¿Existe la Armonía en el mundo? ¿Es la Música únicamente un producto de la mente humana o tiene correspondencias reales en el universo?
Los antiguos griegos creían en la existencia de una razón universal que dominaba el mundo y que hacía posible un orden y un destino. A esa razón la llamaron logos, y con ese nombre es como ha llegado hasta nosotros. Los pitagóricos, por su parte, atribuyeron todo orden a los números y establecieron su íntima relación con la música. Si el Cosmos era regido por leyes matemáticas, y si los planetas, al girar, producían un leve rozamiento con el éter, la sustancia invisible de los cielos, su movimiento debía generar ciertos sonidos, distintos en función de las distancias, y que, puestos en relación los unos con los otros, conformarían una especie de sinfonía que denominaron Música de las esferas.
Todas estas ideas llegaron prácticamente incontestadas hasta la Edad Moderna en Europa, e influyeron en el pensamiento de numerosos científicos, artistas y filósofos, sirviendo a Leibniz como base de su teoría de la "Armonía Preestablecida", según la cual todas las mónadas, sustancias mínimas que componen el universo, habrían sido sincronizadas por Dios en el mismo instante de la Creación.
Siendo así las cosas, no era de extrañar que algunos pensaran que el compositor, al crear una pieza musical cualquiera, no hacía sino imitar esa razón divina que regía sobre todas las cosas y que, en última instancia, afectaría tanto al orden material como al ético, aunque su punto de partida fuera, en principio, meramente estético.
Estaba claro que el mundo era conducido por leyes ciertas y que éstas dotaban de sentido los acontecimientos, que podrían llegar a predecirse con total exactitud. El universo sería entonces como un reloj perfectamente trabado por su Creador, y la música, sobre todo la religiosa, debía ser testimonio de su excelente engranaje y de toda su belleza.
Sin embargo, ya desde los primeros tiempos, surgió un grupo de pensadores escépticos que pusieron en tela de juicio la idea de una Naturaleza bien hecha y regida por leyes físicas y morales incontestables, y eso lo hicieron mucho antes de que los primeros científicos modernos echasen abajo las teorías antropocéntricas del universo, y cuando la Teoría del Caos y las leyes de la Mecánica Cuántica no habían sido postuladas todavía.
Hoy, aquí, he de referirme a uno de aquellos hombres sabios: Carnéades de Cirene, que polemizó sobre la existencia de valores eternos y absolutos, con un famoso dilema que propuso hace ya más de dos milenios.
En el año 155 a.c. los atenienses enviaron a Roma una delegación para defender ante el Senado la resistencia de Atenas a cumplir un castigo que le había sido impuesto a su ciudad. Entre los enviados a la metrópoli italiana se hallaban Critolao, Diógenes el Estoico y el propio Carnéades de Cirene. Los atenienses querían convencer a los romanos de que sus leyes no eran infalibles ni, por supuesto, reflejo de ninguna Ley Superior. Las normas de los hombres, según decían, no eran sino puros convencionalismos que no se correspondían con la Verdad y la Justicia Absolutas, ya que éstas no existían, y, por lo tanto, que podían ser modificadas en cualquier momento por un simple acto de la voluntad.
Para ilustrar su convencimiento de un mundo imperfecto y relativo, de una Naturaleza injusta e inacabada en donde la Verdad absoluta no se producía nunca, el sabio de Cirene propuso un ejemplo que hoy conocemos como el problema de "la Tabla de Carnéades", y que decía más o menos así: dos naúfragos, en mitad del mar, consiguen agarrarse a una pequeña tabla de madera, que, sin embargo, sólo puede resistir el peso de uno de ellos ¿Quién de los dos habrá de asirse a la madera? Ambos, en principio, tienen derecho a la vida, por lo que la Justicia está del lado de uno y del otro ¿Cuál de los dos, pues, debería salvarse?
Carnéades, al igual que Pirrón, era un escéptico –no faltará quien diga hoy que también era un pesimista- y, contrariamente a aquellos que pensaban en un mundo armónico y perfecto, nunca creyó en valores absolutos, y postuló que las ideas del Bien, la Verdad o la Justicia no eran sino abstracciones producidas por la mente humana, y sin correspondencia real en el universo.
Los argumentos de Carnéades, que impresionaron sobremanera a los romanos, venían a demostrar que, si la Justicia no existía, al final, se agarraría a la tabla el más fuerte de los naúfragos, que sería quien habría de sobrevivir en el mar.
El logos se transformaba en terrible ley de la selva, y la mano que conducía el orden y la justicia en el mundo, o era impotente, o dejaba, entonces, de existir.
Los antiguos griegos creían en la existencia de una razón universal que dominaba el mundo y que hacía posible un orden y un destino. A esa razón la llamaron logos, y con ese nombre es como ha llegado hasta nosotros. Los pitagóricos, por su parte, atribuyeron todo orden a los números y establecieron su íntima relación con la música. Si el Cosmos era regido por leyes matemáticas, y si los planetas, al girar, producían un leve rozamiento con el éter, la sustancia invisible de los cielos, su movimiento debía generar ciertos sonidos, distintos en función de las distancias, y que, puestos en relación los unos con los otros, conformarían una especie de sinfonía que denominaron Música de las esferas.
Todas estas ideas llegaron prácticamente incontestadas hasta la Edad Moderna en Europa, e influyeron en el pensamiento de numerosos científicos, artistas y filósofos, sirviendo a Leibniz como base de su teoría de la "Armonía Preestablecida", según la cual todas las mónadas, sustancias mínimas que componen el universo, habrían sido sincronizadas por Dios en el mismo instante de la Creación.
Siendo así las cosas, no era de extrañar que algunos pensaran que el compositor, al crear una pieza musical cualquiera, no hacía sino imitar esa razón divina que regía sobre todas las cosas y que, en última instancia, afectaría tanto al orden material como al ético, aunque su punto de partida fuera, en principio, meramente estético.
Estaba claro que el mundo era conducido por leyes ciertas y que éstas dotaban de sentido los acontecimientos, que podrían llegar a predecirse con total exactitud. El universo sería entonces como un reloj perfectamente trabado por su Creador, y la música, sobre todo la religiosa, debía ser testimonio de su excelente engranaje y de toda su belleza.
Sin embargo, ya desde los primeros tiempos, surgió un grupo de pensadores escépticos que pusieron en tela de juicio la idea de una Naturaleza bien hecha y regida por leyes físicas y morales incontestables, y eso lo hicieron mucho antes de que los primeros científicos modernos echasen abajo las teorías antropocéntricas del universo, y cuando la Teoría del Caos y las leyes de la Mecánica Cuántica no habían sido postuladas todavía.
Hoy, aquí, he de referirme a uno de aquellos hombres sabios: Carnéades de Cirene, que polemizó sobre la existencia de valores eternos y absolutos, con un famoso dilema que propuso hace ya más de dos milenios.
En el año 155 a.c. los atenienses enviaron a Roma una delegación para defender ante el Senado la resistencia de Atenas a cumplir un castigo que le había sido impuesto a su ciudad. Entre los enviados a la metrópoli italiana se hallaban Critolao, Diógenes el Estoico y el propio Carnéades de Cirene. Los atenienses querían convencer a los romanos de que sus leyes no eran infalibles ni, por supuesto, reflejo de ninguna Ley Superior. Las normas de los hombres, según decían, no eran sino puros convencionalismos que no se correspondían con la Verdad y la Justicia Absolutas, ya que éstas no existían, y, por lo tanto, que podían ser modificadas en cualquier momento por un simple acto de la voluntad.
Para ilustrar su convencimiento de un mundo imperfecto y relativo, de una Naturaleza injusta e inacabada en donde la Verdad absoluta no se producía nunca, el sabio de Cirene propuso un ejemplo que hoy conocemos como el problema de "la Tabla de Carnéades", y que decía más o menos así: dos naúfragos, en mitad del mar, consiguen agarrarse a una pequeña tabla de madera, que, sin embargo, sólo puede resistir el peso de uno de ellos ¿Quién de los dos habrá de asirse a la madera? Ambos, en principio, tienen derecho a la vida, por lo que la Justicia está del lado de uno y del otro ¿Cuál de los dos, pues, debería salvarse?
Carnéades, al igual que Pirrón, era un escéptico –no faltará quien diga hoy que también era un pesimista- y, contrariamente a aquellos que pensaban en un mundo armónico y perfecto, nunca creyó en valores absolutos, y postuló que las ideas del Bien, la Verdad o la Justicia no eran sino abstracciones producidas por la mente humana, y sin correspondencia real en el universo.
Los argumentos de Carnéades, que impresionaron sobremanera a los romanos, venían a demostrar que, si la Justicia no existía, al final, se agarraría a la tabla el más fuerte de los naúfragos, que sería quien habría de sobrevivir en el mar.
El logos se transformaba en terrible ley de la selva, y la mano que conducía el orden y la justicia en el mundo, o era impotente, o dejaba, entonces, de existir.
La Música de las esferas había dejado de sonar, y la esperanza de un mundo armónico, de repente, se desvanecía...
Hubieron de pasar más de diecisiete siglos para que alguien se atreviera a proponer una respuesta al dilema planteado por el sabio de Cirene. Fue un filósofo español, Francisco Suárez, quien dijo que, ante la colisión de dos derechos iguales, desaparecía el ámbito de la Justicia para dejar paso al de la Moral, y que la respuesta a ese problema debía de venir de la Solidaridad (él la llamaba "Caridad").
Habrá, sin duda, quien diga que Suárez tenía razón, y habrá también quien sostenga que no era más que un iluso, y que la Moral rara vez se impone en nuestras relaciones.
Entre los primeros posiblemente se encuentren aquellos que creen en Dios y piensan que la Verdad, la Justicia y el Bien se dan realmente en el universo. Son los mismos que piensan que existe una Armonía que penetra todas las cosas, y que hay una música, sólo audible para aquel que esté atento y sepa escuchar. Ellos verán en la ténue luz de un amanecer cualquiera, en el sonido de unas olas rompiéndo sobre la arena, o en la forma de una rosa, prueba palpable de todo ello, y dirán que la misión del artista era desvelar, de forma íntima e intuitiva, esa Armonía que impregnaba todas las cosas, y que el artista traducía en sonidos que conformaban una música.
Sin embargo, habrá también quien diga que el Arte, como la Moral, no tienen correspondencias reales en el universo; más bien al contrario, son un intento por superar el orden natural establecido; y que, al final, sólo una ética basada en la razón humana nos ha de alejar de la ley de la selva y ofrecernos la posibilidad de una Civilización. Para ellos, la música de las esferas, el sueño dorado de los pitagóricos, tan sólo será una hermosa metáfora de la verdadera música que hay en el mundo, que no está sino en la mente de los hombres, y en los valores del Arte y la Civilización, esa empresa inconmensurable e inacabada a la que se dedicaron con esfuerzo los héroes de la Antigüedad que se afanaron por corregir los defectos de una Naturaleza imperfecta.
Algunos sabios como Lao Tse o Chuang-Tzu, decían, en cambio, que el Arte y la Civilización no son sino un artificio vano que no nos llevaba a ninguna parte: no hay fuerza humana que pueda modificar el universo, y que, en el Camino del Cielo, lo mejor era dejar que todo siguiera su curso natural, y no hacer nada.
Lo contrario de lo que pensaban los confucianos, que buscaron mejorar todas las cosas con la enseñanza de la música y de la virtud, y que sostenían que un hombre sabio, uno sólo, podía cambiar el destino mundo.
¿No será, en este punto, el Arte y la Civilización una inmensa torre de Babel, un insensato afán por llegar a lo Más Alto? ¿No seremos los hombres unos ilusos al creer que podemos enmendar la mismísima Creación? Más aún, ¿No sería todo esto un abominable acto de satanismo? *
Los más optimistas, aquellos que creen en el Progreso y en el Humanidad, dirán, ciertamente que no, y que por eso, el hombre, como los alquimistas que purificaban sustancias en sus alambiques en busca del Oro Eterno, crea poemas, ecuaciones, catedrales o sinfonías, tratando de destilar la Armonía que hay en todas las cosas con denuedo y con paciencia, y que ahí radica su grandeza y su posible salvación.
Hubieron de pasar más de diecisiete siglos para que alguien se atreviera a proponer una respuesta al dilema planteado por el sabio de Cirene. Fue un filósofo español, Francisco Suárez, quien dijo que, ante la colisión de dos derechos iguales, desaparecía el ámbito de la Justicia para dejar paso al de la Moral, y que la respuesta a ese problema debía de venir de la Solidaridad (él la llamaba "Caridad").
Habrá, sin duda, quien diga que Suárez tenía razón, y habrá también quien sostenga que no era más que un iluso, y que la Moral rara vez se impone en nuestras relaciones.
Entre los primeros posiblemente se encuentren aquellos que creen en Dios y piensan que la Verdad, la Justicia y el Bien se dan realmente en el universo. Son los mismos que piensan que existe una Armonía que penetra todas las cosas, y que hay una música, sólo audible para aquel que esté atento y sepa escuchar. Ellos verán en la ténue luz de un amanecer cualquiera, en el sonido de unas olas rompiéndo sobre la arena, o en la forma de una rosa, prueba palpable de todo ello, y dirán que la misión del artista era desvelar, de forma íntima e intuitiva, esa Armonía que impregnaba todas las cosas, y que el artista traducía en sonidos que conformaban una música.
Sin embargo, habrá también quien diga que el Arte, como la Moral, no tienen correspondencias reales en el universo; más bien al contrario, son un intento por superar el orden natural establecido; y que, al final, sólo una ética basada en la razón humana nos ha de alejar de la ley de la selva y ofrecernos la posibilidad de una Civilización. Para ellos, la música de las esferas, el sueño dorado de los pitagóricos, tan sólo será una hermosa metáfora de la verdadera música que hay en el mundo, que no está sino en la mente de los hombres, y en los valores del Arte y la Civilización, esa empresa inconmensurable e inacabada a la que se dedicaron con esfuerzo los héroes de la Antigüedad que se afanaron por corregir los defectos de una Naturaleza imperfecta.
Algunos sabios como Lao Tse o Chuang-Tzu, decían, en cambio, que el Arte y la Civilización no son sino un artificio vano que no nos llevaba a ninguna parte: no hay fuerza humana que pueda modificar el universo, y que, en el Camino del Cielo, lo mejor era dejar que todo siguiera su curso natural, y no hacer nada.
Lo contrario de lo que pensaban los confucianos, que buscaron mejorar todas las cosas con la enseñanza de la música y de la virtud, y que sostenían que un hombre sabio, uno sólo, podía cambiar el destino mundo.
¿No será, en este punto, el Arte y la Civilización una inmensa torre de Babel, un insensato afán por llegar a lo Más Alto? ¿No seremos los hombres unos ilusos al creer que podemos enmendar la mismísima Creación? Más aún, ¿No sería todo esto un abominable acto de satanismo? *
Los más optimistas, aquellos que creen en el Progreso y en el Humanidad, dirán, ciertamente que no, y que por eso, el hombre, como los alquimistas que purificaban sustancias en sus alambiques en busca del Oro Eterno, crea poemas, ecuaciones, catedrales o sinfonías, tratando de destilar la Armonía que hay en todas las cosas con denuedo y con paciencia, y que ahí radica su grandeza y su posible salvación.
Tal vez por eso, el Arte, para los filósofos confucianos; la Moral, para Francisco Suárez; o la Civilización, para los antiguos griegos o los ilustrados franceses del XVIII, no sean sino tablas imaginarias a las que deberíamos agarrarnos para no naufragar en la vida, porque la otra tabla, la de madera, puede que no fuera suficiente para soportar todo nuestro peso inmaterial.
-------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
*NOTA: Tal vez os sorprenda la mención del satanismo en el artículo. Sin embargo, no parece casual que el primer intento por mejorar la Creación, en la Antigua Grecia, se atribuyera a Prometeo. Según Esquilo, el héroe fue castigado por enseñar a los hombres la técnica del fuego, así como la metalurgia, la medicina, las matemáticas, la escritura y las demás artes; lo cual, dicho sea de paso, suponía un desafío imperdonable para el implacable Zeus, siempre ajeno al dolor de los humanos.
Prometeo, el bienhechor más grande de la Humanidad, estaría así íntimamente ligado a Lucifer (etimológicamente, "el portador de la luz") que, por cierto, también contravino al Creador todopoderoso y fue castigado por ello.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMe gusta mucho tu blog, por cierto ¿qué música escuchas?, recomiendanos algo.. Saludos desde México.
ResponderEliminarHola Merlinita: a mi me gusta todo tipo de música desde la clásica (sobre todo J. S. Bach y Antonio Vivladi) hasta el hip-hop. No todo el hip-hop, claro. Sin embargo, la música que más escucho, sobre todo cuando escribo, es el jazz: John Coltrane, Chet Baker, Diana Krall, Pat Metheny o George Benson.
ResponderEliminarUn saludo.