En esa época borrosa y lejanísima que los historiadores denominan "Edad de los Metales", y, más aún, en el periodo que conocemos con el nombre de Antigüedad, la música y la poesía nacieron muy unidas y estrechamente vinculadas a la danza. En las ocasiones en las que se llevaba a cabo su representación, los actores buscaban un objetivo litúrgico y sagrado principal: el de trasmitir ciertos valores morales y religiosos a sus espectadores. A pesar de eso, entretener, enseñar y emocionar, eran razones que no se estorbaban entre sí. Con el pasar del tiempo, el entretenimiento y la emoción irán cobrando cada vez mayor protagonismo en la música, si bien esa función sagrada primitiva con la que nació, nunca será abandonada del todo, alcanzando, ya en nuestra época, altísimas cotas de espiritualidad y belleza en autores como Händel, Bach o Tomás Luis de Victoria.
Aparte de la danza, arte que no busca sino expresar la música, visualizándola, y centrándonos en la literatura; durante muchas centurias, y con anterioridad al nacimiento de la imprenta, las historias se contaban cantándolas, porque, además de perseguir un efecto estético determinado, se valían de la rima para que pudieran ser recordadas con mayor facilidad.
En la Europa Moderna y Contemporánea la música y la poesía habrían de reencontrarse en muchas ocasiones en las que, o bien se ponía música a un texto literario (Don Juan, Carmen, Tristán e Isolda...), o bien la música era la excusa o incluso el modelo para la creación literaria. Así podemos decir que sucede en “el poema del Cante Jondo” de Federico García Lorca, que aspiraba a reflejar la esencia del flamenco y, al mismo tiempo, bebía de él; o en ciertos relatos de Cortázar, como el ”El perseguidor”, en el que Johnny Carter, un saxofonista alcoholizado y adicto a la marihuana, buscaría en la música de jazz el sentido de la existencia, encontrando en ella cierta espiritualidad laica que lo elevaría por encima de su condición más miserable; o, más aún, en toda la obra de Novalis, donde la Realidad se nos aparece como en un sueño, y el Tiempo y el Espacio se desdibujan para dejar paso a un mundo que tanto se parece al de la música clásica. Se ha dicho que la obra de Novalis, a menudo, no narraba acontecimientos, sino que buscaba reproducir estados de ánimo y por eso resultaba tan esencialmente musical.
Durante el Romanticismo se propuso la “Teoría de la iluminación recíproca de las Artes”. Herder, siguiendo sus postulados, creía que la música era el modelo al que debían tender todas las creaciones humanas que perseguían un fin estético. El filósofo alemán vinculaba la música al lenguaje primitivo, y como Schelling, buscaría en la sinrazón de los sonidos armoniosos, y en las alegorías y las metáforas de los poemas, colmar o, tal vez, simplemente mostrar, su insaciable anhelo de Infinito.
La poesía, ya desde aquellos tiempos remotos, habría guardado, de su relación con la música, el ritmo y la rima; amén de esa figura retórica que conocemos con el nombre de onomatopeya. Todos estos elementos resultan tan consustanciales a un poema que, aunque decirlo sea un tópico, ya nadie pone en duda la imposibilidad de traducir la poesía y, por ello, algunos grandes escritores, como Jorge Luis Borges, ya no hablarán de traducción, sino de recreación y de “tomar el texto como pretexto”.
Desde el punto de vista técnico-poético, deberemos hacer mención de la expresividad rítmica y fonética, íntimamente conectadas a través de tres elementos como son el ritmo, la rima y la métrica. Sobre los dos últimos no me extenderé por ser de todos muy conocida su función y naturaleza. Sí quisiera detenerme un poco más en ese elemento de fondo, mucho más dificil de explicar, pero que resulta imprescindible en un poema y que no es otro que el ritmo. La poesía a partir del siglo XX empezó a prescindir de la métrica y de la rima, pero jamás pudo renunciar a esa música interior y misteriosa que surge del ritmo, y que hace que unos versos puedan resultar bellos a pesar de carecer de número y de las concordancias que proporcionan las dulces repeticiones fónicas, y eso es algo tan importante que incluso aquellos poetas que buscaron adrede la ruptura de la palabra o de la frase en diferentes hemistiquios, como Fray Luis de León, perseguían un objetivo estético determinado. Nuestro poeta belmontino, consciente de su naturaleza efímera y material, aspiraba a la armonía desde la falta de ella, y, para conseguirlo, se valía de una técnica conocida como “encabalgamiento”. Así lo podremos apreciar en la "Oda a Salinas", uno de los poemas más bellos que ha dado la literatura en lengua española, dedicado al músico y compañero suyo de la Universidad de Salamanca, Francisco Salinas :
El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música estremada
por vuestra sabia mano gobernada.
[...]
Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es la fuente y la primera.
[...]
En estos últimos versos, Fray Luis de León se refiere a la Música de las esferas, y a la aspiración de los antiguos griegos de alcanzar una Música Ideal, reflejo de la Armonía del Mundo, y que, en última instancia, serviría para iluminar todas las músicas y las demás artes, así como guiar al Universo por el sendero de la Perfección, de donde venía, y del cual no se debía desviar.
Sin embargo, a pesar de la importancia del ritmo y de la rima, el recurso poético que está más relacionado con la música probablemente sea la "onomatopeya", esa figura retórica que busca sugerir acústicamente un objeto, una acción o una sensación mediante fonemas, como podemos comprobar en los versos citados por Carlos Bousoño en su “Teoría de la expresión poética”:
Allí el limonero que sorbe al sol su jugo agraz en la mañana virgen.
“Para producir la sensación de agriedad, - dice Bousoño- el poeta utilizaba sonidos consonánticos como s-rb (sorbe), j-g (jugo), gr-z (agraz) y v-rg (virgen).”
Este mismo recurso es el utilizado por otro de los poetas más musicales de nuestra lengua, como es Rubén Darío. No podemos olvidar su famosa princesa suspirante, que estaba triste y no decía palabra:
Está mudo el teclado de su clave sonoro...
El sonido consonántico cl es de una musicalidad extrema en castellano. Y también en estos otros:
El pito de su pito repite el pito real.
Aquí, los fonemas pi, pi, pi, imitan claramente el sonido del mencionado instrumento de viento.
Pero dejando ya de lado todos estos elementos técnicos y formales, y volviendo a lo que decíamos al principio de este artículo, hay una razón de fondo que ha persistido, ya desde los primeros músicos y poetas de la Antigüedad, y, aún antes, pasando por la obra de Bach o Fray Luis de León, hasta nuestros días: el hilo umbilical que les habría mantenido unidos sería la búsqueda constante de un sentido espiritual en el arte y en la vida, pues aún siendo verdad que eso mismo pudiera predicarse de las demás artes, en ninguno como en la música y la poesía, artes etéreas y temporales por excelencia, y únicas capaces de capturar la magia intangible del momento, habría resultado tan decisivo y consustancial tanto en sus orígenes como en su desarrollo temático posterior.
Desde ese punto de vista, podremos entender a Bruno, el crítico de jazz que cuenta la historia de Johnny Carter en “el perseguidor” de Cortázar. Su protagonista vive en un mundo asolado por el nihilismo, y, quizás por ello, Bruno afirme que “le gustaría poder llamar metáfisica a la música de Johnny”, el cual parecía “...contar con ella para morder en la realidad que se le escapa todos los días.” La música, como el poema, sigue sin abandonar esa función de búsqueda espiritual en la que se afanaron aquellos lejanos antepasados nuestros, a pesar de que hoy apenas pretenda trasmitir valores morales o religiosos. Seguramente, todos nosotros nos sentiremos más próximos a seres como Johnny Carter, “... un pobre diablo enfermo y vicioso y sin voluntad y lleno de poesía y de talento” porque nuestra visión del mundo está mucho más cercana a él, habitante de una gran ciudad de mediados del siglo XX, que a la de los hierofantes de las colinas de Asia Menor o de la Antigua Grecia. Esa era para Johnny la función de la música de jazz, si no trasmitir una verdad moral o divina, sí al menos dotarle de un alma que diese sentido a su existencia, y le permitiera recrearse y gozar de la genialidad del momento y de esos instantes mágicos surgidos de la improvisación. La música lo habría de elevar por encima de su condición más animal, dándole la débil esperanza de poder escapar del vacío y del absurdo en el que se anegaba su miserable vida.
Aparte de la danza, arte que no busca sino expresar la música, visualizándola, y centrándonos en la literatura; durante muchas centurias, y con anterioridad al nacimiento de la imprenta, las historias se contaban cantándolas, porque, además de perseguir un efecto estético determinado, se valían de la rima para que pudieran ser recordadas con mayor facilidad.
En la Europa Moderna y Contemporánea la música y la poesía habrían de reencontrarse en muchas ocasiones en las que, o bien se ponía música a un texto literario (Don Juan, Carmen, Tristán e Isolda...), o bien la música era la excusa o incluso el modelo para la creación literaria. Así podemos decir que sucede en “el poema del Cante Jondo” de Federico García Lorca, que aspiraba a reflejar la esencia del flamenco y, al mismo tiempo, bebía de él; o en ciertos relatos de Cortázar, como el ”El perseguidor”, en el que Johnny Carter, un saxofonista alcoholizado y adicto a la marihuana, buscaría en la música de jazz el sentido de la existencia, encontrando en ella cierta espiritualidad laica que lo elevaría por encima de su condición más miserable; o, más aún, en toda la obra de Novalis, donde la Realidad se nos aparece como en un sueño, y el Tiempo y el Espacio se desdibujan para dejar paso a un mundo que tanto se parece al de la música clásica. Se ha dicho que la obra de Novalis, a menudo, no narraba acontecimientos, sino que buscaba reproducir estados de ánimo y por eso resultaba tan esencialmente musical.
Durante el Romanticismo se propuso la “Teoría de la iluminación recíproca de las Artes”. Herder, siguiendo sus postulados, creía que la música era el modelo al que debían tender todas las creaciones humanas que perseguían un fin estético. El filósofo alemán vinculaba la música al lenguaje primitivo, y como Schelling, buscaría en la sinrazón de los sonidos armoniosos, y en las alegorías y las metáforas de los poemas, colmar o, tal vez, simplemente mostrar, su insaciable anhelo de Infinito.
La poesía, ya desde aquellos tiempos remotos, habría guardado, de su relación con la música, el ritmo y la rima; amén de esa figura retórica que conocemos con el nombre de onomatopeya. Todos estos elementos resultan tan consustanciales a un poema que, aunque decirlo sea un tópico, ya nadie pone en duda la imposibilidad de traducir la poesía y, por ello, algunos grandes escritores, como Jorge Luis Borges, ya no hablarán de traducción, sino de recreación y de “tomar el texto como pretexto”.
Desde el punto de vista técnico-poético, deberemos hacer mención de la expresividad rítmica y fonética, íntimamente conectadas a través de tres elementos como son el ritmo, la rima y la métrica. Sobre los dos últimos no me extenderé por ser de todos muy conocida su función y naturaleza. Sí quisiera detenerme un poco más en ese elemento de fondo, mucho más dificil de explicar, pero que resulta imprescindible en un poema y que no es otro que el ritmo. La poesía a partir del siglo XX empezó a prescindir de la métrica y de la rima, pero jamás pudo renunciar a esa música interior y misteriosa que surge del ritmo, y que hace que unos versos puedan resultar bellos a pesar de carecer de número y de las concordancias que proporcionan las dulces repeticiones fónicas, y eso es algo tan importante que incluso aquellos poetas que buscaron adrede la ruptura de la palabra o de la frase en diferentes hemistiquios, como Fray Luis de León, perseguían un objetivo estético determinado. Nuestro poeta belmontino, consciente de su naturaleza efímera y material, aspiraba a la armonía desde la falta de ella, y, para conseguirlo, se valía de una técnica conocida como “encabalgamiento”. Así lo podremos apreciar en la "Oda a Salinas", uno de los poemas más bellos que ha dado la literatura en lengua española, dedicado al músico y compañero suyo de la Universidad de Salamanca, Francisco Salinas :
El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música estremada
por vuestra sabia mano gobernada.
[...]
Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es la fuente y la primera.
[...]
En estos últimos versos, Fray Luis de León se refiere a la Música de las esferas, y a la aspiración de los antiguos griegos de alcanzar una Música Ideal, reflejo de la Armonía del Mundo, y que, en última instancia, serviría para iluminar todas las músicas y las demás artes, así como guiar al Universo por el sendero de la Perfección, de donde venía, y del cual no se debía desviar.
Sin embargo, a pesar de la importancia del ritmo y de la rima, el recurso poético que está más relacionado con la música probablemente sea la "onomatopeya", esa figura retórica que busca sugerir acústicamente un objeto, una acción o una sensación mediante fonemas, como podemos comprobar en los versos citados por Carlos Bousoño en su “Teoría de la expresión poética”:
Allí el limonero que sorbe al sol su jugo agraz en la mañana virgen.
“Para producir la sensación de agriedad, - dice Bousoño- el poeta utilizaba sonidos consonánticos como s-rb (sorbe), j-g (jugo), gr-z (agraz) y v-rg (virgen).”
Este mismo recurso es el utilizado por otro de los poetas más musicales de nuestra lengua, como es Rubén Darío. No podemos olvidar su famosa princesa suspirante, que estaba triste y no decía palabra:
Está mudo el teclado de su clave sonoro...
El sonido consonántico cl es de una musicalidad extrema en castellano. Y también en estos otros:
El pito de su pito repite el pito real.
Aquí, los fonemas pi, pi, pi, imitan claramente el sonido del mencionado instrumento de viento.
Pero dejando ya de lado todos estos elementos técnicos y formales, y volviendo a lo que decíamos al principio de este artículo, hay una razón de fondo que ha persistido, ya desde los primeros músicos y poetas de la Antigüedad, y, aún antes, pasando por la obra de Bach o Fray Luis de León, hasta nuestros días: el hilo umbilical que les habría mantenido unidos sería la búsqueda constante de un sentido espiritual en el arte y en la vida, pues aún siendo verdad que eso mismo pudiera predicarse de las demás artes, en ninguno como en la música y la poesía, artes etéreas y temporales por excelencia, y únicas capaces de capturar la magia intangible del momento, habría resultado tan decisivo y consustancial tanto en sus orígenes como en su desarrollo temático posterior.
Desde ese punto de vista, podremos entender a Bruno, el crítico de jazz que cuenta la historia de Johnny Carter en “el perseguidor” de Cortázar. Su protagonista vive en un mundo asolado por el nihilismo, y, quizás por ello, Bruno afirme que “le gustaría poder llamar metáfisica a la música de Johnny”, el cual parecía “...contar con ella para morder en la realidad que se le escapa todos los días.” La música, como el poema, sigue sin abandonar esa función de búsqueda espiritual en la que se afanaron aquellos lejanos antepasados nuestros, a pesar de que hoy apenas pretenda trasmitir valores morales o religiosos. Seguramente, todos nosotros nos sentiremos más próximos a seres como Johnny Carter, “... un pobre diablo enfermo y vicioso y sin voluntad y lleno de poesía y de talento” porque nuestra visión del mundo está mucho más cercana a él, habitante de una gran ciudad de mediados del siglo XX, que a la de los hierofantes de las colinas de Asia Menor o de la Antigua Grecia. Esa era para Johnny la función de la música de jazz, si no trasmitir una verdad moral o divina, sí al menos dotarle de un alma que diese sentido a su existencia, y le permitiera recrearse y gozar de la genialidad del momento y de esos instantes mágicos surgidos de la improvisación. La música lo habría de elevar por encima de su condición más animal, dándole la débil esperanza de poder escapar del vacío y del absurdo en el que se anegaba su miserable vida.
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