobre todo, la inmortal obra del Greco, pintor que define D´ors, en expresión especialmente afortunada, como "el pintor de las formas que vuelan".
Los artistas más afectos a los valores espaciales, se caracterizan por sus líneas sencillas y serenas, por sus formas estables, y por el predominio del dibujo sobre el color. Por el contrario, en los pintores más “musicales”, los contornos se diluían, las líneas se volvían sinuosas y el color adquiría protagonismo en detrimento del dibujo y de las formas fijas.
En general, y a mi modo de ver las cosas, podríamos decir que la Historia de la Pintura es la historia de la “musicalización” de la Pintura, pues los valores expresivos o musicales han ido ganando terreno sobre los espaciales o arquitecturales.
A partir de Francisco de Goya, la pintura ha ido borrando progresivamente la definición en el dibujo, hasta llegar, primero al impresionismo y, finalmente, a la más completa de las abstracciones; ha ido también aumentando la importancia de los colores, hasta desembocar en el fauvismo; y ha ido ganando en fuerza emocional, para terminar en el expresionismo pictórico. La única excepción a todo esto tal vez haya sido la del movimiento cubista, que, sin embargo, podría haber tomado un camino diferente en su busca de la “musicalización”: Picasso habría perseguido, a lo largo de toda su obra, pintar la esencia del Tiempo; y, en otras ocasiones, como en el “Guernica”, el desgarro anímico que produce su visión de la guerra, lo situaría a medio camino entre la abstracción y el arte más expresionista.
La “musicalización” del arte pictórico se podría haber producido siguiendo dos vías diferntes: una, por los partidarios del arte por el arte, y otra, por aquellos que favorecen un arte más “comprometido”.
Entre los primeros destacarían los impresionistas, preocupados sobre todo por la superación de las formas en la pintura y por el papel tan importante que juegan el color y la luz, así como la dificil representación del instante, y, por tanto, de la fugacidad y del tiempo. A este grupo pertenecerían también los pintores abstractos. Kandinsky, de quien hemos oído decir que su sueño siempre fue llegar a pintar la Música, afirmaba que la pintura debía basarse en el lenguaje de los colores, y en su ensayo “De lo espiritual en el Arte” publicado en 1911, establece las propiedades emocionales de cada tono y de cada color. Según el pintor ruso, la fuerza emocional de los colores debía ser equivalente a la de las notas musicales. También en la música tradicional china se ordenaban los distintos instrumentos musicales según el material del que estaban fabricados, y de acuerdo al “color de sus sonidos”. Además, se decía que toda música tenía un momento del año en la que debía ser interpretada, y, así, la música en la que abundaban las notas amarillas, debía ejecutarse a mitad del año, pues, no en vano, ese color ocupa aproximadamente el centro del espectro; el rojo, por su parte, era el color del verano, y su música debía ser animosa y entusiasta; el azul, era el color del invierno, una música mucho más profunda y sosegada. Para los antiguos chinos, como para Kandisnky, la armonía de las notas musicales se parecía mucho a la armonía de los colores.
Pero, retomando de nuevo el hilo de nuestra argumentación, decíamos que había una segunda forma de “musicalizar” la pintura: la de los artistas más “comprometidos”. Cuando El Greco, precursor de toda la pintura moderna, estilizaba sus figuras, se decía que tal vez padeciese astigmatismo. Nada más lejos de la realidad: el cretense alargaba las formas para espirtualizarlas y los colores tendían al gris y al azul para dotarlos de pureza y de un aire de cierta austeridad monacal, imbuida, como estaba toda su alma, de religión y de paisajes castellanos. Su pintura es el triunfo definitivo de la subjetivización en el arte, y, por eso, toda su obra resulta tan actual.
A esta vía de un arte comprometido con los anhelos y los problemas de los hombres, pertenecerán también Goya y los expersionistas como Münch, Ensor o Kokoschka, pero, sobre todo, uno mis artistas predilectos: Vincent Van Gogh. Al genial pintor holandés se le suele clasificar en el grupo de los post-impresionistas por la técnica que utilizaba en la ejecución de sus cuadros: el traslado del estudio a los espacios abiertos, la aplicación directa de los colores sobre el lienzo, y los trazos vehementes, y, en su caso, arrebatados, que debían mezclarse en la retina del espectador... Pero la temática de sus obras no siempre coincidía con la eminentemente paisajista de los impresionistas franceses. Tampoco retrataba bailarinas como Degas. Van Gogh sentía cierta inclinación por determinados asuntos sociales. La clave de su originalidad intransferible tal vez se encuentre en algunas notas de su biografía: el descubrimiento de su vocación religiosa que le llevó a ejercer como pastor protestante en la región minera de Borinage, y sus primeros dibujos, siempre copias de cuadros de Millet, el pintor social por excelencia. Un autor impresionista nunca hubiera podido pintar un cuadro como el que podemos contemplar en la galería Pushkin de Moscú: el patio de una cárcel con los presos vigilados muy de cerca por los celadores y donde el azul omnipresente de la obra crea una atmósfera cerrada y opresiva. En ese sentido, la pintura de Van Gogh nos aparece íntimamente conectada con la del Greco. Lo que pinta no son las cosas, sino su visión de las cosas. Sus pinceladas atormentadas y violentas; sus cipreses elevándose a lo más alto en busca de una espiritualidad que la tierra no hace sino negarnos; su predominio de los amarillos, azules y marrones; o la visión de esos pájaros negros, que, como en uno de sus últimos cuadros, sobrevuelan un campo de trigo que el viento agita con violencia, y que son el presagio final de su destino aciago.
La obra de Van Gogh supone la culminación de la subjetividad en el arte de la pintura, de la musicalidad y de la expresividad, y todo ello por la vía de un arte comprometido, un arte que es, en sí mismo, una búsqueda espiritual constante.
No es de extrañar, pues, que dijera, en una de las cartas que escribió a su hermano Theo:
“A veces, tengo... una terrible necesidad... ¿diré la palabra?... de religión. Entonces salgo por la noche y pinto las estrellas”. En su obra podemos apreciar el triunfo definitivo del Arte como anhelo espiritual, y nunca nos parece tan grande su búsqueda como cuando le vemos abandonarse al sonido de una música donde predominan las notas de color negro; un sonido al que sucumbiría y que tal vez sintiera llegar, ignoto y en la oscuridad, de lo más profundo de la Noche.
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