Desde que los antiguos griegos afirmaron por primera vez que una íntima razón vinculaba la música con los números, no hemos dejado de asombrarnos ante el extraño mecanismo que podría enlazar la más exacta de las ciencias con un arte tan apasionado, y que, a primera vista, nos parece sometido al capricho de las musas y al vuelo de la imaginación más extrema.
La música, que no trata de cantidades ni de verdades objetivas, sino de placeres estéticos y espirituales, estaría, al parecer, en el lado opuesto de una ciencia, las matemáticas, que no conocen de sentimientos ni emociones, y que utilizan la lógica como instrumento casi exclusivo para lograr su fin último: la irrefutabilidad de sus cálculos y su más absoluta precisión.
Sin embargo, como escribió Yeats en un poema titulado The Statues, tal vez Pitágoras lo planeó, y en la frialdad de los números quizá podamos encontrar cierta clase de belleza, a condición de que nos invada una pasión que nos permita descubrir, sobre el mármol o sobre el bronce, el orden y la armonía reflejados.
Pythagoras planned it. Why did the people stare?
His numbers, though they moved or seemed to move
In marble or bronze, lacked character.
El hecho es que, a partir del genial filósofo de Samos y hasta muy entrada la Edad Media, la música se consideró una parte indeclinable de las matemáticas. El programa de estudios de las primeras universidades europeas así lo reflejaba, dividiendo los siete saberes clásicos en dos ramas de estudios principales: el trivium, que, como su nombre indica, estaba compuesto por tres materias: la gramática, la dialéctica y la retórica; y el quadrivium, que comprendía cuatro asignaturas: la aritmética, la geometría, la música y la astronomía. El quadrivium no sería otra cosa que el estudio de los números y sus diversas relaciones en el espacio y en el tiempo. Así, la aritmética trataría del estudio de los números en sí mismos; la geometría, de los números aplicados en el espacio; la música, de los números en el tiempo; y, por último, la astronomía, de los números en el espacio y en el tiempo.
Los griegos de la Antigüedad, descubrieron que los sonidos deleitosos sólo podían generarse cuando se establecía un orden. Si uno escogía un instrumento de cuerda y comenzaba a tañirlo al azar, lo más probable es que sólo consiguisese un ruido disonante y desagradable. Si, por el contrario, aplicábamos la inteligencia a la creación de sonidos y lo hacíamos siguiendo cierto orden, y la misma clase de reglas que, por analogía, encontramos en el resto de las cosas del mundo (como las simetrías del rostro humano y las alas de las mariposas, o las repeticiones periódicas que vemos en las estaciones del año o en los amaneceres), percibiremos unas formas armoniosas que nos complacerán.
El orden, las repeticiones y las simetrías nos hacen suponer unas reglas, que, en última instancia, podríamos resumir en números, los cuales nos conducen, a su vez, a la contemplación de la armonía y la belleza en sí mismas.
La verdad es que los seres humanos nos encontramos mucho más solazados cuando reconocemos ciertas estructuras a las que hallamos sentido (aunque sólo sea estético); y, al contrario, nos incomodamos y sentimos desazón cuando no entendemos algo o nos enfrentamos al caos y la entropía.
Los filósofos pitagóricos descubrieron que existían relaciones numéricas ciertas entre las longitudes de las cuerdas, y establecieron unas proporciones que producían sonidos armoniosos (1:1, unísono; 1:2, octava; 2:3, quinta; 3:4, cuarta), construyendo una escala a partir de estas proporciones que hoy conocemos con el nombre de “diatónica”. Según Pitágoras, si esos sonidos eran combinados de forma adecuada, podíamos generar una música capaz de colmar el anhelo de belleza que, por naturaleza, sienten todos los hombres, seres cuyas almas inmortales sueñan con las Ideas que nos remiten y nos identifican, a su vez, con la esencia del mundo, que son los números. Ese anhelo espiritual de belleza, sería como el vacío con forma de Dios que cada hombre lleva dentro de sí mismo, según dejo escrito San Agustín, y que sólo podía ser colmado por el propio Creador.
Los pitagóricos, como muchos científicos de hoy en día, pensaban que los números y la armonía eran la base de nuestro mundo físico, el "arkhé" y el referente último del universo; algo que hacía del mundo un engranaje perfectamente trabado y regido por unas leyes muy precisas que serían inmutables.
La música, hecha también de números y de armonía, sería, por tanto, algo así como el sonido del Cosmos en movimiento y, nosotros, al imitarlo, no hacíamos sino remitirnos a las normas que rigen su funcionamiento último, y que nos acaban identificando con Él.
Ciertos matemáticos iban a contribuir, posteriormente, a perfeccionar y ampliar los conocimientos de las propiedades numéricas de la música, y, entre ellos, habría que destacar a Marin Mersenne, que estableció con precisión las relaciones entre las longitudes de cuerda y las frecuencias, en una obra titulada Armonía Universal, dando origen a una nueva escala en la que todos los intervalos eran iguales, y que hoy conocemos con el nombre de “cromática”.
Tras él, ya en el siglo XVIII, Leonhard Euler, en una obra titulada Nueva teoría musical, trató de mejorar la escala cromática ordenando la consonancia, a su parecer, “demasiado matemática para los músicos y demasiado musical para los matemáticos”.
Otros cientificos y filósofos también contribuyeron con sus teorías al desarrollo de las relaciones entre la música y las matemáticas, como Galileo Galilei, tal vez por influencia de su padre que, no lo olvidemos, fue un músico de cierto renombre en la Italia del Renacimiento; o René Descartes, que reunió todos sus conocimientos relativos a este arte en una obra menor que tituló Compendio musical; y Gottfried Wilhelm Leibniz, quien, en uno de sus escritos, dijo: “La Música es un ejercicio aritmético secreto y la persona que se entrega a ella no se da cuenta de que está manipulando números”.
Otros hombres de ciencia sintieron una pasión por la música más allá del mero afán intelectual, llegando a practicarla con verdadera fruición, como el matemático de origen ruso Georg Cantor, que ya desde pequeño se mostró como un violinista de talento, en buena medida influenciado por su madre, Maria Anna Böhm, que también habría de dedicar la mayor parte de su vida al cultivo de la música. Cantor fue el primer matemático de la Historia capaz de formalizar la noción de infinito, siendo también el primero en revelar que los conjuntos infinitos pueden tener diferentes tamaños. Entre estos infinitos, los hay tan grandes que no tienen correspondencia con el mundo real. Poco después de esos descubrimientos, Cantor, que alternaba su afición a la música con su trabajo matemático, comenzó a pensar que el infinito absoluto, una noción dificilmente concebible por la mente humana, era Dios mismo. Por aquel entonces, comenzó a sufrir una serie de crisis, que se fueron haciendo cada vez más frecuentes, y acabó muriendo en 1918 en una clínica psiquiatrica de Alemania, víctima de una enfermedad maníaco-depresiva.
Ni siquiera la música fue capaz de equilibrar su mente y de salvarle, porque cuando uno se asoma al abismo de lo inconmensurable, corre el riesgo de ser arrastrado a un laberinto y de perderse, irremediablemente, en su interior.
Un capítulo aparte en la historia de las matemáticas, merecería el estudio de la Proporción Áurea y su aplicación en la música. El descubrimiento de ese número se debió a Euclides de Alejandría, pero, ni siquiera él, pudo imaginar la importancia que semejante hallazgo tendría para comprender determinadas formas de la Naturaleza, como la disposición de los pétalos de una rosa o la configuración última de las galaxias. Esa proporción divide un segmento cualquiera de tal forma que la parte menor es a la mayor, lo que la mayor es al todo; y los matemáticos la han cifrado en un número irracional (el Número Áureo): 1,618.
El astrofísico norteamericano Mario Livio, en un libro titulado The Golden Ratio, dijo que la Proporción Áurea, “que tiene propiedades estéticas especiales en las artes visuales, también se le atribuyen efectos particularmente placenteros en la música.” Y, a continuación, añadía: “Paul Larson, de la Universidad de Temple, afirmó en 1978 que había descubierto la Proporción Áurea en la música occidental más antigua registrada: las salmodias kirie de la colección de cantos gregorianos conocidos como Liber Usualis”, aunque, luego, él mismo se muestre algo escéptico respecto al hallazgo. También cita al matemático John F. Putz del Alma College de Michigan, quien intentó averiguar si Mozart había utilizado la Proporción Áurea en algunas de sus sonatas para piano, que aparecen compuestas por dos secciones marcadas.
“En la Sonata nº1 en Do Mayor, por ejemplo,- dice Livio- el primer movimiento está compuesto por sesenta y dos compases en el Desarrollo y Capitulación, y treinta y ocho en la Exposición. La proporción 62/38 = 1,63 se acerca mucho a la Proporción Áurea.”
Otros músicos que pudieron utilizar dicho número en sus composiciones son Béla Bartok en la fuga de Música para cuerda, percusión y celesta, y Claude Debussy “en el solo de piano titulado Reflets dans l´eau, una parte de las series Images, la primera reanudación del rondo se produce en el compás 34, es decir, en el punto de la Proporción Áurea entre el comienzo de la pieza y el inicio de la sección climática tras el compás 55.” El propio Debussy, en una carta dirigida a su editor Jacques Durand en agosto de 1903, se refiere a un compás que faltaría en otra de sus composiciones, Jardins sous la pluie, “De todos modos- dice Debussy para no dejar dudas al respecto-, es necesario en cuanto al número; el número divino.”
La proporción áurea tiene más sentido, si cabe, cuando lo que buscamos es la “armonía” definitiva, la belleza en su estado más puro. No debemos olvidar que, con esa palabra, armonía, originariamente nos referimos a la proporción de las partes con respecto al todo y de éstas entre sí, y, por eso, las matemáticas son tan importantes a la hora de conseguir alcanzarla.
Por lo demás, los pitagóricos, imbuidos del espritu místico de su fundador, pensaban que los números eran capaces, no sólo de explicar las realidades físicas del universo, sino también las cualidades morales de los hombres, y fueron los primeros en señalar las posibilidades terapeúticas de la música.
La música estaría repleta de valores más allá de los puramente estéticos, alcanzando plenamente a los éticos y morales, y sería capaz, por sí sola, de restaurar la armonía del espíritu y del cuerpo ante cualquier desarreglo o desequilibrio que lo afectara, y que no sería otra cosa que la causa de una enfermedad.
Tal vez tuviera razón Fernando Pessoa, después de todo, cuando afirmó que el binomio de Newton era más bello que la Victoria de Samotracia, y en los números, las proporciones, el orden y la armonía encontraremos una fuente de belleza inagotable (quizás la fuente primera).
A los números, tal vez, sólo habría que añadir algo de imaginación y un sentimiento íntimo y sincero, para que su reflejo sobre la música la hiciera un poco más humana, y para no acabar como todos aquellos que, como Cantor, osaron mirar el rostro de Dios y quedaron fulminados por su implacable resplandor sobrehumano.
La música, que no trata de cantidades ni de verdades objetivas, sino de placeres estéticos y espirituales, estaría, al parecer, en el lado opuesto de una ciencia, las matemáticas, que no conocen de sentimientos ni emociones, y que utilizan la lógica como instrumento casi exclusivo para lograr su fin último: la irrefutabilidad de sus cálculos y su más absoluta precisión.
Sin embargo, como escribió Yeats en un poema titulado The Statues, tal vez Pitágoras lo planeó, y en la frialdad de los números quizá podamos encontrar cierta clase de belleza, a condición de que nos invada una pasión que nos permita descubrir, sobre el mármol o sobre el bronce, el orden y la armonía reflejados.
Pythagoras planned it. Why did the people stare?
His numbers, though they moved or seemed to move
In marble or bronze, lacked character.
El hecho es que, a partir del genial filósofo de Samos y hasta muy entrada la Edad Media, la música se consideró una parte indeclinable de las matemáticas. El programa de estudios de las primeras universidades europeas así lo reflejaba, dividiendo los siete saberes clásicos en dos ramas de estudios principales: el trivium, que, como su nombre indica, estaba compuesto por tres materias: la gramática, la dialéctica y la retórica; y el quadrivium, que comprendía cuatro asignaturas: la aritmética, la geometría, la música y la astronomía. El quadrivium no sería otra cosa que el estudio de los números y sus diversas relaciones en el espacio y en el tiempo. Así, la aritmética trataría del estudio de los números en sí mismos; la geometría, de los números aplicados en el espacio; la música, de los números en el tiempo; y, por último, la astronomía, de los números en el espacio y en el tiempo.
Los griegos de la Antigüedad, descubrieron que los sonidos deleitosos sólo podían generarse cuando se establecía un orden. Si uno escogía un instrumento de cuerda y comenzaba a tañirlo al azar, lo más probable es que sólo consiguisese un ruido disonante y desagradable. Si, por el contrario, aplicábamos la inteligencia a la creación de sonidos y lo hacíamos siguiendo cierto orden, y la misma clase de reglas que, por analogía, encontramos en el resto de las cosas del mundo (como las simetrías del rostro humano y las alas de las mariposas, o las repeticiones periódicas que vemos en las estaciones del año o en los amaneceres), percibiremos unas formas armoniosas que nos complacerán.
El orden, las repeticiones y las simetrías nos hacen suponer unas reglas, que, en última instancia, podríamos resumir en números, los cuales nos conducen, a su vez, a la contemplación de la armonía y la belleza en sí mismas.
La verdad es que los seres humanos nos encontramos mucho más solazados cuando reconocemos ciertas estructuras a las que hallamos sentido (aunque sólo sea estético); y, al contrario, nos incomodamos y sentimos desazón cuando no entendemos algo o nos enfrentamos al caos y la entropía.
Los filósofos pitagóricos descubrieron que existían relaciones numéricas ciertas entre las longitudes de las cuerdas, y establecieron unas proporciones que producían sonidos armoniosos (1:1, unísono; 1:2, octava; 2:3, quinta; 3:4, cuarta), construyendo una escala a partir de estas proporciones que hoy conocemos con el nombre de “diatónica”. Según Pitágoras, si esos sonidos eran combinados de forma adecuada, podíamos generar una música capaz de colmar el anhelo de belleza que, por naturaleza, sienten todos los hombres, seres cuyas almas inmortales sueñan con las Ideas que nos remiten y nos identifican, a su vez, con la esencia del mundo, que son los números. Ese anhelo espiritual de belleza, sería como el vacío con forma de Dios que cada hombre lleva dentro de sí mismo, según dejo escrito San Agustín, y que sólo podía ser colmado por el propio Creador.
Los pitagóricos, como muchos científicos de hoy en día, pensaban que los números y la armonía eran la base de nuestro mundo físico, el "arkhé" y el referente último del universo; algo que hacía del mundo un engranaje perfectamente trabado y regido por unas leyes muy precisas que serían inmutables.
La música, hecha también de números y de armonía, sería, por tanto, algo así como el sonido del Cosmos en movimiento y, nosotros, al imitarlo, no hacíamos sino remitirnos a las normas que rigen su funcionamiento último, y que nos acaban identificando con Él.
Ciertos matemáticos iban a contribuir, posteriormente, a perfeccionar y ampliar los conocimientos de las propiedades numéricas de la música, y, entre ellos, habría que destacar a Marin Mersenne, que estableció con precisión las relaciones entre las longitudes de cuerda y las frecuencias, en una obra titulada Armonía Universal, dando origen a una nueva escala en la que todos los intervalos eran iguales, y que hoy conocemos con el nombre de “cromática”.
Tras él, ya en el siglo XVIII, Leonhard Euler, en una obra titulada Nueva teoría musical, trató de mejorar la escala cromática ordenando la consonancia, a su parecer, “demasiado matemática para los músicos y demasiado musical para los matemáticos”.
Otros cientificos y filósofos también contribuyeron con sus teorías al desarrollo de las relaciones entre la música y las matemáticas, como Galileo Galilei, tal vez por influencia de su padre que, no lo olvidemos, fue un músico de cierto renombre en la Italia del Renacimiento; o René Descartes, que reunió todos sus conocimientos relativos a este arte en una obra menor que tituló Compendio musical; y Gottfried Wilhelm Leibniz, quien, en uno de sus escritos, dijo: “La Música es un ejercicio aritmético secreto y la persona que se entrega a ella no se da cuenta de que está manipulando números”.
Otros hombres de ciencia sintieron una pasión por la música más allá del mero afán intelectual, llegando a practicarla con verdadera fruición, como el matemático de origen ruso Georg Cantor, que ya desde pequeño se mostró como un violinista de talento, en buena medida influenciado por su madre, Maria Anna Böhm, que también habría de dedicar la mayor parte de su vida al cultivo de la música. Cantor fue el primer matemático de la Historia capaz de formalizar la noción de infinito, siendo también el primero en revelar que los conjuntos infinitos pueden tener diferentes tamaños. Entre estos infinitos, los hay tan grandes que no tienen correspondencia con el mundo real. Poco después de esos descubrimientos, Cantor, que alternaba su afición a la música con su trabajo matemático, comenzó a pensar que el infinito absoluto, una noción dificilmente concebible por la mente humana, era Dios mismo. Por aquel entonces, comenzó a sufrir una serie de crisis, que se fueron haciendo cada vez más frecuentes, y acabó muriendo en 1918 en una clínica psiquiatrica de Alemania, víctima de una enfermedad maníaco-depresiva.
Ni siquiera la música fue capaz de equilibrar su mente y de salvarle, porque cuando uno se asoma al abismo de lo inconmensurable, corre el riesgo de ser arrastrado a un laberinto y de perderse, irremediablemente, en su interior.
Un capítulo aparte en la historia de las matemáticas, merecería el estudio de la Proporción Áurea y su aplicación en la música. El descubrimiento de ese número se debió a Euclides de Alejandría, pero, ni siquiera él, pudo imaginar la importancia que semejante hallazgo tendría para comprender determinadas formas de la Naturaleza, como la disposición de los pétalos de una rosa o la configuración última de las galaxias. Esa proporción divide un segmento cualquiera de tal forma que la parte menor es a la mayor, lo que la mayor es al todo; y los matemáticos la han cifrado en un número irracional (el Número Áureo): 1,618.
El astrofísico norteamericano Mario Livio, en un libro titulado The Golden Ratio, dijo que la Proporción Áurea, “que tiene propiedades estéticas especiales en las artes visuales, también se le atribuyen efectos particularmente placenteros en la música.” Y, a continuación, añadía: “Paul Larson, de la Universidad de Temple, afirmó en 1978 que había descubierto la Proporción Áurea en la música occidental más antigua registrada: las salmodias kirie de la colección de cantos gregorianos conocidos como Liber Usualis”, aunque, luego, él mismo se muestre algo escéptico respecto al hallazgo. También cita al matemático John F. Putz del Alma College de Michigan, quien intentó averiguar si Mozart había utilizado la Proporción Áurea en algunas de sus sonatas para piano, que aparecen compuestas por dos secciones marcadas.
“En la Sonata nº1 en Do Mayor, por ejemplo,- dice Livio- el primer movimiento está compuesto por sesenta y dos compases en el Desarrollo y Capitulación, y treinta y ocho en la Exposición. La proporción 62/38 = 1,63 se acerca mucho a la Proporción Áurea.”
Otros músicos que pudieron utilizar dicho número en sus composiciones son Béla Bartok en la fuga de Música para cuerda, percusión y celesta, y Claude Debussy “en el solo de piano titulado Reflets dans l´eau, una parte de las series Images, la primera reanudación del rondo se produce en el compás 34, es decir, en el punto de la Proporción Áurea entre el comienzo de la pieza y el inicio de la sección climática tras el compás 55.” El propio Debussy, en una carta dirigida a su editor Jacques Durand en agosto de 1903, se refiere a un compás que faltaría en otra de sus composiciones, Jardins sous la pluie, “De todos modos- dice Debussy para no dejar dudas al respecto-, es necesario en cuanto al número; el número divino.”
La proporción áurea tiene más sentido, si cabe, cuando lo que buscamos es la “armonía” definitiva, la belleza en su estado más puro. No debemos olvidar que, con esa palabra, armonía, originariamente nos referimos a la proporción de las partes con respecto al todo y de éstas entre sí, y, por eso, las matemáticas son tan importantes a la hora de conseguir alcanzarla.
Por lo demás, los pitagóricos, imbuidos del espritu místico de su fundador, pensaban que los números eran capaces, no sólo de explicar las realidades físicas del universo, sino también las cualidades morales de los hombres, y fueron los primeros en señalar las posibilidades terapeúticas de la música.
La música estaría repleta de valores más allá de los puramente estéticos, alcanzando plenamente a los éticos y morales, y sería capaz, por sí sola, de restaurar la armonía del espíritu y del cuerpo ante cualquier desarreglo o desequilibrio que lo afectara, y que no sería otra cosa que la causa de una enfermedad.
Tal vez tuviera razón Fernando Pessoa, después de todo, cuando afirmó que el binomio de Newton era más bello que la Victoria de Samotracia, y en los números, las proporciones, el orden y la armonía encontraremos una fuente de belleza inagotable (quizás la fuente primera).
A los números, tal vez, sólo habría que añadir algo de imaginación y un sentimiento íntimo y sincero, para que su reflejo sobre la música la hiciera un poco más humana, y para no acabar como todos aquellos que, como Cantor, osaron mirar el rostro de Dios y quedaron fulminados por su implacable resplandor sobrehumano.
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