martes, 14 de diciembre de 2010

DESPUÉS DE LA NIEBLA

Seguramente muchos de ustedes hayan oído, alguna vez, la historia que les voy a referir. Se trata de un hecho real, ampliamente comentado en los periódicos de la época, y que yo viví muy de cerca, como agente de Scotland Yard enviado, ad hoc, para investigarlo.
Han pasado cinco años, y ahora, por fin, me he decidido a contar el resultado de aquellas pesquisas lejanas, pues, aunque en su día se archivó y se dio por resuelto el caso, a mi entender, quedaron algunas sombras que nunca fueron aclaradas, y sobre las que me gustaría volver en estas páginas.
A principios de septiembre de 1930, salió un barco del Reino Unido cuyo destino era la ciudad de Lisboa. En ese barco viajaba un escritor de cierta fama, un conocido mago que practicaba el ocultismo, y, en ocasiones, también el espionaje, y al que, sin embargo, yo sólo conocía por un retrato tomado en su juventud. Aquella imagen mostraba a un muchacho, más bien delgado, con el pelo lacio cayendo sobre su frente, y que sujetaba entre las manos un triángulo equilátero con ciertos símbolos dibujados en su interior.
En el momento de zarpar, sin embargo, el mago había cumplido cincuenta y cinco años, y su figura había perdido la esbeltez de sus años mozos. Su cabeza, antaño poblada y de color oscuro, aparecía rala y con los cabellos canos y muy cortos. Vestía capa negra y sombrero, y respondía a varios nombres, la mayoría inventados por él mismo: Maestro Therion, Baphomet, Laird de Boleskine y Abertarff, Frater Perdurabo... aunque la historia lo recordará principalmente por su nombre verdadero, Aleister Crowley, y también por el del “hombre más malo del mundo”, como le gustaba apodarlo a la prensa inglesa del momento, que se hacía eco de sus continuas extravagancias, y cuya vida se consumía, entre los escándalos y los narcóticos, bajo los rescoldos agonizantes de la estricta sociedad victoriana.
Tiempo atrás, durante un viaje a la ciudad de El Cairo, en abril del año 1904, escribió un tratado esotérico que le hizo célebre, el Liber AL vel legis o Libro de la Ley, que, según decía el propio Crowley, le había sido dictado en estado de mediumnidad por un “Superior Desconocido” llamado Aiwass, y que, según parece, le sugirió la famosa frase “haz lo que tú quieras; ésa será toda ley”.
Algunos testigos, incluida Rose Kelley, su mujer de entonces, dijeron que, durante los trances, Aleister ladeaba la cabeza y sus pupilas se dilataban enormemente, moviéndose de un lado para otro, de manera muy rápida. Ése era el momento en el que Aiwass parecía tomar posesión del joven británico para insuflarle las ideas y las palabras contenidas en el Libro de la Ley.
Yo, personalmente, siempre pensé que todo era una impostura para ganar fama y vender libros, una gigantesca mistificación del estilo de la que protagonizó más tarde, y por la que fui enviado expresamente a Portugal.
Lo cierto es que, desde aquel famoso viaje a Egipto, Crowley comenzó a practicar con asiduidad las misas negras; experimentó con todo tipo de drogas, incluidos el peyote, la heroína y la cocaína; ejerció rituales mágico-sexuales entregándose a orgías de todo tipo con hombres y prostitutas... Dicen que en la India mató a una mujer para chuparle la sangre. Yo nunca di credibilidad a tales rumores, aunque algunas coincidencias resultaban sumamente inquietantes, como que, en una carta a su cofrade de la Golden Dawn, Bram Stoker, fechada en la ciudad de Bombay y por los mismos días en los que se sucedieron una serie de crímenes espeluznantes, Crowley comenzara citando el Penthesilea de Heinrich von Kleist: “¡Besos o dentelladas! Cualquiera que ame de todo corazón podría confundir los unos con las otras...”
El mago inglés afirmaba, en esa misma carta, que siempre buscó hacer todas las cosas bajo la tutela y protección del dios Pan, aunque a él, en el fondo, lo que de verdad le gustaba, era creer que las hacía amparado por el mismísimo Lucifer, "-el portador de la luz-", decía.
Crowley también escribió: - y transcribo textualmente de aquella carta, fechada en noviembre de 1908 - “Ya no sabría vivir sin eso que los hombres vulgares llaman El Mal. Su descrédito y reputación, de común asaz abominable, nunca influyeron en mi pensamiento. Yo lo encuentro absolutamente irresistible; me fascina y, a menudo, me produce un placer infinito. A veces, también, me arrebata y me consume, provocándome un vértigo desagradable que, al final, se transforma en una especie de náusea. Pero, en todo caso, le da un indudable sentido a mi existencia, y gracias a su inmenso poder y a su capacidad de seducción, mi vida se hace rica, exuberante, extraordinaria.
Otros, los hipócritas y los cobardes, los débiles y los esclavos, se solazan con su eterno rival cósmico [el Bien], al que no debo sino respetar, puesto que, gracias a que también existe, he podido gozar, ahora y en todo momento, de su maravilloso contrario. Sin embargo, y a pesar de las apariencias, tanto los unos como los otros, los esclavos y los señores, nos encontramos unidos por el Amor, esa fuerza del espíritu que busca, incansable, su Ideal Eterno. Esa es la razón por la que al final, en no pocas ocasiones, embriagados o cegados en el frenesí de esa búsqueda, acabemos confundiéndonos, sin remedio, entre nosotros.”

El caso que aquí nos ocupa, comenzó algunos años más tarde, (no tengo constancia de la fecha) el día en que Crowley recibió una carta, remitida previamente por su editor, en la que un poeta portugués desconocido, aficionado también al ocultismo, le corregía algunos errores encontrados en la confección de su horóscopo. Desde ese mismo instante, se inició una correspondencia y una admiración mutua que propició una estrecha colaboración, (el poeta lusitano traduciría, el Hym to Pan de Crowley al portugués) y que acabó en la concertación de un encuentro donde, por fin, se iban a conocer personalmente.
Aquel poeta se llamaba Fernando Pessoa, y murió apenas cinco años después de su encuentro con el mago, momento en el que me dispongo a escribir estas líneas.

Aleister Crowley partió de Southampton para conocer a Pessoa, en el comienzo de un otoño prematuro, estando el Sol en Libra, y lo hizo en compañía de Miss Jaeger, una maga alemana que era su amante y compañera de rituales desde hacía años.
Sin embargo, el trayecto no resultó pacífico para la pareja. La lluvia, que les habría acompañado desde su salida de Gran Bretaña, les mantuvo confinados en su camarote, y el hecho de estar allí encerrados durante tantas horas, debió propiciar las riñas y las peleas.
Por lo demás, no debió ser un viaje romántico. Nunca pude imaginar en el Lusitania (así se llamaba el barco), a las señoras luciendo sus vestidos de fiesta; ni a los jóvenes soñadores subiendo a la cubierta para perder su mirada y sus ilusiones en la línea de un horizonte lejano. No los puedo imaginar, tampoco, recreándose con la belleza de las muchachas que, en otras circunstancias, habrían salido a recostarse sobre las hamacas, para respirar el aire puro del mar.
El viaje de Crowley, en cambio, siempre lo imaginé con el fuego, el hollín y el vapor removiéndose en el vientre de la gran bestia herrumbrosa. La nave avanzaría, lenta, sobre un océano de plomo, y difuminándose tras una impenetrable espesura grisácea que el tiempo no disiparía.
Durante el viaje, Anni Jaeger se enfadó por algunas palabras de más, y por las interminables horas de sexo que le demandaba su pareja. Es verdad que ella lo hacía de buen grado, durante los rituales, y cuando no faltaba la cocaína. Pero, esta vez, todo era diferente. No la había dejado en paz ni un solo instante durante el trayecto. Ésa, al parecer, fue la razón por la que, al llegar a Portugal, Anni desapareció, marchándose de nuevo a Alemania, y dejando al mago solo y abandonado.

Del primer encuentro de Crowley con Pessoa poco o nada ha trascendido. Apenas tenemos un testimonio que afirma que el inglés le reprochó con ironía haberle mandado una niebla tan espesa. Yo, que leí algún tiempo después la mencionada anécdota, pienso que podría ser apócrifa. En mis dos entrevistas con el poeta nunca me comentó nada al respecto, a pesar de que Fernando Pessoa accedió a contarme, y hasta el más mínimo detalle, el contenido íntegro sus conversaciones con el mago.
La primera vez que nos entrevistamos, en el café Martinho da Arcada, el poeta portugués me citó unos versos suyos:

A través del día de niebla,
Llega algo del olvido...
A través del día de niebla,
no llega nada.


- Inspector- me dijo Pessoa con la mirada melancólica- No se enfade usted conmigo. Ha venido desde muy lejos para investigar la desaparición de Mr. Crowley, y cree que yo puedo aportarle alguna pista, pero yo lo único que le puedo decir es que la vida es más extraña que la propia muerte, y acaso más misteriosa. Por otro lado, el aparecer y desaparecer forman parte inexcusable de la función misma- Fernando Pessoa sonrió entonces con malicia y mirándome a los ojos, dijo:- ¿No le parece, inspector?
Mire,- añadió, tratando de explicarse, y al notar mi absoluta perplejidad por sus palabras- yo siempre he pensado que todos tenemos dos vidas: una, la verdadera, la que soñamos en nuestra infancia; y otra, la falsa, la que luego vivimos en convivencia con los demás. Aparte de eso, sólo puedo decirle que todo, absolutamente todo lo que me rodea, ha estado, siempre y en todo momento, transfigurado por el Arte.
- ¡Ah!, creo que ya lo entiendo – dije tratando de obtener una confesión de manera (ahora me doy cuenta) un tanto frívola - Es esa vida falsa la que, tal vez, justifique la farsa que han montado usted y el señor Crowley, ¿No es así, señor Pessoa?
- No, no, se equivoca totalmente.- dijo el poeta, sin cambiar un ápice su expresión- Yo no justifico nada, puesto que, en realidad, no hay nada que justificar. Las cosas son como no son. Eso es todo.

Fernando Pessoa se mostró enigmático y oscuro en todo momento. Su forma de hablar me tenía perplejo, y, en cierta manera, me irritaba. Intenté, durante todo el tiempo que duró nuestra conversación, que fuera más claro, pero no lo conseguí, y, al final, no tuve más remedio que dar por concluido aquel primer interrogatorio, sin sacar ninguna conclusión al respecto.
Sólo una cosa empezaba a sospechar, algo que, un poco más tarde, los hechos me acabarían demostrando: que Crowley y Pessoa, de manera conjunta, habían planeado la escenificación del suicidio del mago y su desaparición ante los ojos del mundo.
Me marché al hotel de la Rua Liberdade, donde me hospedaba, reflexionando sobre todo el asunto e intentando comprender qué podían ganar esos dos personajes, tan distintos entre sí, con esa alambicada simulación, como no fuera el descrédito en el que, indudablemente, caerían, una vez se descubriera toda la verdad.

La farsa comenzó a montarse cuando un periodista, casualmente amigo de Pessoa, encontró una pitillera con una nota escrita en su interior, y donde, al parecer, el mago inglés comunicaba, de manera un tanto oscura, su intención de lanzarse al mar para quitarse la vida. El altar elegido para la inmolación no podía ser más significativo: un lugar rocoso y lleno de acantilados, en Cascais, conocido como Boca do Inferno.
La nota decía: “No puedo vivir sin ti. La otra boca del infierno me atrapará y no será tan caliente como la tuya”.
Mi colega, el detective Messon Charter, tras un exhaustivo peritaje grafológico, confirmó la autoría de la letra.
Las especulaciones de la prensa en los días posteriores, fueron de todo tipo: ¿Se había suicidado realmente Aleister Crowley por amor, tras su ruptura con Anni Jaeger? ¿O tal vez intentaba desaparecer de un mundo en el que había estado trabajando como agente doble de ingleses y alemanes, y en el que, ahora, tal vez, resultase incómodo para ambos?
Pessoa explicó a los periódicos su propia interpretación de los hechos, haciendo especial hincapié en el significado de varios símbolos mágicos que podían deducirse del ritual de suicidio de Crowley, y, también, lo cual resultaba una afirmación imposible de creer para cualquier persona con sentido común, que habría visto el fantasma del mago al día siguiente de su muerte.
Esto iba muy en la línea de la forma de ser de aquel extraño personaje, pequeño, enjuto, envuelto en su traje gris, y con la mirada triste tras sus pequeñas lentes graduadas. Fernando Pessoa, según puede leer algunos años después, buscaba desentrañar el gran secreto del Universo a través de la Magia, la Cábala y de algunos signos ocultos que, aseguraba, se encontrarían en posesión de unos pocos elegidos: Madame Blavatsky, que habría logrado traducir algunos pasajes del Libro de los Dzyan, un compendio religioso de origen tibetano, y considerado por los teósofos el texto más antiguo de la Humanidad; el legendario Georji Ivanovich Gurdjieff, autor del Todo y de todas las cosas; tal vez el propio Aleister Crowley.
¿No tomaría parte en esa impostura a cambio de algún conocimiento esotérico, incluyendo los saberes necesarios para la autoiniciación del poeta?
No podemos olvidar que Fernando Pessoa creía que el mundo era un inmenso almacén de símbolos y significados ocultos que sólo las almas verdaderamente despiertas serían capaces de descifrar.
¿Era el mago inglés, a los ojos de Pessoa, uno de esos espíritus superiores? ¿O había sido tan sólo el afán comercial y la mera propaganda lo que habría movido a Crowley a interpretar esa mascarada, y habría conseguido, de alguna manera, embaucar y arrastrar consigo a su viejo amigo portugués?

En mi segunda entrevista con Pessoa, y después de varios días sin que apareciera el cadáver de Crowley por ningún lado, le hice saber que Scotland Yard ya no daba credibilidad a la hipótesis del suicidio, y que nos encontrábamos a punto de archivar el caso.
Por si fuera poco, la policía portuguesa nos mostró los registros de las aduanas, donde había constancia de que un tal Edward Alexander Crowley habría salido del país, atravesado la frontera española, el día 23 de octubre.
Le rogué que, por favor, me dijera toda la verdad, ya que volvía a Londres aquella misma tarde, y no quería marcharme sin una explicación razonable o sin una confesión.
Fernando Pessoa se limitó a leerme unas palabras que, según me dijo, acababa de escribir, y que copié textualmente en mi cuaderno de notas (y aquí se las transcribo):

“Cuando la niebla se levante, tal vez, sólo quede Silencio. Silencio y una inmensa calma bañada de luz. Por eso, hay que aprovechar el viaje y soñar que, mientras dure, los signos y las palabras quizás escondían tras de sí un mundo lleno de aventuras (verdaderas o imaginadas); personajes que pudieron existir realmente; héroes; islas; ciudades; espíritus que soñamos soñadores a punto de descifrar la belleza inusitada y oculta que hay detrás de cada cosa...
Pero, sobre todo, lo que de verdad busqué en todo momento, fue recrearme en la emoción y en la esencia de este arte o magia, que, como la niebla, también se disipará cuando lleguemos, por fin, a puerto. Entonces sólo quedará el Olvido. El Olvido y una Sed jamás saciada; un anhelo imposible de Infinito...”

Fernando Pessoa dejó de leer, y me miró abstraído, como si sus pensamientos estuvieran en alguna otra parte, lejos de donde estábamos.
Por primera vez, desde que nos conocimos, noté, asomándose en el brillo de sus ojos, una emoción verdadera.
- Inspector, - dijo entonces, muy despacio, como si tratara de rehacer su compostura:- el mundo… el mundo se derrumba a nuestro alrededor. Los bárbaros no cesan de llamar a nuestras puertas… Escuche... Escuche atentamente. ¿Acaso no los oye?... – Por un momento, el poeta enmudeció, como si estuviera intentando percibir algo, mirando hacia arriba. Luego, volvió sus ojos hacia mi:
- Y ahora… cuando el mundo proclama que Dios ha muerto; cuando caen los viejos ídolos y apenas se levantan otros nuevos y extraños; cuando nos vemos, errantes y sin rumbo, entre las ruinas de los valores de antaño y la Tierra se dirige, sin remedio, hacia el abismo de la Nada y de lo Nuevo; ahora, la única razón que nos queda para tener alma, lo único que todavía podría salvarnos, es la contemplación estética de la Vida…
Nos quedamos callados durante unos instantes. Apenas me atrevía a abrir la boca. Sus palabras casi logran que me olvidara del verdadero motivo que me había llevado hasta allí. El caso es que yo también acabé emocionándome, aunque, la verdad, no estaba muy seguro de entender a qué se refería el poeta con todo ese discurso de los bárbaros y de las ruinas. Por su forma de declamar y por el indudable sentido alegórico de sus palabras, había conseguido encandilarme, sin entender muy bien cómo ni por qué.
- Señor Pessoa,- le dije, eludiendo sus comentarios, y tratando de centrar el asunto- usted ha declarado en el Noticiero Ilustrado, aquí lo tengo, que... vio a Mr. Crowley al día siguiente de su desaparición… El día 24. ¿Es eso cierto?
- No. No exactamente, inspector.- dijo el poeta.
Después de unos segundos, se explicó:
- Yo lo que dije es que había visto el fantasma del señor Crowley.

Al principio, pensé que lo del fantasma no era más que una de las muchas patrañas que se le habían ido ocurriendo a Fernando Pessoa, a propósito de la desaparición del mago, pero que, en ningún caso, se atrevería a repetirla en el futuro, y, mucho menos, ante un representante oficial de la Policía británica. Para mi sorpresa, había vuelto a insistir, así que, irritado por lo que consideré una actitud empecinada y ridícula, le espeté:
- ¿Y cómo diablos sabe usted, que lo que vio era el fantasma del señor Crowley y no el señor Crowley mismo?
El poeta levantó su mirada de nuevo, y, por unos segundos, permaneció callado. Luego, comenzó a decir muy tranquilo:
- Eso, no sabría explicárselo. Sólo sé que tenía una cita con Mr. Crowley en un modestísimo hotel de la Baixa, en el que habíamos acordado reunirnos. Queríamos vernos para hablar de nuestras cosas… Crowley y yo teníamos bastante en común, pero también nos separaban algunas diferencias, y eso hacía las conversaciones mucho más interesantes. Nuestra más acalorada disputa se había producido la semana anterior. Yo no aceptaba su máxima del haz lo tú que quieras, si no la matizábamos con la Regla de Oro que ha marcado la ética de todas las Religiones y Civilizaciones desde hace milenios.
Aún así, había algo que nos preocupaba de manera especial a los dos: la posible conexión de nuestro mundo con otras esferas de la Realidad...
Aleister creía ciegamente en su poder como médium y en la comunicación verdadera con seres de otras dimensiones, los “Superiores Desconocidos”, como los llamaba él; sobre todo, después de su experiencia en Egipto, cuando escribió su famoso Libro de la Ley.
Yo, que también fui, de alguna manera, un instrumento y una voz: la de seres como Ricado Reis o Álvaro de Campos, Alberto Caeiro o Bernardo Soares, pensaba, por el contrario, que todo formaba parte de un complejo drama em gente. En realidad, me veía como el médium de figuras que yo mismo había creado, pero nada más.
Otras veces, sin embargo, estoy convencido de que ellos, mis personajes, son los únicos que existen de verdad, en alguna parte, y que son más reales que yo mismo, que pienso que, en el fondo, no soy sino el fruto imposible de la Nada… bueno, un poco también como ellos.
Pessoa me miró, para comprobar que seguía su discurso sin perderme. Su dominio del inglés era tan bueno que siempre lograba hipnotizarme con sus palabras, aunque, a menudo, no entendiera muy bien lo que quería decir.
Permanecí atento y en silencio, intentando no perder el hilo de su narración. Tras una breve pausa, el poeta continuó:
-Crowley y yo íbamos a encontrarnos al día siguiente de su muerte simbólica. Todo lo que pasó ese día, me pareció insólito, y, de alguna manera, irreal. Recuerdo, por ejemplo, que pensé lo extraño que sonaba el eco de mis pasos sobre el empedrado de la calle, mientras me dirigía a la Baixa embebido, como de costumbre, en mis pensamientos. Me entretenía jugando con la idea de que yo no era el que caminaba realmente. – Fernando Pessoa sonrió con amargura- Pensé que sólo caminaba en la imaginación de otro, alguien que estaba contando un cuento en el que yo me dirigía a una modesta casa de huéspedes de la Baixa en busca de Mr. Crowley... Así que yo, en el fondo, no existiría sino en esa imaginación, en la que yo imaginaba que me imaginaba...
Luego, pasé junto a un ultramarinos que olía a fruta madura y que estaba atendido por un ciego cuya pobreza, y a pesar de su avanzada edad, no le habría permitido jubilarse. El anciano estaba sentado en una silla, a la entrada del comercio, junto a un cajón de plátanos de Madeira, y rodeado de moscas por todas partes. Al pasar junto a su tienda, el ciego levantó la cabeza y frunció el ceño, como si se extrañase al escuchar mis pasos. Y así permaneció un rato, con sus ojos perdidos en el vacío.
Unos metros más adelante, a la altura de la Rua dos Sonhos, me di cuenta de que me seguía un gato de mirada fosforescente. Una sombra se deslizó por una pared, al otro lado de la calle. Posiblemente fuera la mía… No lo sé, no estoy seguro. Estaba bastante lejos de aquella oscura proyección, pero no había nadie más por allí. De repente, mientras hilvanaba una imagen y unos versos en mi cabeza, el felino se erizó, curvando su lomo gris marengo, al tiempo que levantaba su larga cola electrizada. Me aparté a un lado, temiendo que me arañase, y giré en la siguiente esquina, camino de la Rua Aqueronte, a donde me dirigía.
Al fin, encontré el lugar. La pensión se llamaba Esperança. Estaba en un oscuro callejón lleno de charcos y gatos negros, y con alguna que otra maceta con las flores marchitadas. A lo lejos, se oía el graznido de las gaviotas, que me trajeron la imagen de un puerto invisible y desconocido…
El portal de la pensión me pareció muy sucio. Había papeles y basura arrojados por el suelo, y tenía humedades y desconchones por toda la pared. En la recepción no había nadie. Era como si no hubiese habido nadie desde hacía mucho tiempo, a pesar del ambiente cargado y del aire malsano que se respiraba. Subí las escaleras hasta la planta tercera. Comprobé el número de la habitación. La 19… Llamé a la puerta golpeándola suavemente con mis nudillos, pero no respondió nadie. Lo intenté de nuevo; esta vez golpeando un poco más fuerte... Nada. Sin embargo, yo tenía una cita con Mr. Crowley, y, por tanto, suponía que debía estar allí. Giré el pomo de la puerta y noté cómo se abría con un ligero chirriar de bisagras.
Cuando entré en aquella estancia, Aleister Crowley se encontraba sentado junto a su cama, serio, hierático, con la mitad de su rostro y de su cuerpo oculto tras la penumbra. Permanecimos así, en silencio, durante unos breves instantes, que, como usted se puede imaginar, me incomodaron un poco. Yo, entonces, empecé diciendo: - “Querido Mr. Crowley...”-
En ese momento, él me interrumpió con una voz que sonaba airada y llena de ira, y me dijo:
- “¡Déjese ya de monsergas!... sabe perfectamente que Crowley está muerto… Lo he matado yo… ¿Acaso no lo recuerda? Usted y yo planeamos acabar con su vida...”
Crowley me miraba de una manera que no sabría muy bien cómo definir, girando la cabeza, como si tuviera un tic nervioso, y sudando a borbotones. Además, movía sus ojos de una manera extraña... No sé. Todo me parecía muy raro. El caso es que sentí cierta desazón, y, bueno, he de confesar que me asusté un poco. Entonces él me dijo:
- “¡Ahora, lárguese de mi vista de una puta vez, y váyase usted también al infierno!”-
Me fui bastante decepcionado, y, la verdad, lleno de indignación. Crowley siempre fue muy atento conmigo, y extremadamente respetuoso. Por eso, no entendía nada, y pensé que, a lo mejor, tal vez, no fuera Mr. Crowley quien me hablaba de esa manera. Sin embargo... - Fernando Pessoa no acabó la frase.
-No he vuelto a saber nada de él desde ese día. Eso es todo lo que le puedo contar.

Me quedé mudo, y sin saber ya qué decir.
Después de unos segundos de vacilación, le di las gracias, me despedí cordialmente de él, y me marché.

Al cabo de unos días, Aleister Crowley fue visto en Alemania, y ya nadie volvió a comentar el caso.
Al parecer, el misterio había sido aclarado: Todo había sido un montaje, una mentira. El mago, después de dejar una ambigua nota de suicidio en su pitillera, se habría vuelto a reunir con su amada Anni Jaeger, atravesando las fronteras de España y Francia.
Y yo me olvidé del asunto... hasta ayer mismo, que recibí una carta de un amigo en la que me comunicaba que el señor Fernando Pessoa había muerto en Lisboa, y eso me hizo pensar y revivir mis investigaciones de aquel otoño de hace cinco años. Pensé que, en esta vida, en la que la falsedad es algo tan común, sólo la Muerte se erige como verdad suprema e inexorable. Sólo la Muerte es cierta.
Y mientras tanto, todo el mundo sigue convencido de que aquel famoso encuentro del poeta con el siniestro Aleister Crowley fue una gigantesca simulación, una engañifa que tan sólo buscaba publicidad. De hecho, a veces, he escuchado comentar a mis colegas de la Policía, entre sonrisas cargadas de ironía, “el caso de la misteriosa desaparición de Mr. Crowley en Lisboa.” La última vez, hace apenas un par de meses, cuando los diarios comenzaron a especular sobre la posible intervención del señor Crowley como espía de los alemanes, en estos momentos tan delicados para la Paz en Europa.
Como dice mi compañero, el detective Messon Charter: -“unas veces espía para nosotros, y otras, para el enemigo. Nunca sabes a qué juega, ni tampoco de qué lado está.”-
-“Así es Mr. Crowley”-, le respondo yo, pensativo.

Las dudas me han asaltado innumerables veces desde la última entrevista que tuve con Pessoa. Aún me resisto a creer todo lo que me contó el inefable poeta, esa curiosa historia de su encuentro con Aleister Crowley en una oscura pensión de la Baixa. Y aunque, en su momento, pude llegar a creerme todo lo que me dijo, a menudo, he pensado que, a buen seguro, me engañó.
Otras veces, en cambio, pienso que Pessoa decía la verdad incluso cuando mentía.
Lo cierto es que nunca sabré qué pensar, y, ahora, para salir del atolladero en el que me encuentro, tan sólo me queda el recurrir a la imaginación, como hacía el propio poeta cuando buscaba las Verdades Eternas, y como hago yo, en este momento, en que, al margen de todo lo que les he contado y que sucedió de veras, (pueden acudir a las hemerotecas y a los archivos de Scotland Yard para comprobarlo) imagino que Crowley y Pessoa y yo mismo, no somos sino fantasmas rondando los sueños de alguien que anda jugando a ser los demás. Entonces, sonrío para mis adentros, al pensar que, a lo mejor, yo también soy una especie de médium, una voz o un instrumento, como Ricardo Reis o Aiwass o el propio Pessoa aquí retratado, y aunque yo me sueñe verdadero, en realidad, soy como esa nave que zarpó de Southampton camino de Lisboa y que jamás dejó sus huellas pintadas sobre la mar.
Y todavía me sueño, y me siento viajando entre el hollín, el vapor y el fuego, ocultándome y revelándome, poco a poco, tras la niebla...
Una vez más, las dudas me asaltan. Tengo una sensación indefinida y bastante extraña, y una indecible tristeza me arrastra tras de sí. Entonces, me acuerdo de las palabras que escribió el enigmático poeta:


No soy nada
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí
todos los sueños del mundo
.

miércoles, 20 de octubre de 2010

LA MECÁNICA DE LOS SUEÑOS

La noche pasada soñé que deambulaba solo en una ciudad desconocida. De repente, me di cuenta de que buscaba sitio para comer. Entré en un restaurante, y sobre la mesa de servicio, un camarero trinchaba un enorme salmón anaranjado. Después de dar muchas vueltas por los comedores, acabé por convencerme de que no quedaba ninguna mesa disponible. Sólo pude ver algunas sillas vacías en las mesas de la terraza, desocupadas porque el tiempo era desapacible y había comenzado a lloviznar. Me disponía a marcharme, cuando, de manera inesperada, la lluvia arreció, transformándose en un tremendo aguacero. El agua me retuvo unos instantes en el umbral del restaurante. En ese mismo momento, en una mesa a mi lado, escuché a una mujer que decía:
“Todos los cambios en la intensidad de las lluvias están regidos por leyes matemáticas muy precisas que hacen que la mayor cantidad de agua que, de repente, se produce en una precipitación cualquiera, sólo dure ciento veintiséis segundos”.
Conté ciento veintiséis.
Entonces, salí a la calle... y me desperté.

Hace mucho que he creído descubrir la mecánica que rige el funcionamiento, aparentemente caótico, azaroso y sin sentido, del mundo de los sueños. Es un asunto que me interesa sobremanera, porque en mi familia se han dado casos de premoniciones oníricas con una frecuencia nada desdeñable, aunque eso nunca haya podido explicármelo del todo.
Una vez, por ejemplo, tuve un accidente de automóvil, y mi madre lo soñó tal cual había sucedido. Aquella misma noche, me aparecí ante su cama mientras dormía, con la mano derecha vendada, y diciendo: “- No te preocupes mamá, estoy bien... Han sido ellos, que iban borrachos-”.
Efectivamente, me había contusionado la mano y el antebrazo, tras un accidente de madrugada, en el que dos jóvenes se habían saltado un semáforo en rojo, chocando contra mi Toyota Rav 4.
La prueba de alcoholemia que efectuó allí mismo la policía, determinó que habían bebido más de la cuenta.
Al día siguiente, llamé por teléfono a mi madre, y, antes de que yo pudiera contárselo, me dijo que no hacía falta que le dijera nada, que lo había visto todo en un sueño.
Entre sorprendido y escéptico, acabé por renunciar a los dictados de mi razón más serena, porque yo sabía que nadie, absolutamente nadie, podía haberle contado el accidente; y porque era ella, mi madre, y nunca me diría una cosa como esa, si no fuera verdad.
Después de aquel día, yo mismo fabriqué, al menos, dos vaticinios asombrosos.
Lo cierto es que, tal vez, al interpretar los sueños, o, más aún, al adaptarlos a la vida real, pudiera haber ayudado, de alguna manera, a la realización del presagio; sobre todo si tenemos en cuenta cómo son los sueños, de suyo imprecisos, vaporosos y de muy difícil recuerdo; y al ser yo mismo, no debemos olvidarlo, un contador de historias, escritor de fantasías, y persona de pronta y fácil imaginación.
Por otro lado, como digo, he indagado en la insondable naturaleza de los sueños, llena de arcanos y recovecos, y he descubierto algo que me ayudaría a comprender, siquiera un poco mejor, la extraña mecánica que los rige.
No es que sea nada importante, y seguro que muchísima gente se ha dado cuenta antes que yo; pero es una de las pocas pistas de las que dispongo acerca de cómo y por qué se crean los sueños, y es por eso que lo menciono aquí.
El caso es que normalmente soñamos cosas que hemos vivido, experiencias que nos han impresionado, y que se han mantenido latentes en nosotros, para aflorar, después, mientras dormimos. También he de señalar que, a veces, soñamos cosas que hemos soñado ya en otras ocasiones. En ese sentido, los sueños funcionan igual que las ficciones, que se alimentan de nuestra experiencia, de la real, pero también de otras ficciones leídas o escuchadas. Sin embargo, en la formación de los sueños, la técnica o la razón jamás intervienen de forma decisiva. Lo contrario de los cuentos, que requieren un análisis muy riguroso de los elementos que lo componen, y que se rigen por una serie de principios, como el de intensidad y unidad, o el de economía, referido a las palabras. Por eso precisamente, siempre pensé que las ficciones se creaban para poner orden en nuestro mundo, con la esperanza de que lo bello superase, al final, a lo caótico y lo funesto, y de que todo pudiese tener un sentido. El que fuera.
Así, y para mi satisfacción, después de meditarlo durante un buen rato, había podido explicarme el sueño de la noche pasada, ése en el que andaba solo buscando sitio para comer:
Hacía un par de sábados, un amigo y yo habíamos tenido muchos problemas para encontrar un restaurante donde cenar, porque decidimos salir en el último momento, y no habíamos tenido la precaución de reservar una mesa. Al final, acabamos en un VIPS, comiéndonos un mísero sandwich club y una ensalada. Eso debía explicar, seguramente, el comienzo de aquel extraño sueño.
Por otro lado, no hacía mucho que había leído un libro sobre el número áureo (1,618...), y estaba totalmente fascinado por la omnipresencia de esa proporción que divide un segmento, en el universo.
Al parecer, había sido Euclides de Alejandría quien formuló, por primera vez, su existencia; y, desde entonces, han venido descubriéndose múltiples aplicaciones de esa cifra a la Realidad, desde la forma que tienen las galaxias, hasta la morfología de las conchas de mar o la disposición de los pétalos de una rosa. Así se podría explicar el hecho de que las descargas súbitas de agua en una tormenta siempre duren un número exacto de segundos en mi sueño.
Estos dos hechos, de alguna manera, se habían mezclado en mi cabeza, y el resultado se lo acabo de contar a ustedes.

Hasta aquí, el relato de lo que no fue sino un sueño como cualquier otro, y de la mecánica imprevisible, y basada en experiencias previas, que, a mi entender, los rige, si no fuera porque ocurrió algo después que no sabría cómo explicar.
Por la mañana, amaneció nublado.
He de decir que el día anterior había lucido un sol radiante, y que no había podido ver el pronóstico del tiempo en las noticias de la noche. Nada hacía presagiar, por tanto, una mañana lluviosa.
Desayuné, como de costumbre, algo de fruta y té. Me duché con mucha calma. Mientras me vestía, escuché, por primera vez, el crepitar de la lluvia sobre el tejado. Extrañado, cogí el móvil y las llaves, y me puse la gabardina. Salí al rellano de la escalera. El ascensor estaba fuera de servicio. Lo anunciaba un cartel escrito a mano con letras mayúsculas, y una caligrafía un tanto infantil. Entre absorto y distraído, bajé las escaleras, que se me hicieron muy largas.
Justo cuando me disponía a salir a la calle, ya en el umbral de mi casa, la lluvia arreció, transformándose en una descomunal tormenta.
Casi sin pensarlo, comencé a contar: uno, dos, tres... ciento veintiséis.
Entonces, salí afuera, con la lluvia resbalando por mi cara, y la inevitable sensación de no haber despertado todavía.

viernes, 2 de julio de 2010

VIAJE AL FIN DE LA NOCHE

Hace mucho que no escribo nada. Supongo que todo narrador sufre esta suerte de barbecho improductivo, a la espera de que las musas esparzan en su imaginación las semillas de las que brotará una nueva historia. El último relato que escribí, trataba, precisamente, de la falta de inspiración:
- “La apoteosis de la Nada autogenerativa” – sonrío para mis adentros.
Lo cierto es que yo hubiera preferido escribir un cuento policiaco o de aventuras, una historia que divirtiera a mis lectores, y les hiciera sonreír. Pero las ideas para escribir ese tipo de relatos parece que me abandonaron, hace ya mucho.
Mientras le doy vueltas a estos pensamientos, abro una botella de Macallan, de la que apenas sí queda un poco, y me sirvo un vaso. Como si formara parte de un ritual propio, me recreo observando su frágil color ocre y oro, y sus leves transformaciones a la débil luz de la lámpara. Luego, agito un poco el vaso, y meto la nariz dentro, tratando de inhalar todo su aroma. Siempre fui muy sensible a los olores y a los sabores; sobre todo a los olores; y, por eso, aprecio la riqueza de matices que exhala el licor de malta, lleno de frutas, especias y maderas; sobre todo de maderas; y me dejo arrastrar por su fuerte aroma deleitoso.
Me quedo un rato de pié, absorto, escuchando una pieza de jazz: I`ll string along with you. Después, echo una ojeada a las estanterías que forran todas las paredes del salón, y detengo mis ojos ante un libro: el Viaje al Fin de la Noche, de Louis-Ferdinand Céline, y aunque todavía no he tenido tiempo de leerlo, (lo compré hace ya más de un año, atraído por el título) pienso que algún día me gustaría escribir un relato con ese mismo nombre, tal vez, para hablar del insomnio y de la vida en la ciudad; o para referir una búsqueda incesante de no sé qué, en mitad de una oscuridad sin límites, en mitad de la Noche.
Cansado, he puesto la televisión y he visto con desgana una película de 1986, “Henry: retrato de un asesino”. La película no me ha gustado. Me ha parecido sórdida, y, sobre todo, muy sangrienta. Al mismo tiempo que la veía sin demasiado interés, he aprovechado para ojear el libro de Céline. He leído algunas páginas al azar, y compruebo que habla de la guerra.
Al final del filme, se me ha ocurrido que, tal vez, podría escribir una historia de miedo, de vampiros, por ejemplo. Pero, después de un rato sin hacer nada, salvo mirar el techo con un cigarrillo entre mis dedos, y darle vueltas y más vueltas a la cabeza, sigo esperando a que brote una idea, sin resultado.
-“Imagino que el whisky no es el mejor remedio para estimular mi lado más creativo”.- pienso.
El caso es que siempre sentí una predilección especial por los vampiros, a pesar de los libros mediocres, y de las películas de serie B, donde se habla de ellos. Tal vez sea porque, como le ocurre a casi todos los humanos, esos seres abominables y legendarios viven errando entre tinieblas, afectados por una sed trágica e insaciable.
–“En el fondo, todos buscamos algo que nos colme o nos redima; y, mientras llega ese momento, a menudo, nos alcanza la decepción y el desengaño, y nos entregamos a la búsqueda del placer y la inmortalidad, o nos vemos consumidos por el deseo, ignorantes de los monstruos que pudieran albergarse dentro...”-
Hoy es martes por la noche.
Van a dar las doce y media.
Me sirvo otra copa, “la penúltima”- me digo-.
El whisky casi se ha terminado, y, encima, no puedo dormir. Hace mucho que apenas duermo, y la soledad y la obligada vigilia, me empujan a salir a la calle, buscando distraerme un poco.
Mientras me pongo el abrigo, sonrío al recordar que los antiguos griegos no sólo atribuían la inspiración de los artistas a la labor de las musas Talía, Calíope o Melpómene, sino también a diversos espíritus y demonios...

Al rato, me veo deambulando por las aceras desiertas de la ciudad sin saber a dónde ir. Tan sólo hay unos pocos bares abiertos, oliendo, todavía, a vinos y fritangas, y cuyos clientes, hace ya mucho, que se marcharon.
Paso por delante de un sex-shop anunciado con grandes luces rojas y fucsias, y aunque, por unos segundos, estoy tentado de meterme dentro, al final, el hastío y un cierto sentido de la estética, superan mi curiosidad, y esa evidente tendencia al voyeurismo que padecemos casi todos los hombres.
A la entrada de la tienda, junto a una pared atiborrada de pintadas y grafitos, se aposta una prostituta negra y obesa. Tal vez espere cazar algún cliente que, con el calentón de su visita al local, se deje de remilgos y absurdas exigencias, y se muestre generoso, y dispuesto a aceptar su compañía.
Un olor repugnante de orines me empuja a acelerar el paso, y trato de alejarme rápidamente de allí.
Al doblar la siguiente esquina, me he topado con un mendigo que merodeaba junto a unos cubos de basura. Casi se tropieza conmigo, y ni siquiera ha levantado sus ojos para mirarme.
Mientras, en la acera de enfrente, observo cómo se apagan, melancólicas y silenciosas, las luces de un pequeño colmado regentado por inmigrantes chinos.
Me detengo, sin saber exactamente por qué, y fijo mi mirada en las farolas, que me sugieren una metáfora repentina: “Son los ojos de la Oscuridad, ese animal famélico y sigiloso que acechara todos mis movimientos, y estuviera a punto de devorarme...”
Enseguida, se pasa, fugaz, la euforia de mi feliz hallazgo retórico. Siempre busqué interponer, entre mis ojos y el mundo, un muro infranqueable de metáforas y palabras, de ideas y sonidos armoniosos. Mas la realidad, como la maleza, acaba asomando por todas partes, y cubriendo, con sus miserias, los frágiles consuelos de mi arte más efímero.
De nuevo, me siento cansado y solo, como un triste Robinson abandonado en mitad del asfalto, y pienso que no debería de haber salido esa noche.
Justo cuando estoy a punto de volverme a casa, veo una pareja de jóvenes que entra, con paso muy ligero, en un pequeño pub. Ella parece bastante mona; y, sin pensarlo dos veces, me meto detrás de ellos.
El sitio se llama La bamba, y es el típico garito cutre que decoró alguien con una clara inclinación a lo kitsch, hará veinte años o más. Hay fotos en las paredes de músicos de los cincuenta, con gafas de pasta gruesa y tupés enhiestos; y los sofás, de terciopelo morado, parecen muy sucios, y ajados por el pasar de los años. El local se encuentra escondido en una calle poco concurrida, por lo que, pienso, no debe tener mucha clientela, ni siquiera los fines de semana.
Me acomodo detrás de la barra, esperando que alguien me atienda.
La pareja que entró antes que yo, ha saludado al camarero como si lo conociera de toda la vida. Incluso le han llamado por su nombre: Evaristo. Luego, le han pedido un par de cervezas. Al instante, mientras llena el segundo vaso, el camarero acerca su cara a la del joven, que le susurra algo al oído. Evaristo se pone, entonces, muy serio, y se mete en una habitación que hay detrás del equipo de música. A los pocos segundos, vuelve con el rostro un poco más relajado, y, para mi sorpresa, estrecha otra vez la mano del joven, que sonríe complaciente. Parece que le ha dado algo. Un papelito. Entonces, caigo en la cuenta de que el negocio sobrevive gracias a que el camarero vende cocaína a sus clientes habituales.
Hay también un par de señores de unos cuarenta y pico años de edad, con pinta de ir por allí bastante a menudo. José Manuel y Fernando, escucho decir que se llaman. Imagino que no tienen nada mejor que hacer, y que, como yo, nunca tuvieron una familia que les esperara de vuelta en casa.
Han entrado y salido del baño, de manera alternativa.
Luego, se han pedido unos chupitos, y, entre eufóricos y risueños, han brindado a voz en grito: -“¡Por Carolina del Norte!”.
Mientras tanto, al fondo del local, una chica solitaria se entretiene jugando con los cubitos de su gin tonic. Tiene el cabello teñido de rubio, un escote que anuncia unos pechos grandes, y la piel muy blanca; blanquísima. Sus ojos me parecen oscuros y melancólicos, y miran con excesiva timidez, como si fuera un animalillo asustado. No es, lo que se dice, una mujer muy guapa, pero tiene algo gracioso en su rostro, no sé, tal vez sea su nariz pequeña o su barbilla, un tanto infantil; el caso es que me resulta tremendamente atractiva.
Por fin, me atiende el camarero. Le pido un whisky con un poco de agua.
A regañadientes, acepto que me sirva un JB, porque no tiene Macallan ni ninguna otra marca que me apetezca. En otras circunstancias, me hubiera marchado de allí enseguida, pero no tengo otra cosa que hacer, y, además, está la rubia del escote, que me ha mirado un par de veces desde que entré en el local.
Nunca fui demasiado tímido, así que, tras pagar la bebida, me acerco a ella con la intención de conversar de cualquier cosa.
La primera sensación que me aborda es la de su extraño perfume. Probablemente se trate de una marca barata comprada en unos grandes almacenes; y, sin embargo, ignoro por qué razón, ha conseguido despertar en mi todo un mundo de sensaciones y deseos imposibles.
Al principio, me he quedado de pié, junto a ella, que ha fingido no hacerme caso. Luego, ha vuelto a meter el dedo en la copa, para jugar con los cubitos de hielo, y hemos comenzado a hablar, aprovechando que José Manuel y Fernando han brindado, de nuevo, por Carolina del Norte, y han invitado a todo el bar a hacer lo mismo. La chica se ha mostrado reticente a conversar, pero las risas y el buen humor que aquellos hombres tan simpáticos han generado con sus continuos brindis, han hecho que se rompa el hielo que había entre nosotros. Enseguida, cambia su actitud hacia mí, cuando, para su sorpresa, descubre que los dos teníamos problemas a la hora de conciliar el sueño. Yo he comenzado diciéndole un cumplido:
- Es la primera vez en mi vida que me alegro de padecer insomnio-.
Ella me dice su nombre: Claudia. Al poco rato, la conversación deriva en las películas de terror, porque Claudia también ha estado viendo “Henry: retrato de un asesino”. Sin embargo, no acabó de verla. Apagó el televisor porque le daba miedo, y sufre pesadillas por las noches.
-No me extraña que te dé miedo.- le digo en un tono cargado de empatía, mientras miro, de reojo, su abultado escote- El caso es que, ahora, las películas dan miedo de verdad, no como antes. ¿Te das cuenta de que la Momia o Frankestein ya no asustan ni a los niños?... ¿Y sabes por qué? Porque sabemos que no existen, que son una mentira, y eso nos hace perder el miedo que pudiéramos tenerles... Sin embargo, las películas de terror de hoy en día, nos hablan de personas mucho más cercanas a nosotros: un pirado que conoce a una tía por Internet, queda con ella, se la carga, y, luego, se la come. - La muchacha hace una mueca de asco.
- ¡Ñam, ñam! -le digo yo, riendo- O la historia de un asesino en serie que es muy amable con sus vecinos y muy cariñoso con su madre; o ese padre de familia, que, de repente, descubrimos que es un enfermo mental, con un secreto terrible que oculta en el sótano de su casa. Lo que más nos asusta es que ellos sí pueden existir, que son reales, y que nosotros podríamos ser su próxima víctima. Por eso, Hannibal Lecter nos da mucho más miedo que el Hombre-Lobo. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que el vecino de al lado, o el desconocido que te cruzas una mañana en el ascensor de tu casa, o tu compañero de la oficina, ese que tiene un pequeño defecto al hablar, y que es algo tímido y reservado, podría, en realidad, ser un asesino? Eso es mucho más real, lo vemos a menudo en los periódicos, y, por eso, nos llena de pavor.
Le cuento que soy escritor, y que precisamente, esa noche, a lo mejor inspirado por la película de la tele, estaba pensando en escribir una historia de vampiros.
Claudia se toca el pelo. Parece que se ha puesto incómoda con la conversación.
- ¿Tu crees… en los vampiros?- me dice.
- ¿Yo? ¡Qué va! ¿Y tú?-
- ¿Yo? No… Bueno, no sé. Hay algunos animales que se alimentan de sangre... Y las personas también lo hacemos. ¿Sabías que, en África, los masai desayunan sangre de vaca mezclada con leche? El otro día lo dieron por la tele, le clavan una punta de flecha aquí, en la yugular...
- ¡Qué porquería! – le digo yo – Pero, en todo caso, no es lo mismo: se trata de sangre de animales, no de personas-
- Ya, bueno. Además, ya sé que los vampiros son seres de ficción, pero... desde hace algún tiempo, no tengo nada clara la línea que separa lo imaginario de lo verdadero; ni, tampoco, el mundo real del de los sueños... Créeme, - dice Claudia, poniéndose dramática y misteriosa. - a menudo, tengo sueños muy, pero que muy reales. Ésa es la razón que me ha llevado a salir esta noche. Últimamente he tenido pesadillas con vampiros. Ayer, por ejemplo, soñé con un hombre… bueno, en mi sueño nos fuimos a un hotel de las afueras, y nos acostamos, - Claudia baja la mirada, como si le diera vergüenza reconocerlo- Después de hacer el amor, el tipo se mete en el baño, y, entonces, escucho unos ruidos extraños. Miro por el resquicio de la puerta, y veo que hace unas cosas muy raras con la boca. Enseguida me doy cuenta de que le están creciendo los colmillos. Por suerte, logro huir sin que él me vea. Pero creo que puedo a volver a soñarlo… Por eso, me da tanto miedo dormirme de nuevo.
- ¡Menuda pareja que estamos hechos!- le digo yo, como si se tratara de algo muy divertido- uno no puede dormir, y el otro no quiere hacerlo. Yo, en mi vigilia, he pensado en escribir una historia de vampiros, y tú, cuando duermes, tienes pesadillas con ellos.-
- La verdad es que es una coincidencia increíble- me dice ella muy seria, y con cara de preocupación.
Después, hace otra pausa para beber de su gin tonic. La noto que vacila un poco. Al final, parece que se anima a continuar hablando:
- No sé si creerás lo que te voy a contar. Supongo que no, pero, en realidad, me da lo mismo; como apenas te conozco... Probablemente pensarás que te estoy loca, pero, la verdad, tampoco me importa demasiado. De un momento a otro, nos despediremos, y, seguramente, no volvamos a vernos nunca. El caso es que mis sueños... no son como los que tiene todo el mundo
- ¿Y qué diferencia hay entre tus sueños y los que tiene todo el mundo?- le pregunto yo.
- Pues verás, la mayoría de las personas sueñan un día una cosa, y otro día, otra. – dice ella- Sus sueños son esporádicos, inconexos, ilógicos... En cambio, los míos... Llevo varios meses soñando, de manera continuada, un mismo sueño. No todos los días, claro. Hay noches en las que no sueño nada; pero, cuando lo hago, se trata de episodios conectados los unos con los otros, y por tanto, que siguen una lógica. Lo peor de todo, es que mis sueños se han convertido en una auténtica pesadilla que empieza a resultar muy, pero que muy desagradable. No sé. Parece que estoy viviéndolo todo de verdad, y sólo me doy cuenta de que era una pesadilla cuando me despierto, y, claro, entonces, ya no puedo volver a dormirme.
- ¿Pero qué te pasa en ese sueño tan horrible?- le pregunto yo, de nuevo.
- Bueno, ya te he adelantado algo. El sueño completo es bastante largo de contar... Espera, vamos a pedir, antes, otra copa. ¿Quieres tú una?- dice poniéndose de pié.
Claudia lleva unos zapatos de tacón muy alto, tiene las piernas bonitas, y un talle gracioso y ligero.
Me levanto yo también, y le digo que aguarde allí, que esa ronda es mía, y me acerco de nuevo a la barra, para pedir las copas.
José Manuel y Fernando, los cuarentones simpáticos, parecen más alegres que nunca. Se han levantado de sus taburetes para bailar una canción de Michael Jackson. Sonrío al verlos con sus pantalones de franela gris y sus camisas de cuadros, dibujando un perfil abdominal convexo, y moviéndose al ritmo de Billie Jean. Uno de ellos ha comenzado a imitar los gestos púbicos del mítico rey del pop; y, de vez en cuando, se lleva su mano al sexo, lanzando un aullido corto, al tiempo que da un saltito.
Vuelvo junto a Claudia, que, sin más preámbulo, continua contándome sus pesadillas:
-Al principio, soñaba cosas de mi vida diaria. – me dice - Iba al trabajo, regresaba para comer a casa, volvía de nuevo a la oficina... Todo se sucedía de igual forma que en mi vida real. Quizás, por eso, me costaba tanto darme cuenta de que lo estaba soñando todo. Era como si viviera dos vidas paralelas: una, la real; y otra, la soñada... El caso es que he estado informándome. Hace tiempo leí un libro… ¿Sabías que algunas tribus de Australia piensan que todas las personas vivimos, en realidad, dos vidas? Esas dos vidas se corresponderían con la existencia de dos clases de tiempo: el Tiempo Real, y el Tiempo de los Sueños. Al menos eso creen los aborígenes, que experimentan el reino sagrado de los sueños como algo mucho más real que mundo material en el que vivimos. El Tiempo Soñado sería eterno, y también mucho más verdadero que el Tiempo Real, porque no estaría afectado por el continuo devenir, ni por la muerte.
Pero, bueno,-continúa Claudia, dándole un sorbo a su gin tonic- para no aburrirte demasiado: un día, me encontraba en casa, abriendo el correo electrónico. Yo, de repente, era una periodista de investigación. ¡Una periodista! En realidad, soy procuradora... En mi sueño, no sé por qué, tenía el encargo de hacer un reportaje sobre los 101 libros que habrían hecho más por el bien de la Humanidad. Durante algún tiempo, estuve consultando con especialistas, que me hablaron de la obra de William Shakespeare, de los Elementos de Euclides, del Tao Te King, de los Seis Libros Clásicos de los confucianos, del Quijote... – Claudia hace una pausa para darle otro sorbo a su gin tonic- Todo esto que te cuento, no lo he soñado en un solo día, sino que llevo meses soñándolo, y yo, sólo te lo estoy resumiendo, ¿vale?...
- Sí, sí, continua- le respondo yo, muy intrigado ya por el desarrollo de su historia.
- Pues bien, como te decía, me encontraba recogiendo información para el reportaje, cuando recibo un e-mail de un profesor de la universidad de Bolonia; un tal Castoro Lombardi. Según me explica el profesor Lombardi, él llevaba varios meses escribiendo una tesis muy parecida al objeto de mi artículo. Concertamos una cita, y, después de algunos rodeos, me habla de una biblioteca que tendría más de mil años, y donde, al parecer, se encontrarían todos los libros que habrían hecho algo en favor de la Raza Humana. La “Biblioteca de la Luz”, la llama. Esa biblioteca habría sido creada en la Edad Media por una orden religiosa, al margen del Papado, y estaría escondida en la torre de un convento, en algún lugar en el sur de Europa. Cada año, se agregaban a sus anaqueles todos aquellos libros que fueran designados como dignos de su custodia, por un consejo formado por doce monjes sabios. Su objetivo, al parecer, era evitar otra tragedia como la que ocurrió en Alejandría: la desaparición de libros únicos, a causa de la ignorancia, la dejadez o el fanatismo de los hombres. El profesor Lombardi, sin embargo, me advierte que, para dar con ese lugar, primero debíamos hallar su opuesto, “La Biblioteca de la Oscuridad”, pues, por alguna razón, así lo habían dispuesto los doce monjes sabios que la custodiaban. En esa “Biblioteca del Mal”, habría un libro que indicaría el camino para encontrar la otra Biblioteca, la de la Luz.
- ¿Y qué hay en esa otra Biblioteca, en “la del Mal”, me refiero?-
- Pues es un lugar donde, evidentemente, se encontrarían todos los libros que habrían causado algún daño a la Humanidad.
- ¡Ahora lo entiendo!...- digo yo, con un desmedido entusiasmo, sin duda, influenciado por el whisky, cuyos efectos empezaba a notar desde hacía un rato - “No conoce la gloria del alma quien antes no la ha rebajado...” – Claudia se queda mirándome, frunciendo el entrecejo- Eso lo dice Ibn Hazam de Córdoba en El Collar de la Paloma.- le aclaro yo.
- Bueno, sí, tal vez.- dice Claudia, que, seguramente, no quería perder el hilo de su historia- pero déjame que siga contándote: Quedo con el profesor Lombardi y me desvela algo de lo que está totalmente seguro: que, en la “Biblioteca del Bien”, el lugar más destacado, en lo más alto de la torre, estaría la Biblia. Por otro lado, me dice que la “Biblioteca del Mal” es un lugar conocido por muy pocas personas. Por motivos de seguridad, supongo. No obstante, a él le habían hablado de una librería en el antiguo barrio del Carmen, en Valencia; un lugar regentado, al parecer, por dos viejecitas hurañas. El profesor Lombardi me asegura que ellas podrían saber dónde se encontraba la Biblioteca Oscura, aunque él nunca había podido localizarlas, y, por eso, solicitaba mi ayuda. Lo cierto es que yo estaba absolutamente fascinada por todos esos descubrimientos, más allá de lo que exigía mi reportaje, y decido ir a Valencia a buscar a las dos ancianas.
Durante varías noches, soñé que deambulaba por el barrio del Carmen en busca de aquella tienda de la que me hablara el profesor Lombardi. Me metía en callejuelas recoletas, y preguntaba a todo el mundo si conocían alguna librería atendida por dos señoras muy mayores.
Por fin, al cabo de cinco noches, tal vez seis; en un pequeño callejón apartado, no muy lejos de la calle de los Caballeros, tengo un presentimiento. En mis sueños siempre tengo presentimientos antes de que las cosas lleguen a suceder, ¿sabes? Es como si estuviera anticipándolas en mi mente. El caso es que encuentro un local oscuro y pequeño, que casi no se ve, si no te fijas. Un vecino muy mayor me lo ha señalado como la “la tienda de las brujas”. El negocio lo atienden dos viejecitas, que resultan ser hermanas. En realidad, es un negocio de Antigüedades, no una librería, aunque también tiene muchos libros.
Entro en la tienda, y les digo a las ancianas que quiero comprarles un libro. Ellas me sonríen, y se quedan mirándome sin decir nada. Insisto en lo del libro, y añado que puedo pagarles un alto precio, si la obra, en cuestión, lo vale.
Una de las ancianas se levanta, por fin, de su silla, y me muestra un volumen con las tapas rotas:
-“Este de aquí es una joya. En él se habla del sacrificio de un hombre: un ser que debe morir para regar con su sangre la Tierra...”- dice la viejecita, al tiempo que acaricia la obra con su mano huesuda y llena de pecas.
- “Para que, con su sangre y con su dolor,- añade la otra anciana- el Universo pueda renovarse, y existir eternamente...”
- “Es un sacrificio que regenera el Mundo, y que lo limpia de toda impureza.”- dice, de nuevo, la primera.
Tomo el libro con cuidado, y veo que me han dado una Biblia.
- “No, no es esto lo que quiero. Muchas gracias, señoras.”- les digo yo- “Lo que busco, en realidad, es un libro que me indique el camino para encontrar la “Biblioteca del Mal”.
Las viejas cambian su expresión amable, y, de repente, se vuelven ariscas.
- “Déjala.”- le dice una de las ancianas a la otra- “Es una ignorante”.
- “Sí.”- dice la otra- “No entiende nada”...
- “Podría pagaros mucho dinero”- les digo yo para intentar convencerlas de que me ayuden.
Entonces, les cambia de nuevo la cara, y una de ellas dice:
- “El dinero abre las puertas más atrancadas.”-
- “Y donde no las hay, las pinta”- dice la otra.
Les ofrezco mil euros, pero ellas me piden tres mil. Acepto el trato, y, entonces, me dicen que “Blablaria” (así llaman a la Biblioteca del Mal), se encuentra oculta en un lugar próximo a una de las cataratas del Nilo, en Egipto, muy cerca ya del Sudán, y me dan un mapa que indicaría su ubicación exacta. Ese lugar, al parecer, es un inhóspito desierto. Allí se escondería una pirámide invertida, bajo la arena, y esa pirámide contendría la Biblioteca Oscura, custodiada por un hombre muy fornido y de aspecto troglodita, cuyo nombre es Zabulón.
- “El Guardián del Abismo”- dicen las ancianas.
Hago el viaje a Egipto. Después de algunas peripecias, finalmente, doy con una aldea abandonada, donde, según el mapa, se encuentra la famosa pirámide invertida. El cancerbero Zabulón me deja entrar, a cambio de ciertos favores – aquí, Claudia no aclara nada, por lo que supongo que se trata de favores sexuales- La Biblioteca está compuesta de cientos de miles, puede que de millones de libros, la mayoría de autores desconocidos y sin relevancia. Sólo soy capaz de recordar algunos nombres: el Malleus Maleficarum, de los dominicos Kramer y Sprenger; el Diccionario Infernal, de Collin de Plancy; el Libro de la Ley, de Aleister Crowley. Hay también varias versiones del Necronomicón. Un poco más abajo, me encuentro con el Mein Kampf, de Adolf Hitler. Curiosamente, se encuentra muy cerca de otro libro de contenido “político”: El Capital de Karl Marx... Ahora bien, lo más sorprendente de todo, fue ver, un poco más abajo, una novela muy conocida y, aparentemente, inocua: El Código Da Vinci de Dan Brown.
En ese mismo instante, no pude reprimir ya la risa. Seguramente, Claudia se lo estaba inventando todo, pero estallé en una sincera carcajada, y le dije:
- El Capital se encuentra ahí por ser un verdadero tostón… Y el Código da Vinci, por malo-
Claudia no pareció apreciar mis comentarios al respecto. Indudablemente, para ella todo esto era muy serio, así que opté por guardar silencio, y dejar que siguiera con su historia:
- Yo seguía descendiendo la pirámide, en busca del libro que contendría la clave para encontrar la Biblioteca de la Luz. Pero aquel lugar, húmedo y oscuro, conforme iba descendiendo, iba oscureciéndose cada vez más. Hacía mucho calor, y la búsqueda se hacía cada vez más difícil. El calor era ya sofocante cuando, de repente, me topé con un tomo que destacaba por su color rojo. En sus tapas no había nada escrito, salvo unos cuantos signos indescifrables. Justo en el momento que me disponía a abrirlo para ver de qué se trataba, apareció Zabulón de no sé dónde, muy sonriente, como siempre, y completamente desnudo, diciendo:
-“Yo en tu lugar no lo haría, querida Claudia”-
- “¿El qué?”- Le pregunto yo, algo nerviosa.
-“Abrir ese libro”- me contesta él, sin borrar la sonrisa socarrona de su cara.
- “¿Y por qué, qué pasa?”-
- “Ese”- dice, bajando un poco la voz- “es el Libro Secreto de los Vampiros, y si no eres un upiro, chupasangres, brucolaco, kathakan, ni ninguna otra subespecie de vampiro, estarías condenándote a una terrible muerte, si lo abres... En él se describe, de manera minuciosa, la forma de acabar con ellos, y, por eso, si lo abres, su maldición te perseguirá para siempre.”
Yo no le hago demasiado caso, pensando que seguramente allí se encontraba la pista para encontrar la Biblioteca de la Luz. Abro el libro, y me encuentro con espantosas ilustraciones repletas de sexo y sangre. La lengua en la que aparece escrito, me es desconocida. Me recordaba a la escritura cuneiforme de los antiguos sumerios. Pero hay una advertencia en la primera página, escrita con letras góticas y en latín, y que sí consigo descifrar:
“Si no eres uno de los nuestros, lo pagarás con tu sangre: en esta vida soñada o en la otra...”
Zabulón ha desaparecido, y yo estoy llegando al final de la Biblioteca. Casi no puedo respirar. El calor se ha vuelto insoportable. Me falta el oxígeno. Cuando ya no puedo más, en un pequeño agujero, en el vértice final de la pirámide, veo, por fin, un libro. Está sucio, lleno de polvo y semienterrado, y tiene las tapas destrozadas. Justo cuando voy a cogerlo, me despierto de un sobresalto, como si estuviese a punto de ahogarme; sudando a chorros...
- Así, que, finalmente, no pudiste ver de qué libro se trataba- la interrumpo.
- No, no pude... Pero, ¿Sabes una cosa?... Juraría que se trataba del mismo libro que me ofrecieron las dos viejecitas en Valencia, la Biblia ésa de las tapas rotas... Pero tampoco podría asegurarlo. Lo pensé más tarde, una vez que me hube despertado. El caso es que, a partir de esa noche, comenzaron mis pesadillas, las de verdad.
La siguiente noche, soñé con Zabulón, que me esperaba a la salida de la Biblioteca. Me miró clavándome sus pupilas que me parecieron llenas de ira, como si estuviera a punto de empezar a pegarme. Salí corriendo de allí, y durante varias noches soñé mi viaje de vuelta a España, lleno de malos augurios y presentimientos.
En las atiborradas calles de El Cairo, me topé con unos niños que estaban pidiendo limosna. Al negarles una moneda, de repente, transformaron sus caras y sus dientes, y tuve que salir corriendo otra vez...
Por fin, una noche, conseguí regresar a mi casa. Después, un poco más calmada, llamé al profesor Lombardi, y le conté toda mi aventura. Fue, entonces, cuando soñé que me iba con él a un hotel, a las afueras de Madrid, y que nos acostábamos juntos. Luego, el profesor se metió en el baño de la habitación, y acabó convirtiéndose también en un vampiro; bueno, ya lo sabes. Te lo he contado antes... Y aquí me tienes ahora... Estaba en mi casa, a punto de acostarme. He puesto la tele, pero, al final, he decido salir, para no dormirme de nuevo.

Tras escuchar el relato de sus sueños, me abordaron varios pensamientos a la vez. Por un lado, estaba encantado con esa historia, que me podría servir para elaborar un relato de vampiros cuando volviera a mi casa. Le pedí permiso para hacerlo, y a ella pareció no importarle demasiado. Por otro lado, pensaba que Claudia estaba completamente loca; o eso, o bien era la persona más mentirosa y con la imaginación más desbordante que había visto en mi vida.
Sin embargo, a mi no me importaba que estuviera un poco grillada, o que se hubiera inventado toda la historia. Lo importante era que nos estábamos divirtiendo mucho aquella noche.
- ¿Por qué no nos vamos a cualquier otro sitio?- me dice ella, de repente.
- No sé. ¿A dónde quieres ir?-
- Hay un sitio que conozco, y que abren hasta las seis. A bailar un poco. ¡Esta noche nadie tiene que dormir!
Tomamos un taxi. Claudia me llevó a una discoteca de latinos, donde se bailaba salsa y merengue. El lugar tenía los suelos enmoquetados de color rojo, excepto la pista de baile, que parecía de baldosas negras. Pedimos un gin tonic y un whisky Chivas, y nos pusimos a bailar, olvidándonos de nuestras conversaciones anteriores, y de que, en el fondo, sólo éramos dos extraños que nos habíamos conocido en un bar de mala muerte. En realidad, parecíamos dos viejos amigos que se habían encontrado después de mucho tiempo. O, quizás, algo más que amigos. La tomé por su cintura, y ella sonrió. Me atreví a poner mis labios en su cara, y aspiré, despacio, su perfume. Luego, le di un beso. Ella aproximó su boca a la mía, y nos besamos los dos. Y seguimos bailando sin parar. Sólo había algo que parecía estropear lo que cualquier persona habría considerado como una velada perfecta: a Claudia le hacían daño los tacones, y se quiso sentar por un momento.
Con los efectos del alcohol haciendo mella en nuestro buen juicio, decidimos seguir bailando, y ella acabó quitándose los zapatos que tanto le molestaban, para bailar descalza por la pista.
Reíamos, bailábamos y bebíamos sin parar.
Serían más de las cinco, cuando me ausenté un momento para ir al baño. Al volver, Claudia ya no estaba sobre la pista. La encontré sentada en un sofá, con su cabello rubio platino cayendo, como una cascada, hacia delante, y buscando, por alguna razón, algo por el suelo. Al acercarme vi que hacía una mueca de dolor, y que se sujetaba el pié con la mano.
- ¿Qué te pasa, Claudia?- Le pregunté.
- Había una copa rota sobre la pista, y me he cortado con un cristal- dijo ella.
- A ver, déjame...-
Tomé su pie con la mano, y vi que, efectivamente, estaba sangrando un poco. Le limpié la herida con unas servilletas de papel y con un poco de agua oxigenada que nos trajo un camarero. Luego, le puse una tirita, y nos quedamos allí sentados, conversando acerca de lo sucedido. Al parecer, el baile se había terminado definitivamente.
- ¡Qué lástima!- dijo ella - ¡Con lo bien que lo estábamos pasando!
En ese mismo instante, al fondo de la discoteca, vimos a los dos cuarentones de La bamba, José Manuel y Fernando, que nos reconocieron, y se acercaron para saludarnos.
Uno de ellos apenas pudo articular una palabra. Nos miraba con los ojos muy abiertos, como si le acabaran de dar un susto. Además, parecía sufrir una especie de parálisis en su labio superior, aunque hacía algunos esfuerzos por sonreír, sin conseguirlo del todo.
El otro, no dejaba de hacer muecas y gestos raros con la boca.
Al final, después de cruzar unas pocas palabras con nosotros, acabaron marchándose, conscientes de su estado lamentable.
- Tengo un mal presentimiento- dijo Claudia, al cabo de un rato - ¿Has visto qué cosas tan extrañas hacía ese con la boca?
- ¡Vamos, Claudia, no seas ingenua!- le dije yo, soltando una carcajada- Eso es porque se han puesto de coca hasta la orejas... ¿No pensarás de verdad que se estaban convirtiendo en vampiros?
- Pues yo no le veo la gracia- dijo ella, poniendo, de nuevo, sus ojitos de cervatillo asustado- A lo mejor, no he salido de mi casa esta noche... me he quedado dormida en el sofá, y todo esto lo estoy soñando... El caso es que, cuando entraste en ese sitio, La bamba, te miré, y tuve el presentimiento de que te iba a conocer... o de que ya te conocía... ¿No lo entiendes, Emilio? ¡Tuve un presentimiento!
- ¿Pero qué estás diciendo, Claudia? ¿Acaso insinúas que tú me estás soñando a mi? Te puedo asegurar que yo existo... ¡De verdad, te lo juro!- le dije, sujetándole las dos mejillas con las manos, y soltando, de nuevo, una risotada.
Ella pareció molestarse con mis comentarios que, ciertamente, sonaban a burla, y se apartó de mi, girando su cabeza a un lado.
Viendo que ya era muy tarde, y que pronto se haría de día, le propuse acompañarla a su casa. Ella se negó, y prefirió tomar un taxi sola.
Antes de marcharse, me dio su teléfono, y quedamos en que la llamaría.

Tardé casi media hora en regresar a mi casa andando.
Si me hubiera metido en la cama directamente, todo me hubiera dado vueltas a causa del alcohol, así que decidí tumbarme un rato en el sofá.
Tomé el libro de Céline que había estado ojeando hacía algunas horas, y lo puse con cuidado encima de la mesa, junto a la botella de Macallan vacía.
-“Viaje al fin de la Noche”- repetí para mis adentros.
Luego, sonreí con amargura, pensando que mi espíritu estaba encerrado en el vacío de aquella botella, como si fuera uno de esos genios que aparecen en los antiguos cuentos orientales. Recordé que los ingleses llaman spirits, así, en plural, a los licores; y pensé que dentro de aquella botella de whisky se hallaba también mi espíritu, atrapado, y rodeado de vacío por todas partes.
Empezaba a amanecer, y el cansancio y la incipiente luz que se desparramaba por el cielo, me hicieron cerrar los ojos.
Todo me daba vueltas en la penumbra efímera del alba.
Al cabo de un rato, debí quedarme dormido, y comencé a soñar...
Soñaba que estaba bailando con Claudia, y que el suelo estaba repleto de rosas rojas y de espinas. Yo la besaba muy despacio en su cuello de nácar, engalanado con bellos claveles de color púrpura. Las flores parecían brotar de su piel, como por un arte mágico e incomprensible. Y me veía a mi mismo aspirando profundamente: quería inhalar todo el aroma de su cuerpo.
Estábamos en una habitación con música, y con cortinas de terciopelo morado.
Ella, de repente, se quitó el sujetador dejando libres sus pechos enormes y blancos. Pétalos carmesíes se deslizaron junto a sus pezones, y humedecieron la carne rosada de sus pechos. Entonces, sentí un perfume extraño... No, no era el que llevaba Claudia aquella noche. Ése, también lo sentía, todavía adherido a mi piel y a mi camisa... El aroma que me llamó la atención era muy distinto, más natural: era una fragancia suave y apetitosa y dulce, que, poco a poco, se tornaba salada en el paladar. Después, comencé a percibirla diferente, como tocada por una especie de sabor metálico.
En ese momento, creí despertarme entre efluvios de whisky, y con los párpados pegados a los ojos, que no conseguía despegar de ningún modo.
Intenté abrirlos dos o tres veces, pero me resultó del todo imposible.
Una ansiedad comenzó a recorrer todo mi cuerpo, empezando por la espalda, y terminando en la nariz y en la boca, que notaba completamente seca.
Me di cuenta de que tenía mucha sed. Aún así, tardé un buen rato en comprenderlo.
No, no era el whisky ni la resaca, aunque eso tampoco ayudaría a calmar mi sed, sino todo lo contrario, supongo.
No. Sin duda, se trataba de otra cosa.
Sin embargo, ahora, que estoy describiendo mis sensaciones, me surgen más dudas que nunca, y todo se vuelve extraño e inexplicable.
Tampoco sé si estaba ya despierto, o, si todavía dormía y soñaba.
El caso es que, de repente, una luz pareció abrirse paso en mi cabeza.
A pesar de todo, recuerdo que no me asusté: para mi supuso una revelación muy natural el pensar en Claudia desnuda, y en que la sed la debió provocar aquel perfume irresistible que manaba de su cuerpo; ese aroma natural y suave que deseaba que no se terminara nunca. Sí, ahora ya lo sé: sin duda, se trataba del olor inconfundible de la sangre; de la sangre de su herida, todavía abierta en mi memoria.

miércoles, 6 de mayo de 2009

LA MÚSICA DE LAS ESFERAS

Cuando a principios del año 2004 Daniel López-Fidalgo me propuso escribir una serie de artículos para su revista Confutatis, en Internet, yo le respondí:
-¡Pero si no sé nada de música!-
Él me sonrió, y dijo:
– Acabo de leer tu novela, y creo que podrías escribir sobre cualquier cosa que te propusieras. ¿Por qué no escribes una serie de artículos sobre pintura, filosofía o literatura, y luego los pones en relación con la música? A cambio, te propongo encontrar un editor para tu libro.
Acepté el trato, no porque me viera capaz de escribir algo mínimamente interesante sobre la materia, sino porque hacía casi dos años que mi novela hibernaba en una gaveta, y me hacía mucha ilusión que alguien, además de mis amigos, pudiera acceder a su lectura.
Al año siguiente, en octubre de 2005, apareció Imago Mundi, publicada por una pequeña editorial madrileña.
Por lo demás, los artículos que escribí durante aquellos años, supusieron el aprendizaje y la constatación de algo que ya había descubierto con anterioridad en el arte de las letras: la de la música como fuente inagotable valores, más allá de los puramente estéticos.
El resultado de aquel esfuerzo es La Música de las Esferas, que hoy transcribo en este blog, con la ilusión del naúfrago que sueña con lanzar su mensaje en una botella, y la esperanza de que llegará, finalmente, a los navegantes de las orillas más apartadas.

La Tabla de Carnéades

¿Existe la Armonía en el mundo? ¿Es la Música únicamente un producto de la mente humana o tiene correspondencias reales en el universo?
Los antiguos griegos creían en la existencia de una razón universal que dominaba el mundo y que hacía posible un orden y un destino. A esa razón la llamaron logos, y con ese nombre es como ha llegado hasta nosotros. Los pitagóricos, por su parte, atribuyeron todo orden a los números y establecieron su íntima relación con la música. Si el Cosmos era regido por leyes matemáticas, y si los planetas, al girar, producían un leve rozamiento con el éter, la sustancia invisible de los cielos, su movimiento debía generar ciertos sonidos, distintos en función de las distancias, y que, puestos en relación los unos con los otros, conformarían una especie de sinfonía que denominaron Música de las esferas.
Todas estas ideas llegaron prácticamente incontestadas hasta la Edad Moderna en Europa, e influyeron en el pensamiento de numerosos científicos, artistas y filósofos, sirviendo a Leibniz como base de su teoría de la "Armonía Preestablecida", según la cual todas las mónadas, sustancias mínimas que componen el universo, habrían sido sincronizadas por Dios en el mismo instante de la Creación.
Siendo así las cosas, no era de extrañar que algunos pensaran que el compositor, al crear una pieza musical cualquiera, no hacía sino imitar esa razón divina que regía sobre todas las cosas y que, en última instancia, afectaría tanto al orden material como al ético, aunque su punto de partida fuera, en principio, meramente estético.
Estaba claro que el mundo era conducido por leyes ciertas y que éstas dotaban de sentido los acontecimientos, que podrían llegar a predecirse con total exactitud. El universo sería entonces como un reloj perfectamente trabado por su Creador, y la música, sobre todo la religiosa, debía ser testimonio de su excelente engranaje y de toda su belleza.
Sin embargo, ya desde los primeros tiempos, surgió un grupo de pensadores escépticos que pusieron en tela de juicio la idea de una Naturaleza bien hecha y regida por leyes físicas y morales incontestables, y eso lo hicieron mucho antes de que los primeros científicos modernos echasen abajo las teorías antropocéntricas del universo, y cuando la Teoría del Caos y las leyes de la Mecánica Cuántica no habían sido postuladas todavía.
Hoy, aquí, he de referirme a uno de aquellos hombres sabios: Carnéades de Cirene, que polemizó sobre la existencia de valores eternos y absolutos, con un famoso dilema que propuso hace ya más de dos milenios.
En el año 155 a.c. los atenienses enviaron a Roma una delegación para defender ante el Senado la resistencia de Atenas a cumplir un castigo que le había sido impuesto a su ciudad. Entre los enviados a la metrópoli italiana se hallaban Critolao, Diógenes el Estoico y el propio Carnéades de Cirene. Los atenienses querían convencer a los romanos de que sus leyes no eran infalibles ni, por supuesto, reflejo de ninguna Ley Superior. Las normas de los hombres, según decían, no eran sino puros convencionalismos que no se correspondían con la Verdad y la Justicia Absolutas, ya que éstas no existían, y, por lo tanto, que podían ser modificadas en cualquier momento por un simple acto de la voluntad.
Para ilustrar su convencimiento de un mundo imperfecto y relativo, de una Naturaleza injusta e inacabada en donde la Verdad absoluta no se producía nunca, el sabio de Cirene propuso un ejemplo que hoy conocemos como el problema de "la Tabla de Carnéades", y que decía más o menos así: dos naúfragos, en mitad del mar, consiguen agarrarse a una pequeña tabla de madera, que, sin embargo, sólo puede resistir el peso de uno de ellos ¿Quién de los dos habrá de asirse a la madera? Ambos, en principio, tienen derecho a la vida, por lo que la Justicia está del lado de uno y del otro ¿Cuál de los dos, pues, debería salvarse?
Carnéades, al igual que Pirrón, era un escéptico –no faltará quien diga hoy que también era un pesimista- y, contrariamente a aquellos que pensaban en un mundo armónico y perfecto, nunca creyó en valores absolutos, y postuló que las ideas del Bien, la Verdad o la Justicia no eran sino abstracciones producidas por la mente humana, y sin correspondencia real en el universo.
Los argumentos de Carnéades, que impresionaron sobremanera a los romanos, venían a demostrar que, si la Justicia no existía, al final, se agarraría a la tabla el más fuerte de los naúfragos, que sería quien habría de sobrevivir en el mar.
El logos se transformaba en terrible ley de la selva, y la mano que conducía el orden y la justicia en el mundo, o era impotente, o dejaba, entonces, de existir.
La Música de las esferas había dejado de sonar, y la esperanza de un mundo armónico, de repente, se desvanecía...

Hubieron de pasar más de diecisiete siglos para que alguien se atreviera a proponer una respuesta al dilema planteado por el sabio de Cirene. Fue un filósofo español, Francisco Suárez, quien dijo que, ante la colisión de dos derechos iguales, desaparecía el ámbito de la Justicia para dejar paso al de la Moral, y que la respuesta a ese problema debía de venir de la Solidaridad (él la llamaba "Caridad").
Habrá, sin duda, quien diga que Suárez tenía razón, y habrá también quien sostenga que no era más que un iluso, y que la Moral rara vez se impone en nuestras relaciones.
Entre los primeros posiblemente se encuentren aquellos que creen en Dios y piensan que la Verdad, la Justicia y el Bien se dan realmente en el universo. Son los mismos que piensan que existe una Armonía que penetra todas las cosas, y que hay una música, sólo audible para aquel que esté atento y sepa escuchar. Ellos verán en la ténue luz de un amanecer cualquiera, en el sonido de unas olas rompiéndo sobre la arena, o en la forma de una rosa, prueba palpable de todo ello, y dirán que la misión del artista era desvelar, de forma íntima e intuitiva, esa Armonía que impregnaba todas las cosas, y que el artista traducía en sonidos que conformaban una música.
Sin embargo, habrá también quien diga que el Arte, como la Moral, no tienen correspondencias reales en el universo; más bien al contrario, son un intento por superar el orden natural establecido; y que, al final, sólo una ética basada en la razón humana nos ha de alejar de la ley de la selva y ofrecernos la posibilidad de una Civilización. Para ellos, la música de las esferas, el sueño dorado de los pitagóricos, tan sólo será una hermosa metáfora de la verdadera música que hay en el mundo, que no está sino en la mente de los hombres, y en los valores del Arte y la Civilización, esa empresa inconmensurable e inacabada a la que se dedicaron con esfuerzo los héroes de la Antigüedad que se afanaron por corregir los defectos de una Naturaleza imperfecta.
Algunos sabios como Lao Tse o Chuang-Tzu, decían, en cambio, que el Arte y la Civilización no son sino un artificio vano que no nos llevaba a ninguna parte: no hay fuerza humana que pueda modificar el universo, y que, en el Camino del Cielo, lo mejor era dejar que todo siguiera su curso natural, y no hacer nada.
Lo contrario de lo que pensaban los confucianos, que buscaron mejorar todas las cosas con la enseñanza de la música y de la virtud, y que sostenían que un hombre sabio, uno sólo, podía cambiar el destino mundo.
¿No será, en este punto, el Arte y la Civilización una inmensa torre de Babel, un insensato afán por llegar a lo Más Alto? ¿No seremos los hombres unos ilusos al creer que podemos enmendar la mismísima Creación? Más aún, ¿No sería todo esto un abominable acto de satanismo? *
Los más optimistas, aquellos que creen en el Progreso y en el Humanidad, dirán, ciertamente que no, y que por eso, el hombre, como los alquimistas que purificaban sustancias en sus alambiques en busca del Oro Eterno, crea poemas, ecuaciones, catedrales o sinfonías, tratando de destilar la Armonía que hay en todas las cosas con denuedo y con paciencia, y que ahí radica su grandeza y su posible salvación.
Tal vez por eso, el Arte, para los filósofos confucianos; la Moral, para Francisco Suárez; o la Civilización, para los antiguos griegos o los ilustrados franceses del XVIII, no sean sino tablas imaginarias a las que deberíamos agarrarnos para no naufragar en la vida, porque la otra tabla, la de madera, puede que no fuera suficiente para soportar todo nuestro peso inmaterial.
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*NOTA: Tal vez os sorprenda la mención del satanismo en el artículo. Sin embargo, no parece casual que el primer intento por mejorar la Creación, en la Antigua Grecia, se atribuyera a Prometeo. Según Esquilo, el héroe fue castigado por enseñar a los hombres la técnica del fuego, así como la metalurgia, la medicina, las matemáticas, la escritura y las demás artes; lo cual, dicho sea de paso, suponía un desafío imperdonable para el implacable Zeus, siempre ajeno al dolor de los humanos.
Prometeo, el bienhechor más grande de la Humanidad, estaría así íntimamente ligado a Lucifer (etimológicamente, "el portador de la luz") que, por cierto, también contravino al Creador todopoderoso y fue castigado por ello.

Las Ménades

“Alcanzándome un programa impreso en papel crema, Don Pérez me condujo a mi platea. Fila nueve, ligeramente a la derecha: el perfecto equilibrio acústico...” Así da comienzo una de las ficciones más celebradas del escritor argentino Julio Cortázar, Las Ménades, publicada en su libro “Al final del Juego” en el año 1956.
El inicio de la historia, tan familiar y cotidiano para los amantes de Mozart o Debussy, y que, además, ocurre en un lugar público y extraordinariamente civilizado como es un auditorio de música clásica, no nos hace prever ese final salvaje y terrible que se avecina: el despedazamiento del Maestro que dirije la orquesta por obra de varias mujeres del público, enfervorizadas hasta el paroxismo por la perfecta ejecución de las partituras, y el postrer acto de canibalismo con el que concluye el texto.
En realidad, Julio Cortázar no hace sino recrear una historia muy antigua: la de la muerte y despedazamiento de Orfeo, llevada a cabo por algunas mujeres, habitantes de las montañas de Tracia, donde, según la tradición, nació el dios de la música y el canto.
A su vez, este mito nos remitía a la historia de Dionisios, dios del vino y del entusiasmo, cuyo culto pervivió, durante muchos siglos, en aquellas regiones septentrionales de Grecia. Las Ménades, sus más fieles seguidoras, cuando se encontraban en estado de éxtasis, perdían el dominio de sí mismas y la cordura, y adquirían una fuerza sobrenatural, hasta el punto de que, llevadas por el entusiasmo y la pasión, podían matar y descuartizar a todo aquel se pusiera a su alcance. Según nos cuenta Virgilio, serían ellas las que mataron a Orfeo y esparcieron sus miembros por doquier.
El Mito dionisíaco, al igual que los misterios órficos, sobreviven en la Grecia que inicia el culto a la Razón y a la Filosofía, como pervivencia de algunas creencias preolímpicas, aún muy arraigadas entre el pueblo, y que se hallaban repletas de valores irracionales y de simbología agraria primitiva. Aquí no debemos olvidar el papel de los ciclos, tan presentes en la Naturaleza, y, sobre todo, el de los sacrificios, como rituales mágico-religiosos en los que se representaba la renovación del mundo y la del propio Tiempo. Al parecer, gente de todo origen y condición continuó, durante muchos años, reuniéndose en las montañas por la noche, para celebrar sus ritos orgiásticos en los que se despedazaba un animal y se consumía su carne cruda, quizá como recuerdo del despedazamiento de Dionisios a manos de los Titanes. Los adeptos se imbuían del espirítu del propio dios, que llegaba a poseerlos, en buena medida gracias al consumo de vino y de otras sustancias. Era lo que los antiguos griegos denominaban "enthusiasmos", momento de exaltación en el que se lograba la comunión total con la divinidad misma.
Este rito primitivo se confundía y se solapaba, a su vez, con la celebración de los misterios órficos: al igual que le ocurriera a Dionisios, el dios de la lira y el canto también sufrirá el despedazamiento de su cuerpo. Los destinos de ambos dioses se entrelazaban y se confundían en algún momento, incluyendo su muerte ineludible y cruenta, y su consiguiente regreso al mundo de los vivos. La resurección formaba parte indispensable del culto a Orfeo, que logró volver de los Infiernos, y que servía a los celebrantes como promesa de redención e inmortalidad futura.
Este mito también nos revelaba la naturaleza eminentemente arcaica del propio Orfeo, tal y como se desprende de las cualidades chamánicas que se le atribuyen: la capacidad de sanar, encantar y dominar a los animales con su arte. Pero también nos remitían a otras creencias: la de la dualidad intrínseca de los hombres, seres nacidos de los Titanes, (del mal y del cuerpo) a la vez que de los dioses (del bien y del espíritu).
Los hombres seríamos, por tanto, seres duales, capaces de hacer el bien y de obrar el mal; y, así, la música, de igual forma, dependiendo de ciertas combinaciones de sonidos y del manejo de los silencios, podría hacer brotar en nosotros todo lo bueno que llevamos dentro y sanar y perfeccionarnos, o, por el contrario, sacar todo lo malo y conducirnos a la enfermedad y la locura.
Los antiguos griegos estaban convencidos de que la música podía alterar el estado de ánimo y, en última instancia, el carácter de las personas y su comportamiento.
Damón, filósofo que vivió en el siglo V a.C. sostenía que la música encerraba, en sí, ciertos valores éticos, y que, por tanto, sería capaz de mejorar nuestros espíritus y hacernos más virtuosos. Por lo demás, la música también podría curarnos de algunas enfermedades y dolencias. Si esto era verdad, ¿por qué no podría ocurrir justo lo contrario, es decir, que algunas combinaciones de sonidos fueran la causa de ciertos desarreglos y enfermedades?
Platón, por su parte, rechazaba la música como mera diversión. Ese era el único caso en el que podía inducirnos a hacer el mal. Por el contrario, la consideraba muy importante para alcanzar la Virtud y la Sabiduría a través de la contemplación de la Belleza, que nos habría de servir de puente hacia los demás valores eternos del espíritu como el Bien, La Verdad o la Justicia.
Estas ideas fueron recogidas posteriormente por el que se considera hoy en día como padre de la Teoría Estética moderna, Lord Shaftesbury, en el siglo XVII. El filósofo británico sostenía que el orden ético y el estético estaban íntimamente ligados entre sí, hasta tal punto que cuando apreciamos la belleza de las formas (o de los sonidos), en realidad, estamos conduciéndonos por el mismo camino recto y ordenado que nos lleva instintivamente a preferir el bien sobre el mal o la justicia sobre la injusticia.

Pero cuidado: cualquiera que esté atento tal vez pueda escuchar un sonido imperceptible e inquietante dentro de nosotros. Hay que estar prevenidos. Es un rumor que nos llega de muy lejos, de tiempos remotísimos, y que nos habla de monstruos y de héroes, de dioses y sacrificios. El sonido se va ordenando en la oscuridad, y, como envuelto en un sueño, nos llama y nos altera, nos seduce y nos emociona: es el inicio de una música que se vuelve irresistible, y que, sin poder evitarlo, nos arrastra tras de sí.
Sólo si logramos vislumbrar su incontrolable naturaleza, entre el cielo y el abismo, seremos capaces de acogernos a una duda que nos despierte y nos redima. Entonces, descubriremos que su excelsa belleza podría conducirnos al orden y al bienestar, o, por el contrario, al malestar y la locura, transformándonos en Ménades delirantes.


* * *

Tal vez, Cortázar, que escribió esta historia a mediados de los años cincuenta del siglo XX, no estaba sino denunciando un fenómeno que empezaba a manifestarse por aquel entonces: el de las fans que gritan y saltan, que lloran y se desmayan, que se pelean y se agolpan tratando siquiera de tocar a sus ídolos.
O, tal vez, la historia tenga un mayor calado, y trate de un tema de mucha actualidad hoy en día: el de la capacidad destructora del Amor que también participa de la dualidad creadora-destructora del hombre y de la música: el amor por una Idea, por una Nación, o por un Dios; un amor idealizado y ciego que tantas muertes en forma de asesinatos, guerra y terrorismo nos han traído a los hombres a lo largo de la Historia.

No puedo sino sentir pavor ante la imagen de esa mujer vestida de rojo que, tras devorar al Maestro, “...lenta y golosamente se pasaba la lengua por los labios que sonreían.”

Música y Poesía

En esa época borrosa y lejanísima que los historiadores denominan "Edad de los Metales", y, más aún, en el periodo que conocemos con el nombre de Antigüedad, la música y la poesía nacieron muy unidas y estrechamente vinculadas a la danza. En las ocasiones en las que se llevaba a cabo su representación, los actores buscaban un objetivo litúrgico y sagrado principal: el de trasmitir ciertos valores morales y religiosos a sus espectadores. A pesar de eso, entretener, enseñar y emocionar, eran razones que no se estorbaban entre sí. Con el pasar del tiempo, el entretenimiento y la emoción irán cobrando cada vez mayor protagonismo en la música, si bien esa función sagrada primitiva con la que nació, nunca será abandonada del todo, alcanzando, ya en nuestra época, altísimas cotas de espiritualidad y belleza en autores como Händel, Bach o Tomás Luis de Victoria.
Aparte de la danza, arte que no busca sino expresar la música, visualizándola, y centrándonos en la literatura; durante muchas centurias, y con anterioridad al nacimiento de la imprenta, las historias se contaban cantándolas, porque, además de perseguir un efecto estético determinado, se valían de la rima para que pudieran ser recordadas con mayor facilidad.
En la Europa Moderna y Contemporánea la música y la poesía habrían de reencontrarse en muchas ocasiones en las que, o bien se ponía música a un texto literario (Don Juan, Carmen, Tristán e Isolda...), o bien la música era la excusa o incluso el modelo para la creación literaria. Así podemos decir que sucede en “el poema del Cante Jondo” de Federico García Lorca, que aspiraba a reflejar la esencia del flamenco y, al mismo tiempo, bebía de él; o en ciertos relatos de Cortázar, como el ”El perseguidor”, en el que Johnny Carter, un saxofonista alcoholizado y adicto a la marihuana, buscaría en la música de jazz el sentido de la existencia, encontrando en ella cierta espiritualidad laica que lo elevaría por encima de su condición más miserable; o, más aún, en toda la obra de Novalis, donde la Realidad se nos aparece como en un sueño, y el Tiempo y el Espacio se desdibujan para dejar paso a un mundo que tanto se parece al de la música clásica. Se ha dicho que la obra de Novalis, a menudo, no narraba acontecimientos, sino que buscaba reproducir estados de ánimo y por eso resultaba tan esencialmente musical.
Durante el Romanticismo se propuso la “Teoría de la iluminación recíproca de las Artes”. Herder, siguiendo sus postulados, creía que la música era el modelo al que debían tender todas las creaciones humanas que perseguían un fin estético. El filósofo alemán vinculaba la música al lenguaje primitivo, y como Schelling, buscaría en la sinrazón de los sonidos armoniosos, y en las alegorías y las metáforas de los poemas, colmar o, tal vez, simplemente mostrar, su insaciable anhelo de Infinito.
La poesía, ya desde aquellos tiempos remotos, habría guardado, de su relación con la música, el ritmo y la rima; amén de esa figura retórica que conocemos con el nombre de onomatopeya. Todos estos elementos resultan tan consustanciales a un poema que, aunque decirlo sea un tópico, ya nadie pone en duda la imposibilidad de traducir la poesía y, por ello, algunos grandes escritores, como Jorge Luis Borges, ya no hablarán de traducción, sino de recreación y de “tomar el texto como pretexto”.
Desde el punto de vista técnico-poético, deberemos hacer mención de la expresividad rítmica y fonética, íntimamente conectadas a través de tres elementos como son el ritmo, la rima y la métrica. Sobre los dos últimos no me extenderé por ser de todos muy conocida su función y naturaleza. Sí quisiera detenerme un poco más en ese elemento de fondo, mucho más dificil de explicar, pero que resulta imprescindible en un poema y que no es otro que el ritmo. La poesía a partir del siglo XX empezó a prescindir de la métrica y de la rima, pero jamás pudo renunciar a esa música interior y misteriosa que surge del ritmo, y que hace que unos versos puedan resultar bellos a pesar de carecer de número y de las concordancias que proporcionan las dulces repeticiones fónicas, y eso es algo tan importante que incluso aquellos poetas que buscaron adrede la ruptura de la palabra o de la frase en diferentes hemistiquios, como Fray Luis de León, perseguían un objetivo estético determinado. Nuestro poeta belmontino, consciente de su naturaleza efímera y material, aspiraba a la armonía desde la falta de ella, y, para conseguirlo, se valía de una técnica conocida como “encabalgamiento”. Así lo podremos apreciar en la "Oda a Salinas", uno de los poemas más bellos que ha dado la literatura en lengua española, dedicado al músico y compañero suyo de la Universidad de Salamanca, Francisco Salinas :

El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música estremada
por vuestra sabia mano gobernada.
[...]

Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es la fuente y la primera.
[...]


En estos últimos versos, Fray Luis de León se refiere a la Música de las esferas, y a la aspiración de los antiguos griegos de alcanzar una Música Ideal, reflejo de la Armonía del Mundo, y que, en última instancia, serviría para iluminar todas las músicas y las demás artes, así como guiar al Universo por el sendero de la Perfección, de donde venía, y del cual no se debía desviar.

Sin embargo, a pesar de la importancia del ritmo y de la rima, el recurso poético que está más relacionado con la música probablemente sea la "onomatopeya", esa figura retórica que busca sugerir acústicamente un objeto, una acción o una sensación mediante fonemas, como podemos comprobar en los versos citados por Carlos Bousoño en su “Teoría de la expresión poética”:

Allí el limonero que sorbe al sol su jugo agraz en la mañana virgen.

“Para producir la sensación de agriedad, - dice Bousoño- el poeta utilizaba sonidos consonánticos como s-rb (sorbe), j-g (jugo), gr-z (agraz) y v-rg (virgen).”
Este mismo recurso es el utilizado por otro de los poetas más musicales de nuestra lengua, como es Rubén Darío. No podemos olvidar su famosa princesa suspirante, que estaba triste y no decía palabra:

Está mudo el teclado de su clave sonoro...

El sonido consonántico cl es de una musicalidad extrema en castellano. Y también en estos otros:

El pito de su pito repite el pito real.

Aquí, los fonemas pi, pi, pi, imitan claramente el sonido del mencionado instrumento de viento.

Pero dejando ya de lado todos estos elementos técnicos y formales, y volviendo a lo que decíamos al principio de este artículo, hay una razón de fondo que ha persistido, ya desde los primeros músicos y poetas de la Antigüedad, y, aún antes, pasando por la obra de Bach o Fray Luis de León, hasta nuestros días: el hilo umbilical que les habría mantenido unidos sería la búsqueda constante de un sentido espiritual en el arte y en la vida, pues aún siendo verdad que eso mismo pudiera predicarse de las demás artes, en ninguno como en la música y la poesía, artes etéreas y temporales por excelencia, y únicas capaces de capturar la magia intangible del momento, habría resultado tan decisivo y consustancial tanto en sus orígenes como en su desarrollo temático posterior.
Desde ese punto de vista, podremos entender a Bruno, el crítico de jazz que cuenta la historia de Johnny Carter en “el perseguidor” de Cortázar. Su protagonista vive en un mundo asolado por el nihilismo, y, quizás por ello, Bruno afirme que “le gustaría poder llamar metáfisica a la música de Johnny”, el cual parecía “...contar con ella para morder en la realidad que se le escapa todos los días.” La música, como el poema, sigue sin abandonar esa función de búsqueda espiritual en la que se afanaron aquellos lejanos antepasados nuestros, a pesar de que hoy apenas pretenda trasmitir valores morales o religiosos. Seguramente, todos nosotros nos sentiremos más próximos a seres como Johnny Carter, “... un pobre diablo enfermo y vicioso y sin voluntad y lleno de poesía y de talento” porque nuestra visión del mundo está mucho más cercana a él, habitante de una gran ciudad de mediados del siglo XX, que a la de los hierofantes de las colinas de Asia Menor o de la Antigua Grecia. Esa era para Johnny la función de la música de jazz, si no trasmitir una verdad moral o divina, sí al menos dotarle de un alma que diese sentido a su existencia, y le permitiera recrearse y gozar de la genialidad del momento y de esos instantes mágicos surgidos de la improvisación. La música lo habría de elevar por encima de su condición más animal, dándole la débil esperanza de poder escapar del vacío y del absurdo en el que se anegaba su miserable vida.