Aunque desconozco la existencia de cualquier estadística que pudiera haber al respecto, el tema que más ha inspirado a los músicos y compositores de todos los tiempos puede que sea el del amor, y, sobre todo, en su vertiente del amor trágico o desdichado.
El amor es una fuerza extraña que nos impulsa y nos ahoga, una energía que nos libera y nos somete, como una incontrolable sinrazón que nos diera una imensa alegría unas veces, y otras, nos provocara una indecible tristeza.
Dice Ibn Hazam de Córdoba, en El collar de la Paloma, que el amor hace fuerte al débil, débil al fuerte; tonto al listo, listo al tonto; cobarde al valiente, valiente al cobarde... El amor todo lo transforma y lo trastoca, sin que podamos explicarnos de una manera racional y definitiva qué hay detrás de él.
Sin embargo, nuestro concepto del amor, como el de tantas otras cosas, no siempre ha sido el mismo en todas las épocas y lugares, como tampoco lo ha sido nuestro ideal de belleza o nuestro concepto de democracia, por poner sólo dos ejemplos. Para los antiguos griegos, el amor-pasión era más bien una especie de enfermedad, una desviación idealizada de un mero instinto sexual. La cultura china, por su parte, también desconocía esa idea del amor como pasión, y el verbo “amar” sólo se utilizaba para describir el sentimiento que la madre tenía hacia sus hijos.
En buena medida, nuestro concepto del amor, tal y cómo lo conocemos hoy en día en nuestras sociedades del Occidente moderno, es, sin que apenas nos demos cuenta, fruto de una época y de un lugar muy concreto de nuestra Historia: la Provenza francesa del siglo XII, época del nacimiento del ideal caballeresco, de los trovadores y de la herejía de los cátaros, como detalla de manera admirable el escritor de origen suizo Denis de Rougemont en su inconmensurable tratado “El Amor y Occidente”.
Para el ensayista suizo, fue en esa época y en ese lugar donde brotó el catarismo, cuya semilla haría germinar una idea del amor que hoy apenas hemos visto transformada en nuestro mundo postromántico contemporáneo. El amor se convertía en un ideal, una pasión sin límites (aquí pasión significa sufrimiento) que movía los hilos del mundo y que estaba asociada con la muerte, pues, sólo tras ella, podían los amantes realizar su anhelo de unidad en el otro.
Como en los sufís y en los místicos de todas las religiones del presente y del pasado; como en el Cantar de los Cantares; el amor terreno era una metáfora del divino, y la llave que abriría las puertas del paraíso y la felicidad.
Por lo demás, aquella herejía medieval se alimentó de la riquísima herencia que los celtas y los druidas dejaron entre sus pueblos y habitantes, y, posteriormente, se desarrolló y prosperó como consecuencia de la corrupción y de los formalismos excesivos de la Iglesia Católica, alejada de las verdaderas inquietudes espirituales de una parte muy importante de su grey. Pero, sobre todo, el catarismo era consecuencia directa de otra herejía anterior en el tiempo: la de los bogomilos, que, influida por las corrientes neoplatónicas y maniqueas de la Antigüedad, venía a recoger ciertas ideas gnósticas, que podríamos resumir así:
El mundo había sido creado a partir de dos principios irreconciliables: el Principio del Bien, que presidía el universo espiritual y que era obra de un Dios bueno y verdadero; y el Principio del Mal, obra de Satán, que habría creado la materia e introducido en el mundo todo el dolor y la mentira que hay en él. El hombre se encontraba atrapado entre ambos, y su misión en la vida consistiría en liberarse de sus lazos materiales, para aproximarse todo lo posible a su esencia espiritual, donde se hallaba la verdadera morada de Dios.
Para los cátaros, el Mal, la Materia, y la Vida eran simbolizados por la luz del Día (no debemos olvidar el origen etimológico de la palabra Lucifer: “el portador de luz”); por el contrario, el Bien, con el que nos encontrábamos al morir, era, quizás, la única forma de escapar del Mal y de la Vida, y su símbolo era la Noche.
Los pueblos celtas hablaban de dioses oscuros y dioses luminosos: El dios de la Luz increada, y el dios de las Tinieblas presidían su particular Olimpo religioso. También la herejía maniquea era de naturaleza dualista y hablaba en parecidos términos a la religión de los druidas. ¿Y todo esto qué relación tenía con el amor? El amor era un símbolo: el vínculo que permitiría la unión con el Ser Amado; y, como la Fe, sería la única fuerza que podía liberarnos de Satán y acercarnos al Dios verdadero, y eso sólo podía producirse, de manera efectiva, tras la muerte.
Denis de Rougemont afirma que esta herejía se propagó por todo el Midi francés, impregnando nuestra literatura y nuestra sensibilidad, por medio de los trovadores, que recogieron los mitos y las leyendas de los pueblos celtas y los ideales de la caballería, e incorporaron en ellos toda la filosofía religiosa de los cátaros.
Así es como debe interpretarse una de las historias de amor más famosas de su época: la que dió nacimiento al mito de Tristán e Isolda.
Tristán era un noble caballero que parte, allende los mares, en busca de una princesa con la que su rey habría de casarse. La madre de la princesa, iniciada en las artes de la hechicería, había preparado un brebaje mágico con el que buscaba que el rey Marcos y la princesa se enamorasen nada más conocerse. Pero, por una fatalidad del destino, Isolda lo beberá en su travesía desde Irlanda, camino de Cornualles, junto con Tristán, y ambos caerán profundamente enamorados el uno del otro. Tristán debe escoger entonces entre el amor infinito que siente por su dama y su fidelidad al rey, e, irremediablemente, optará por la primera. Después, unos cortesanos descubrirán a los amantes y, tras desvelar el adulterio de la pareja, serán desterrados por el rey. La desgracia caerá sobre Tristán e Isolda por haber consumado su amor: Ese era el peor pecado que podían cometer. Las reglas de la cortesía permitían a un caballero amar a una mujer, aun si ésta estaba ya casada, con tal de no realizar nunca el acto carnal. Al final de la historia, la forma de liberarse los amantes, la única manera de estar unidos para siempre, será mediante la muerte, que significaba el apartamiento definitivo de la materia y de la vida, y el triunfo definitivo del amor.
Cuando la Iglesia declaró la guerra santa al catarismo, se desencadenó una cruzada implaclable y sin cuartel como pocas ha habido a lo largo de la Historia, y, en pocos años, los cátaros fueron perseguidos y aniquilados. Prueba de la crueldad extrema con la que se emplearon contra sus enemigos, será la famosa frase de Arnaud-Amaldric, enviado del Papa, que preguntado por sus soldados cómo iban a distinguir a los herejes de los católicos durante la toma de Béziers, dijo aquello de “Matadlos a todos que Dios reconocerá a los suyos”.
Esa herejía fue, por tanto, extirpada de raiz, pero sus formas, el ideal caballeresco y el del amor cortés, serán incorporadas a nuestra Literatura y, a través de ella, a nuestras vidas, y acabará influyendo irreversiblemente, y sin que apenas nos hayamos dado cuenta, en nuestra idea del amor; y eso se producirá de la misma forma que hoy en día muchas personas asumen los gestos, los valores o las vestimentas de los héroes de las películas americanas, a menudo, de manera inconsciente.
Sin embargo, su significado metafísico y religioso, oculto y disfrazado en mitos y leyendas como el de Tristán e Isolda, acabaron cayendo en el olvido.
Tras varios siglos en los que el legado de los cátaros habría permanecido en la oscuridad, hubo una resurrección del mito y de toda su filosofía originaria. Uno de los más conspicuos representantes de ese renacer será el compositor alemán Richard Wagner.
* * *
Sabemos que Wagner escribía él mismo sus libretos, y en su ópera Tristan und Isolde, recupera el mito con toda su compleja carga simbólica y religiosa, que se remonta, como hemos visto, a la Baja Edad Media en Europa, época del nacimiento de la herejía cátara.
Wagner empleará el símbolo del Día para denunciar el Mal, la Materia y la Mentira de este mundo; y el de la Noche para exaltar todo lo bueno: el Espíritu y la Divinidad, a la que únicamente pueden acceder los amantes, tras la muerte, montados en el carro alado del Amor.
En el acto II de la ópera, Isolda debe hacer una señal para que Tristán acuda a su encuentro, y que consiste en apagar la luz de su alcoba; y así, le dice a Brangania, su doncella:
¡Oh, apaga ahora la luz!
¡Extingue el medroso resplandor!
¡Deja que llegue mi amado!...
Brangania teme que ciertos cortesanos descubran a los amantes, e intenta convencer a la princesa Isolda para que no se reuna con Tristán.
Después de rechazar con imprudencia los consejos de su doncella, Isolda se justifica:
¿No conoces a la Señora del Amor?...
¿La regidora del Universo?
Vida y Muerte siguen sus leyes
que ella teje con placer y dolor
trocando el odio en amor...
Todo el acto II es un discurso metafórico sobre el Día y la Noche, siguiendo la simbología que los cátaros habían heredado de los gnósticos y los maniqueos.
Para que no quede ninguna duda la respecto, Wagner dirá por boca de la bella Isolda:
La Señora del Amor
Quiere que se haga la Noche,
Para que su claridad brille...
Y Tristán:
¡El pérfido Día... ya no logrará engañarnos
con su mentira!
De su vano esplendor,
de su replandor jactancioso
se burla la mirada de quien
se consagró a la Noche...
Isolda:
Se aclara el engaño
del Día que nos rodea.
Tristán:
Y cuyas falaces ilusiones
se extienden ante mí.
Los cátaros proclamaban que una forma de apartarse del Mal en vida, era la negación de la Carne, y, por ello, rechazaban la procreación, el matrimonio y el acto sexual, que tendía a reproducir la materia; y, en consecuencia, sublimaban el deseo y el amor casto y puro de un caballero por su Dama (símbolo de la Iglesia verdadera). El peor de los pecados sería consumar ese amor, o lo que es lo mismo, rendirse a la Carne y a la Materia y reproducir el Mal en el mundo, que es lo que ocurría en el mito de Tristán e Isolda, cuando los amantes se entregan a la pasión física, y es por eso que debían ser castigados.
En la versión literaria del mito, obra de Béroul, hay un momento en el que los amantes yacen juntos en un bosque separados por una espada desnuda que el propio Tristán ha colocado entre los dos. Posiblemente no fuera sino un símbolo de los obstáculos materiales que impedían que los amantes pudieran amarse con plenitud, o, en todo caso, la forma que un caballero tenía para no sucumbir a la pasión física. Luego, para poder amarse sin obstáculos, después de prolongar ilimitadamente su deseo y su sufrimiento, los amantes debían morir y, una vez rechazada la vida y la materia, se encontrarían para siempre unidos, en el fondo de la Noche Eterna.
Tristán e Isolda desean la Noche, porque decir directamente que se desea la muerte puede que no fuera aceptado por una parte significativa de la audiencia, y así, juntos, cantarán:
¡Oh, desciende Noche de amor,
¡dame el olvido de que vivo!
¡Recíbeme en tu seno!
¡Libérame del Mundo!...
El Tristán e Isolda de Richard Wagner sólo puede comprenderse a la luz de ciertos mitos y leyendas medievales en su versión más primigenia, así como de la simbología dualista de la que bebieron los celtas y los maniqueos que, a su vez, habrían dejado una impronta imborrable en el catarismo de los siglos XII y XIII.
Wagner, no habría hecho sino recuperar un mito del que únicamente permanecían ya sus formas, y entronizar todo su legado, oscuro y antiquísimo, que sólo podía expresarse a través del lenguaje de la ópera, donde las palabras fluían para contarnos una historia de amor y muerte, al tiempo que dejaban traslucir un mensaje metafísico y religioso de una espiritualidad lírica y profunda. De repente, sentimos que las voces deben cesar. Sabemos que sólo la música será capaz de penetrar ya el círculo de lo inefable, y llevados por un sonido que nos enamora, quizás podamos sufrir el mismo anhelo de amor místico que sintieron los amantes en su corazón. Arrobados y embelesados, sucumbiremos a la emoción de una magia, y la música, como la poción de la que bebieron Tristán y su amada, la princesa Isolda, camino de Cornualles, hará que sintamos en nuestro interior una ventana imposible abriéndose al Infinito.
El amor es una fuerza extraña que nos impulsa y nos ahoga, una energía que nos libera y nos somete, como una incontrolable sinrazón que nos diera una imensa alegría unas veces, y otras, nos provocara una indecible tristeza.
Dice Ibn Hazam de Córdoba, en El collar de la Paloma, que el amor hace fuerte al débil, débil al fuerte; tonto al listo, listo al tonto; cobarde al valiente, valiente al cobarde... El amor todo lo transforma y lo trastoca, sin que podamos explicarnos de una manera racional y definitiva qué hay detrás de él.
Sin embargo, nuestro concepto del amor, como el de tantas otras cosas, no siempre ha sido el mismo en todas las épocas y lugares, como tampoco lo ha sido nuestro ideal de belleza o nuestro concepto de democracia, por poner sólo dos ejemplos. Para los antiguos griegos, el amor-pasión era más bien una especie de enfermedad, una desviación idealizada de un mero instinto sexual. La cultura china, por su parte, también desconocía esa idea del amor como pasión, y el verbo “amar” sólo se utilizaba para describir el sentimiento que la madre tenía hacia sus hijos.
En buena medida, nuestro concepto del amor, tal y cómo lo conocemos hoy en día en nuestras sociedades del Occidente moderno, es, sin que apenas nos demos cuenta, fruto de una época y de un lugar muy concreto de nuestra Historia: la Provenza francesa del siglo XII, época del nacimiento del ideal caballeresco, de los trovadores y de la herejía de los cátaros, como detalla de manera admirable el escritor de origen suizo Denis de Rougemont en su inconmensurable tratado “El Amor y Occidente”.
Para el ensayista suizo, fue en esa época y en ese lugar donde brotó el catarismo, cuya semilla haría germinar una idea del amor que hoy apenas hemos visto transformada en nuestro mundo postromántico contemporáneo. El amor se convertía en un ideal, una pasión sin límites (aquí pasión significa sufrimiento) que movía los hilos del mundo y que estaba asociada con la muerte, pues, sólo tras ella, podían los amantes realizar su anhelo de unidad en el otro.
Como en los sufís y en los místicos de todas las religiones del presente y del pasado; como en el Cantar de los Cantares; el amor terreno era una metáfora del divino, y la llave que abriría las puertas del paraíso y la felicidad.
Por lo demás, aquella herejía medieval se alimentó de la riquísima herencia que los celtas y los druidas dejaron entre sus pueblos y habitantes, y, posteriormente, se desarrolló y prosperó como consecuencia de la corrupción y de los formalismos excesivos de la Iglesia Católica, alejada de las verdaderas inquietudes espirituales de una parte muy importante de su grey. Pero, sobre todo, el catarismo era consecuencia directa de otra herejía anterior en el tiempo: la de los bogomilos, que, influida por las corrientes neoplatónicas y maniqueas de la Antigüedad, venía a recoger ciertas ideas gnósticas, que podríamos resumir así:
El mundo había sido creado a partir de dos principios irreconciliables: el Principio del Bien, que presidía el universo espiritual y que era obra de un Dios bueno y verdadero; y el Principio del Mal, obra de Satán, que habría creado la materia e introducido en el mundo todo el dolor y la mentira que hay en él. El hombre se encontraba atrapado entre ambos, y su misión en la vida consistiría en liberarse de sus lazos materiales, para aproximarse todo lo posible a su esencia espiritual, donde se hallaba la verdadera morada de Dios.
Para los cátaros, el Mal, la Materia, y la Vida eran simbolizados por la luz del Día (no debemos olvidar el origen etimológico de la palabra Lucifer: “el portador de luz”); por el contrario, el Bien, con el que nos encontrábamos al morir, era, quizás, la única forma de escapar del Mal y de la Vida, y su símbolo era la Noche.
Los pueblos celtas hablaban de dioses oscuros y dioses luminosos: El dios de la Luz increada, y el dios de las Tinieblas presidían su particular Olimpo religioso. También la herejía maniquea era de naturaleza dualista y hablaba en parecidos términos a la religión de los druidas. ¿Y todo esto qué relación tenía con el amor? El amor era un símbolo: el vínculo que permitiría la unión con el Ser Amado; y, como la Fe, sería la única fuerza que podía liberarnos de Satán y acercarnos al Dios verdadero, y eso sólo podía producirse, de manera efectiva, tras la muerte.
Denis de Rougemont afirma que esta herejía se propagó por todo el Midi francés, impregnando nuestra literatura y nuestra sensibilidad, por medio de los trovadores, que recogieron los mitos y las leyendas de los pueblos celtas y los ideales de la caballería, e incorporaron en ellos toda la filosofía religiosa de los cátaros.
Así es como debe interpretarse una de las historias de amor más famosas de su época: la que dió nacimiento al mito de Tristán e Isolda.
Tristán era un noble caballero que parte, allende los mares, en busca de una princesa con la que su rey habría de casarse. La madre de la princesa, iniciada en las artes de la hechicería, había preparado un brebaje mágico con el que buscaba que el rey Marcos y la princesa se enamorasen nada más conocerse. Pero, por una fatalidad del destino, Isolda lo beberá en su travesía desde Irlanda, camino de Cornualles, junto con Tristán, y ambos caerán profundamente enamorados el uno del otro. Tristán debe escoger entonces entre el amor infinito que siente por su dama y su fidelidad al rey, e, irremediablemente, optará por la primera. Después, unos cortesanos descubrirán a los amantes y, tras desvelar el adulterio de la pareja, serán desterrados por el rey. La desgracia caerá sobre Tristán e Isolda por haber consumado su amor: Ese era el peor pecado que podían cometer. Las reglas de la cortesía permitían a un caballero amar a una mujer, aun si ésta estaba ya casada, con tal de no realizar nunca el acto carnal. Al final de la historia, la forma de liberarse los amantes, la única manera de estar unidos para siempre, será mediante la muerte, que significaba el apartamiento definitivo de la materia y de la vida, y el triunfo definitivo del amor.
Cuando la Iglesia declaró la guerra santa al catarismo, se desencadenó una cruzada implaclable y sin cuartel como pocas ha habido a lo largo de la Historia, y, en pocos años, los cátaros fueron perseguidos y aniquilados. Prueba de la crueldad extrema con la que se emplearon contra sus enemigos, será la famosa frase de Arnaud-Amaldric, enviado del Papa, que preguntado por sus soldados cómo iban a distinguir a los herejes de los católicos durante la toma de Béziers, dijo aquello de “Matadlos a todos que Dios reconocerá a los suyos”.
Esa herejía fue, por tanto, extirpada de raiz, pero sus formas, el ideal caballeresco y el del amor cortés, serán incorporadas a nuestra Literatura y, a través de ella, a nuestras vidas, y acabará influyendo irreversiblemente, y sin que apenas nos hayamos dado cuenta, en nuestra idea del amor; y eso se producirá de la misma forma que hoy en día muchas personas asumen los gestos, los valores o las vestimentas de los héroes de las películas americanas, a menudo, de manera inconsciente.
Sin embargo, su significado metafísico y religioso, oculto y disfrazado en mitos y leyendas como el de Tristán e Isolda, acabaron cayendo en el olvido.
Tras varios siglos en los que el legado de los cátaros habría permanecido en la oscuridad, hubo una resurrección del mito y de toda su filosofía originaria. Uno de los más conspicuos representantes de ese renacer será el compositor alemán Richard Wagner.
* * *
Sabemos que Wagner escribía él mismo sus libretos, y en su ópera Tristan und Isolde, recupera el mito con toda su compleja carga simbólica y religiosa, que se remonta, como hemos visto, a la Baja Edad Media en Europa, época del nacimiento de la herejía cátara.
Wagner empleará el símbolo del Día para denunciar el Mal, la Materia y la Mentira de este mundo; y el de la Noche para exaltar todo lo bueno: el Espíritu y la Divinidad, a la que únicamente pueden acceder los amantes, tras la muerte, montados en el carro alado del Amor.
En el acto II de la ópera, Isolda debe hacer una señal para que Tristán acuda a su encuentro, y que consiste en apagar la luz de su alcoba; y así, le dice a Brangania, su doncella:
¡Oh, apaga ahora la luz!
¡Extingue el medroso resplandor!
¡Deja que llegue mi amado!...
Brangania teme que ciertos cortesanos descubran a los amantes, e intenta convencer a la princesa Isolda para que no se reuna con Tristán.
Después de rechazar con imprudencia los consejos de su doncella, Isolda se justifica:
¿No conoces a la Señora del Amor?...
¿La regidora del Universo?
Vida y Muerte siguen sus leyes
que ella teje con placer y dolor
trocando el odio en amor...
Todo el acto II es un discurso metafórico sobre el Día y la Noche, siguiendo la simbología que los cátaros habían heredado de los gnósticos y los maniqueos.
Para que no quede ninguna duda la respecto, Wagner dirá por boca de la bella Isolda:
La Señora del Amor
Quiere que se haga la Noche,
Para que su claridad brille...
Y Tristán:
¡El pérfido Día... ya no logrará engañarnos
con su mentira!
De su vano esplendor,
de su replandor jactancioso
se burla la mirada de quien
se consagró a la Noche...
Isolda:
Se aclara el engaño
del Día que nos rodea.
Tristán:
Y cuyas falaces ilusiones
se extienden ante mí.
Los cátaros proclamaban que una forma de apartarse del Mal en vida, era la negación de la Carne, y, por ello, rechazaban la procreación, el matrimonio y el acto sexual, que tendía a reproducir la materia; y, en consecuencia, sublimaban el deseo y el amor casto y puro de un caballero por su Dama (símbolo de la Iglesia verdadera). El peor de los pecados sería consumar ese amor, o lo que es lo mismo, rendirse a la Carne y a la Materia y reproducir el Mal en el mundo, que es lo que ocurría en el mito de Tristán e Isolda, cuando los amantes se entregan a la pasión física, y es por eso que debían ser castigados.
En la versión literaria del mito, obra de Béroul, hay un momento en el que los amantes yacen juntos en un bosque separados por una espada desnuda que el propio Tristán ha colocado entre los dos. Posiblemente no fuera sino un símbolo de los obstáculos materiales que impedían que los amantes pudieran amarse con plenitud, o, en todo caso, la forma que un caballero tenía para no sucumbir a la pasión física. Luego, para poder amarse sin obstáculos, después de prolongar ilimitadamente su deseo y su sufrimiento, los amantes debían morir y, una vez rechazada la vida y la materia, se encontrarían para siempre unidos, en el fondo de la Noche Eterna.
Tristán e Isolda desean la Noche, porque decir directamente que se desea la muerte puede que no fuera aceptado por una parte significativa de la audiencia, y así, juntos, cantarán:
¡Oh, desciende Noche de amor,
¡dame el olvido de que vivo!
¡Recíbeme en tu seno!
¡Libérame del Mundo!...
El Tristán e Isolda de Richard Wagner sólo puede comprenderse a la luz de ciertos mitos y leyendas medievales en su versión más primigenia, así como de la simbología dualista de la que bebieron los celtas y los maniqueos que, a su vez, habrían dejado una impronta imborrable en el catarismo de los siglos XII y XIII.
Wagner, no habría hecho sino recuperar un mito del que únicamente permanecían ya sus formas, y entronizar todo su legado, oscuro y antiquísimo, que sólo podía expresarse a través del lenguaje de la ópera, donde las palabras fluían para contarnos una historia de amor y muerte, al tiempo que dejaban traslucir un mensaje metafísico y religioso de una espiritualidad lírica y profunda. De repente, sentimos que las voces deben cesar. Sabemos que sólo la música será capaz de penetrar ya el círculo de lo inefable, y llevados por un sonido que nos enamora, quizás podamos sufrir el mismo anhelo de amor místico que sintieron los amantes en su corazón. Arrobados y embelesados, sucumbiremos a la emoción de una magia, y la música, como la poción de la que bebieron Tristán y su amada, la princesa Isolda, camino de Cornualles, hará que sintamos en nuestro interior una ventana imposible abriéndose al Infinito.
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