miércoles, 6 de mayo de 2009

Las Ménades

“Alcanzándome un programa impreso en papel crema, Don Pérez me condujo a mi platea. Fila nueve, ligeramente a la derecha: el perfecto equilibrio acústico...” Así da comienzo una de las ficciones más celebradas del escritor argentino Julio Cortázar, Las Ménades, publicada en su libro “Al final del Juego” en el año 1956.
El inicio de la historia, tan familiar y cotidiano para los amantes de Mozart o Debussy, y que, además, ocurre en un lugar público y extraordinariamente civilizado como es un auditorio de música clásica, no nos hace prever ese final salvaje y terrible que se avecina: el despedazamiento del Maestro que dirije la orquesta por obra de varias mujeres del público, enfervorizadas hasta el paroxismo por la perfecta ejecución de las partituras, y el postrer acto de canibalismo con el que concluye el texto.
En realidad, Julio Cortázar no hace sino recrear una historia muy antigua: la de la muerte y despedazamiento de Orfeo, llevada a cabo por algunas mujeres, habitantes de las montañas de Tracia, donde, según la tradición, nació el dios de la música y el canto.
A su vez, este mito nos remitía a la historia de Dionisios, dios del vino y del entusiasmo, cuyo culto pervivió, durante muchos siglos, en aquellas regiones septentrionales de Grecia. Las Ménades, sus más fieles seguidoras, cuando se encontraban en estado de éxtasis, perdían el dominio de sí mismas y la cordura, y adquirían una fuerza sobrenatural, hasta el punto de que, llevadas por el entusiasmo y la pasión, podían matar y descuartizar a todo aquel se pusiera a su alcance. Según nos cuenta Virgilio, serían ellas las que mataron a Orfeo y esparcieron sus miembros por doquier.
El Mito dionisíaco, al igual que los misterios órficos, sobreviven en la Grecia que inicia el culto a la Razón y a la Filosofía, como pervivencia de algunas creencias preolímpicas, aún muy arraigadas entre el pueblo, y que se hallaban repletas de valores irracionales y de simbología agraria primitiva. Aquí no debemos olvidar el papel de los ciclos, tan presentes en la Naturaleza, y, sobre todo, el de los sacrificios, como rituales mágico-religiosos en los que se representaba la renovación del mundo y la del propio Tiempo. Al parecer, gente de todo origen y condición continuó, durante muchos años, reuniéndose en las montañas por la noche, para celebrar sus ritos orgiásticos en los que se despedazaba un animal y se consumía su carne cruda, quizá como recuerdo del despedazamiento de Dionisios a manos de los Titanes. Los adeptos se imbuían del espirítu del propio dios, que llegaba a poseerlos, en buena medida gracias al consumo de vino y de otras sustancias. Era lo que los antiguos griegos denominaban "enthusiasmos", momento de exaltación en el que se lograba la comunión total con la divinidad misma.
Este rito primitivo se confundía y se solapaba, a su vez, con la celebración de los misterios órficos: al igual que le ocurriera a Dionisios, el dios de la lira y el canto también sufrirá el despedazamiento de su cuerpo. Los destinos de ambos dioses se entrelazaban y se confundían en algún momento, incluyendo su muerte ineludible y cruenta, y su consiguiente regreso al mundo de los vivos. La resurección formaba parte indispensable del culto a Orfeo, que logró volver de los Infiernos, y que servía a los celebrantes como promesa de redención e inmortalidad futura.
Este mito también nos revelaba la naturaleza eminentemente arcaica del propio Orfeo, tal y como se desprende de las cualidades chamánicas que se le atribuyen: la capacidad de sanar, encantar y dominar a los animales con su arte. Pero también nos remitían a otras creencias: la de la dualidad intrínseca de los hombres, seres nacidos de los Titanes, (del mal y del cuerpo) a la vez que de los dioses (del bien y del espíritu).
Los hombres seríamos, por tanto, seres duales, capaces de hacer el bien y de obrar el mal; y, así, la música, de igual forma, dependiendo de ciertas combinaciones de sonidos y del manejo de los silencios, podría hacer brotar en nosotros todo lo bueno que llevamos dentro y sanar y perfeccionarnos, o, por el contrario, sacar todo lo malo y conducirnos a la enfermedad y la locura.
Los antiguos griegos estaban convencidos de que la música podía alterar el estado de ánimo y, en última instancia, el carácter de las personas y su comportamiento.
Damón, filósofo que vivió en el siglo V a.C. sostenía que la música encerraba, en sí, ciertos valores éticos, y que, por tanto, sería capaz de mejorar nuestros espíritus y hacernos más virtuosos. Por lo demás, la música también podría curarnos de algunas enfermedades y dolencias. Si esto era verdad, ¿por qué no podría ocurrir justo lo contrario, es decir, que algunas combinaciones de sonidos fueran la causa de ciertos desarreglos y enfermedades?
Platón, por su parte, rechazaba la música como mera diversión. Ese era el único caso en el que podía inducirnos a hacer el mal. Por el contrario, la consideraba muy importante para alcanzar la Virtud y la Sabiduría a través de la contemplación de la Belleza, que nos habría de servir de puente hacia los demás valores eternos del espíritu como el Bien, La Verdad o la Justicia.
Estas ideas fueron recogidas posteriormente por el que se considera hoy en día como padre de la Teoría Estética moderna, Lord Shaftesbury, en el siglo XVII. El filósofo británico sostenía que el orden ético y el estético estaban íntimamente ligados entre sí, hasta tal punto que cuando apreciamos la belleza de las formas (o de los sonidos), en realidad, estamos conduciéndonos por el mismo camino recto y ordenado que nos lleva instintivamente a preferir el bien sobre el mal o la justicia sobre la injusticia.

Pero cuidado: cualquiera que esté atento tal vez pueda escuchar un sonido imperceptible e inquietante dentro de nosotros. Hay que estar prevenidos. Es un rumor que nos llega de muy lejos, de tiempos remotísimos, y que nos habla de monstruos y de héroes, de dioses y sacrificios. El sonido se va ordenando en la oscuridad, y, como envuelto en un sueño, nos llama y nos altera, nos seduce y nos emociona: es el inicio de una música que se vuelve irresistible, y que, sin poder evitarlo, nos arrastra tras de sí.
Sólo si logramos vislumbrar su incontrolable naturaleza, entre el cielo y el abismo, seremos capaces de acogernos a una duda que nos despierte y nos redima. Entonces, descubriremos que su excelsa belleza podría conducirnos al orden y al bienestar, o, por el contrario, al malestar y la locura, transformándonos en Ménades delirantes.


* * *

Tal vez, Cortázar, que escribió esta historia a mediados de los años cincuenta del siglo XX, no estaba sino denunciando un fenómeno que empezaba a manifestarse por aquel entonces: el de las fans que gritan y saltan, que lloran y se desmayan, que se pelean y se agolpan tratando siquiera de tocar a sus ídolos.
O, tal vez, la historia tenga un mayor calado, y trate de un tema de mucha actualidad hoy en día: el de la capacidad destructora del Amor que también participa de la dualidad creadora-destructora del hombre y de la música: el amor por una Idea, por una Nación, o por un Dios; un amor idealizado y ciego que tantas muertes en forma de asesinatos, guerra y terrorismo nos han traído a los hombres a lo largo de la Historia.

No puedo sino sentir pavor ante la imagen de esa mujer vestida de rojo que, tras devorar al Maestro, “...lenta y golosamente se pasaba la lengua por los labios que sonreían.”

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