miércoles, 6 de mayo de 2009

LA MÚSICA DE LAS ESFERAS

Cuando a principios del año 2004 Daniel López-Fidalgo me propuso escribir una serie de artículos para su revista Confutatis, en Internet, yo le respondí:
-¡Pero si no sé nada de música!-
Él me sonrió, y dijo:
– Acabo de leer tu novela, y creo que podrías escribir sobre cualquier cosa que te propusieras. ¿Por qué no escribes una serie de artículos sobre pintura, filosofía o literatura, y luego los pones en relación con la música? A cambio, te propongo encontrar un editor para tu libro.
Acepté el trato, no porque me viera capaz de escribir algo mínimamente interesante sobre la materia, sino porque hacía casi dos años que mi novela hibernaba en una gaveta, y me hacía mucha ilusión que alguien, además de mis amigos, pudiera acceder a su lectura.
Al año siguiente, en octubre de 2005, apareció Imago Mundi, publicada por una pequeña editorial madrileña.
Por lo demás, los artículos que escribí durante aquellos años, supusieron el aprendizaje y la constatación de algo que ya había descubierto con anterioridad en el arte de las letras: la de la música como fuente inagotable valores, más allá de los puramente estéticos.
El resultado de aquel esfuerzo es La Música de las Esferas, que hoy transcribo en este blog, con la ilusión del naúfrago que sueña con lanzar su mensaje en una botella, y la esperanza de que llegará, finalmente, a los navegantes de las orillas más apartadas.

La Tabla de Carnéades

¿Existe la Armonía en el mundo? ¿Es la Música únicamente un producto de la mente humana o tiene correspondencias reales en el universo?
Los antiguos griegos creían en la existencia de una razón universal que dominaba el mundo y que hacía posible un orden y un destino. A esa razón la llamaron logos, y con ese nombre es como ha llegado hasta nosotros. Los pitagóricos, por su parte, atribuyeron todo orden a los números y establecieron su íntima relación con la música. Si el Cosmos era regido por leyes matemáticas, y si los planetas, al girar, producían un leve rozamiento con el éter, la sustancia invisible de los cielos, su movimiento debía generar ciertos sonidos, distintos en función de las distancias, y que, puestos en relación los unos con los otros, conformarían una especie de sinfonía que denominaron Música de las esferas.
Todas estas ideas llegaron prácticamente incontestadas hasta la Edad Moderna en Europa, e influyeron en el pensamiento de numerosos científicos, artistas y filósofos, sirviendo a Leibniz como base de su teoría de la "Armonía Preestablecida", según la cual todas las mónadas, sustancias mínimas que componen el universo, habrían sido sincronizadas por Dios en el mismo instante de la Creación.
Siendo así las cosas, no era de extrañar que algunos pensaran que el compositor, al crear una pieza musical cualquiera, no hacía sino imitar esa razón divina que regía sobre todas las cosas y que, en última instancia, afectaría tanto al orden material como al ético, aunque su punto de partida fuera, en principio, meramente estético.
Estaba claro que el mundo era conducido por leyes ciertas y que éstas dotaban de sentido los acontecimientos, que podrían llegar a predecirse con total exactitud. El universo sería entonces como un reloj perfectamente trabado por su Creador, y la música, sobre todo la religiosa, debía ser testimonio de su excelente engranaje y de toda su belleza.
Sin embargo, ya desde los primeros tiempos, surgió un grupo de pensadores escépticos que pusieron en tela de juicio la idea de una Naturaleza bien hecha y regida por leyes físicas y morales incontestables, y eso lo hicieron mucho antes de que los primeros científicos modernos echasen abajo las teorías antropocéntricas del universo, y cuando la Teoría del Caos y las leyes de la Mecánica Cuántica no habían sido postuladas todavía.
Hoy, aquí, he de referirme a uno de aquellos hombres sabios: Carnéades de Cirene, que polemizó sobre la existencia de valores eternos y absolutos, con un famoso dilema que propuso hace ya más de dos milenios.
En el año 155 a.c. los atenienses enviaron a Roma una delegación para defender ante el Senado la resistencia de Atenas a cumplir un castigo que le había sido impuesto a su ciudad. Entre los enviados a la metrópoli italiana se hallaban Critolao, Diógenes el Estoico y el propio Carnéades de Cirene. Los atenienses querían convencer a los romanos de que sus leyes no eran infalibles ni, por supuesto, reflejo de ninguna Ley Superior. Las normas de los hombres, según decían, no eran sino puros convencionalismos que no se correspondían con la Verdad y la Justicia Absolutas, ya que éstas no existían, y, por lo tanto, que podían ser modificadas en cualquier momento por un simple acto de la voluntad.
Para ilustrar su convencimiento de un mundo imperfecto y relativo, de una Naturaleza injusta e inacabada en donde la Verdad absoluta no se producía nunca, el sabio de Cirene propuso un ejemplo que hoy conocemos como el problema de "la Tabla de Carnéades", y que decía más o menos así: dos naúfragos, en mitad del mar, consiguen agarrarse a una pequeña tabla de madera, que, sin embargo, sólo puede resistir el peso de uno de ellos ¿Quién de los dos habrá de asirse a la madera? Ambos, en principio, tienen derecho a la vida, por lo que la Justicia está del lado de uno y del otro ¿Cuál de los dos, pues, debería salvarse?
Carnéades, al igual que Pirrón, era un escéptico –no faltará quien diga hoy que también era un pesimista- y, contrariamente a aquellos que pensaban en un mundo armónico y perfecto, nunca creyó en valores absolutos, y postuló que las ideas del Bien, la Verdad o la Justicia no eran sino abstracciones producidas por la mente humana, y sin correspondencia real en el universo.
Los argumentos de Carnéades, que impresionaron sobremanera a los romanos, venían a demostrar que, si la Justicia no existía, al final, se agarraría a la tabla el más fuerte de los naúfragos, que sería quien habría de sobrevivir en el mar.
El logos se transformaba en terrible ley de la selva, y la mano que conducía el orden y la justicia en el mundo, o era impotente, o dejaba, entonces, de existir.
La Música de las esferas había dejado de sonar, y la esperanza de un mundo armónico, de repente, se desvanecía...

Hubieron de pasar más de diecisiete siglos para que alguien se atreviera a proponer una respuesta al dilema planteado por el sabio de Cirene. Fue un filósofo español, Francisco Suárez, quien dijo que, ante la colisión de dos derechos iguales, desaparecía el ámbito de la Justicia para dejar paso al de la Moral, y que la respuesta a ese problema debía de venir de la Solidaridad (él la llamaba "Caridad").
Habrá, sin duda, quien diga que Suárez tenía razón, y habrá también quien sostenga que no era más que un iluso, y que la Moral rara vez se impone en nuestras relaciones.
Entre los primeros posiblemente se encuentren aquellos que creen en Dios y piensan que la Verdad, la Justicia y el Bien se dan realmente en el universo. Son los mismos que piensan que existe una Armonía que penetra todas las cosas, y que hay una música, sólo audible para aquel que esté atento y sepa escuchar. Ellos verán en la ténue luz de un amanecer cualquiera, en el sonido de unas olas rompiéndo sobre la arena, o en la forma de una rosa, prueba palpable de todo ello, y dirán que la misión del artista era desvelar, de forma íntima e intuitiva, esa Armonía que impregnaba todas las cosas, y que el artista traducía en sonidos que conformaban una música.
Sin embargo, habrá también quien diga que el Arte, como la Moral, no tienen correspondencias reales en el universo; más bien al contrario, son un intento por superar el orden natural establecido; y que, al final, sólo una ética basada en la razón humana nos ha de alejar de la ley de la selva y ofrecernos la posibilidad de una Civilización. Para ellos, la música de las esferas, el sueño dorado de los pitagóricos, tan sólo será una hermosa metáfora de la verdadera música que hay en el mundo, que no está sino en la mente de los hombres, y en los valores del Arte y la Civilización, esa empresa inconmensurable e inacabada a la que se dedicaron con esfuerzo los héroes de la Antigüedad que se afanaron por corregir los defectos de una Naturaleza imperfecta.
Algunos sabios como Lao Tse o Chuang-Tzu, decían, en cambio, que el Arte y la Civilización no son sino un artificio vano que no nos llevaba a ninguna parte: no hay fuerza humana que pueda modificar el universo, y que, en el Camino del Cielo, lo mejor era dejar que todo siguiera su curso natural, y no hacer nada.
Lo contrario de lo que pensaban los confucianos, que buscaron mejorar todas las cosas con la enseñanza de la música y de la virtud, y que sostenían que un hombre sabio, uno sólo, podía cambiar el destino mundo.
¿No será, en este punto, el Arte y la Civilización una inmensa torre de Babel, un insensato afán por llegar a lo Más Alto? ¿No seremos los hombres unos ilusos al creer que podemos enmendar la mismísima Creación? Más aún, ¿No sería todo esto un abominable acto de satanismo? *
Los más optimistas, aquellos que creen en el Progreso y en el Humanidad, dirán, ciertamente que no, y que por eso, el hombre, como los alquimistas que purificaban sustancias en sus alambiques en busca del Oro Eterno, crea poemas, ecuaciones, catedrales o sinfonías, tratando de destilar la Armonía que hay en todas las cosas con denuedo y con paciencia, y que ahí radica su grandeza y su posible salvación.
Tal vez por eso, el Arte, para los filósofos confucianos; la Moral, para Francisco Suárez; o la Civilización, para los antiguos griegos o los ilustrados franceses del XVIII, no sean sino tablas imaginarias a las que deberíamos agarrarnos para no naufragar en la vida, porque la otra tabla, la de madera, puede que no fuera suficiente para soportar todo nuestro peso inmaterial.
-------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
*NOTA: Tal vez os sorprenda la mención del satanismo en el artículo. Sin embargo, no parece casual que el primer intento por mejorar la Creación, en la Antigua Grecia, se atribuyera a Prometeo. Según Esquilo, el héroe fue castigado por enseñar a los hombres la técnica del fuego, así como la metalurgia, la medicina, las matemáticas, la escritura y las demás artes; lo cual, dicho sea de paso, suponía un desafío imperdonable para el implacable Zeus, siempre ajeno al dolor de los humanos.
Prometeo, el bienhechor más grande de la Humanidad, estaría así íntimamente ligado a Lucifer (etimológicamente, "el portador de la luz") que, por cierto, también contravino al Creador todopoderoso y fue castigado por ello.

Las Ménades

“Alcanzándome un programa impreso en papel crema, Don Pérez me condujo a mi platea. Fila nueve, ligeramente a la derecha: el perfecto equilibrio acústico...” Así da comienzo una de las ficciones más celebradas del escritor argentino Julio Cortázar, Las Ménades, publicada en su libro “Al final del Juego” en el año 1956.
El inicio de la historia, tan familiar y cotidiano para los amantes de Mozart o Debussy, y que, además, ocurre en un lugar público y extraordinariamente civilizado como es un auditorio de música clásica, no nos hace prever ese final salvaje y terrible que se avecina: el despedazamiento del Maestro que dirije la orquesta por obra de varias mujeres del público, enfervorizadas hasta el paroxismo por la perfecta ejecución de las partituras, y el postrer acto de canibalismo con el que concluye el texto.
En realidad, Julio Cortázar no hace sino recrear una historia muy antigua: la de la muerte y despedazamiento de Orfeo, llevada a cabo por algunas mujeres, habitantes de las montañas de Tracia, donde, según la tradición, nació el dios de la música y el canto.
A su vez, este mito nos remitía a la historia de Dionisios, dios del vino y del entusiasmo, cuyo culto pervivió, durante muchos siglos, en aquellas regiones septentrionales de Grecia. Las Ménades, sus más fieles seguidoras, cuando se encontraban en estado de éxtasis, perdían el dominio de sí mismas y la cordura, y adquirían una fuerza sobrenatural, hasta el punto de que, llevadas por el entusiasmo y la pasión, podían matar y descuartizar a todo aquel se pusiera a su alcance. Según nos cuenta Virgilio, serían ellas las que mataron a Orfeo y esparcieron sus miembros por doquier.
El Mito dionisíaco, al igual que los misterios órficos, sobreviven en la Grecia que inicia el culto a la Razón y a la Filosofía, como pervivencia de algunas creencias preolímpicas, aún muy arraigadas entre el pueblo, y que se hallaban repletas de valores irracionales y de simbología agraria primitiva. Aquí no debemos olvidar el papel de los ciclos, tan presentes en la Naturaleza, y, sobre todo, el de los sacrificios, como rituales mágico-religiosos en los que se representaba la renovación del mundo y la del propio Tiempo. Al parecer, gente de todo origen y condición continuó, durante muchos años, reuniéndose en las montañas por la noche, para celebrar sus ritos orgiásticos en los que se despedazaba un animal y se consumía su carne cruda, quizá como recuerdo del despedazamiento de Dionisios a manos de los Titanes. Los adeptos se imbuían del espirítu del propio dios, que llegaba a poseerlos, en buena medida gracias al consumo de vino y de otras sustancias. Era lo que los antiguos griegos denominaban "enthusiasmos", momento de exaltación en el que se lograba la comunión total con la divinidad misma.
Este rito primitivo se confundía y se solapaba, a su vez, con la celebración de los misterios órficos: al igual que le ocurriera a Dionisios, el dios de la lira y el canto también sufrirá el despedazamiento de su cuerpo. Los destinos de ambos dioses se entrelazaban y se confundían en algún momento, incluyendo su muerte ineludible y cruenta, y su consiguiente regreso al mundo de los vivos. La resurección formaba parte indispensable del culto a Orfeo, que logró volver de los Infiernos, y que servía a los celebrantes como promesa de redención e inmortalidad futura.
Este mito también nos revelaba la naturaleza eminentemente arcaica del propio Orfeo, tal y como se desprende de las cualidades chamánicas que se le atribuyen: la capacidad de sanar, encantar y dominar a los animales con su arte. Pero también nos remitían a otras creencias: la de la dualidad intrínseca de los hombres, seres nacidos de los Titanes, (del mal y del cuerpo) a la vez que de los dioses (del bien y del espíritu).
Los hombres seríamos, por tanto, seres duales, capaces de hacer el bien y de obrar el mal; y, así, la música, de igual forma, dependiendo de ciertas combinaciones de sonidos y del manejo de los silencios, podría hacer brotar en nosotros todo lo bueno que llevamos dentro y sanar y perfeccionarnos, o, por el contrario, sacar todo lo malo y conducirnos a la enfermedad y la locura.
Los antiguos griegos estaban convencidos de que la música podía alterar el estado de ánimo y, en última instancia, el carácter de las personas y su comportamiento.
Damón, filósofo que vivió en el siglo V a.C. sostenía que la música encerraba, en sí, ciertos valores éticos, y que, por tanto, sería capaz de mejorar nuestros espíritus y hacernos más virtuosos. Por lo demás, la música también podría curarnos de algunas enfermedades y dolencias. Si esto era verdad, ¿por qué no podría ocurrir justo lo contrario, es decir, que algunas combinaciones de sonidos fueran la causa de ciertos desarreglos y enfermedades?
Platón, por su parte, rechazaba la música como mera diversión. Ese era el único caso en el que podía inducirnos a hacer el mal. Por el contrario, la consideraba muy importante para alcanzar la Virtud y la Sabiduría a través de la contemplación de la Belleza, que nos habría de servir de puente hacia los demás valores eternos del espíritu como el Bien, La Verdad o la Justicia.
Estas ideas fueron recogidas posteriormente por el que se considera hoy en día como padre de la Teoría Estética moderna, Lord Shaftesbury, en el siglo XVII. El filósofo británico sostenía que el orden ético y el estético estaban íntimamente ligados entre sí, hasta tal punto que cuando apreciamos la belleza de las formas (o de los sonidos), en realidad, estamos conduciéndonos por el mismo camino recto y ordenado que nos lleva instintivamente a preferir el bien sobre el mal o la justicia sobre la injusticia.

Pero cuidado: cualquiera que esté atento tal vez pueda escuchar un sonido imperceptible e inquietante dentro de nosotros. Hay que estar prevenidos. Es un rumor que nos llega de muy lejos, de tiempos remotísimos, y que nos habla de monstruos y de héroes, de dioses y sacrificios. El sonido se va ordenando en la oscuridad, y, como envuelto en un sueño, nos llama y nos altera, nos seduce y nos emociona: es el inicio de una música que se vuelve irresistible, y que, sin poder evitarlo, nos arrastra tras de sí.
Sólo si logramos vislumbrar su incontrolable naturaleza, entre el cielo y el abismo, seremos capaces de acogernos a una duda que nos despierte y nos redima. Entonces, descubriremos que su excelsa belleza podría conducirnos al orden y al bienestar, o, por el contrario, al malestar y la locura, transformándonos en Ménades delirantes.


* * *

Tal vez, Cortázar, que escribió esta historia a mediados de los años cincuenta del siglo XX, no estaba sino denunciando un fenómeno que empezaba a manifestarse por aquel entonces: el de las fans que gritan y saltan, que lloran y se desmayan, que se pelean y se agolpan tratando siquiera de tocar a sus ídolos.
O, tal vez, la historia tenga un mayor calado, y trate de un tema de mucha actualidad hoy en día: el de la capacidad destructora del Amor que también participa de la dualidad creadora-destructora del hombre y de la música: el amor por una Idea, por una Nación, o por un Dios; un amor idealizado y ciego que tantas muertes en forma de asesinatos, guerra y terrorismo nos han traído a los hombres a lo largo de la Historia.

No puedo sino sentir pavor ante la imagen de esa mujer vestida de rojo que, tras devorar al Maestro, “...lenta y golosamente se pasaba la lengua por los labios que sonreían.”

Música y Poesía

En esa época borrosa y lejanísima que los historiadores denominan "Edad de los Metales", y, más aún, en el periodo que conocemos con el nombre de Antigüedad, la música y la poesía nacieron muy unidas y estrechamente vinculadas a la danza. En las ocasiones en las que se llevaba a cabo su representación, los actores buscaban un objetivo litúrgico y sagrado principal: el de trasmitir ciertos valores morales y religiosos a sus espectadores. A pesar de eso, entretener, enseñar y emocionar, eran razones que no se estorbaban entre sí. Con el pasar del tiempo, el entretenimiento y la emoción irán cobrando cada vez mayor protagonismo en la música, si bien esa función sagrada primitiva con la que nació, nunca será abandonada del todo, alcanzando, ya en nuestra época, altísimas cotas de espiritualidad y belleza en autores como Händel, Bach o Tomás Luis de Victoria.
Aparte de la danza, arte que no busca sino expresar la música, visualizándola, y centrándonos en la literatura; durante muchas centurias, y con anterioridad al nacimiento de la imprenta, las historias se contaban cantándolas, porque, además de perseguir un efecto estético determinado, se valían de la rima para que pudieran ser recordadas con mayor facilidad.
En la Europa Moderna y Contemporánea la música y la poesía habrían de reencontrarse en muchas ocasiones en las que, o bien se ponía música a un texto literario (Don Juan, Carmen, Tristán e Isolda...), o bien la música era la excusa o incluso el modelo para la creación literaria. Así podemos decir que sucede en “el poema del Cante Jondo” de Federico García Lorca, que aspiraba a reflejar la esencia del flamenco y, al mismo tiempo, bebía de él; o en ciertos relatos de Cortázar, como el ”El perseguidor”, en el que Johnny Carter, un saxofonista alcoholizado y adicto a la marihuana, buscaría en la música de jazz el sentido de la existencia, encontrando en ella cierta espiritualidad laica que lo elevaría por encima de su condición más miserable; o, más aún, en toda la obra de Novalis, donde la Realidad se nos aparece como en un sueño, y el Tiempo y el Espacio se desdibujan para dejar paso a un mundo que tanto se parece al de la música clásica. Se ha dicho que la obra de Novalis, a menudo, no narraba acontecimientos, sino que buscaba reproducir estados de ánimo y por eso resultaba tan esencialmente musical.
Durante el Romanticismo se propuso la “Teoría de la iluminación recíproca de las Artes”. Herder, siguiendo sus postulados, creía que la música era el modelo al que debían tender todas las creaciones humanas que perseguían un fin estético. El filósofo alemán vinculaba la música al lenguaje primitivo, y como Schelling, buscaría en la sinrazón de los sonidos armoniosos, y en las alegorías y las metáforas de los poemas, colmar o, tal vez, simplemente mostrar, su insaciable anhelo de Infinito.
La poesía, ya desde aquellos tiempos remotos, habría guardado, de su relación con la música, el ritmo y la rima; amén de esa figura retórica que conocemos con el nombre de onomatopeya. Todos estos elementos resultan tan consustanciales a un poema que, aunque decirlo sea un tópico, ya nadie pone en duda la imposibilidad de traducir la poesía y, por ello, algunos grandes escritores, como Jorge Luis Borges, ya no hablarán de traducción, sino de recreación y de “tomar el texto como pretexto”.
Desde el punto de vista técnico-poético, deberemos hacer mención de la expresividad rítmica y fonética, íntimamente conectadas a través de tres elementos como son el ritmo, la rima y la métrica. Sobre los dos últimos no me extenderé por ser de todos muy conocida su función y naturaleza. Sí quisiera detenerme un poco más en ese elemento de fondo, mucho más dificil de explicar, pero que resulta imprescindible en un poema y que no es otro que el ritmo. La poesía a partir del siglo XX empezó a prescindir de la métrica y de la rima, pero jamás pudo renunciar a esa música interior y misteriosa que surge del ritmo, y que hace que unos versos puedan resultar bellos a pesar de carecer de número y de las concordancias que proporcionan las dulces repeticiones fónicas, y eso es algo tan importante que incluso aquellos poetas que buscaron adrede la ruptura de la palabra o de la frase en diferentes hemistiquios, como Fray Luis de León, perseguían un objetivo estético determinado. Nuestro poeta belmontino, consciente de su naturaleza efímera y material, aspiraba a la armonía desde la falta de ella, y, para conseguirlo, se valía de una técnica conocida como “encabalgamiento”. Así lo podremos apreciar en la "Oda a Salinas", uno de los poemas más bellos que ha dado la literatura en lengua española, dedicado al músico y compañero suyo de la Universidad de Salamanca, Francisco Salinas :

El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música estremada
por vuestra sabia mano gobernada.
[...]

Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es la fuente y la primera.
[...]


En estos últimos versos, Fray Luis de León se refiere a la Música de las esferas, y a la aspiración de los antiguos griegos de alcanzar una Música Ideal, reflejo de la Armonía del Mundo, y que, en última instancia, serviría para iluminar todas las músicas y las demás artes, así como guiar al Universo por el sendero de la Perfección, de donde venía, y del cual no se debía desviar.

Sin embargo, a pesar de la importancia del ritmo y de la rima, el recurso poético que está más relacionado con la música probablemente sea la "onomatopeya", esa figura retórica que busca sugerir acústicamente un objeto, una acción o una sensación mediante fonemas, como podemos comprobar en los versos citados por Carlos Bousoño en su “Teoría de la expresión poética”:

Allí el limonero que sorbe al sol su jugo agraz en la mañana virgen.

“Para producir la sensación de agriedad, - dice Bousoño- el poeta utilizaba sonidos consonánticos como s-rb (sorbe), j-g (jugo), gr-z (agraz) y v-rg (virgen).”
Este mismo recurso es el utilizado por otro de los poetas más musicales de nuestra lengua, como es Rubén Darío. No podemos olvidar su famosa princesa suspirante, que estaba triste y no decía palabra:

Está mudo el teclado de su clave sonoro...

El sonido consonántico cl es de una musicalidad extrema en castellano. Y también en estos otros:

El pito de su pito repite el pito real.

Aquí, los fonemas pi, pi, pi, imitan claramente el sonido del mencionado instrumento de viento.

Pero dejando ya de lado todos estos elementos técnicos y formales, y volviendo a lo que decíamos al principio de este artículo, hay una razón de fondo que ha persistido, ya desde los primeros músicos y poetas de la Antigüedad, y, aún antes, pasando por la obra de Bach o Fray Luis de León, hasta nuestros días: el hilo umbilical que les habría mantenido unidos sería la búsqueda constante de un sentido espiritual en el arte y en la vida, pues aún siendo verdad que eso mismo pudiera predicarse de las demás artes, en ninguno como en la música y la poesía, artes etéreas y temporales por excelencia, y únicas capaces de capturar la magia intangible del momento, habría resultado tan decisivo y consustancial tanto en sus orígenes como en su desarrollo temático posterior.
Desde ese punto de vista, podremos entender a Bruno, el crítico de jazz que cuenta la historia de Johnny Carter en “el perseguidor” de Cortázar. Su protagonista vive en un mundo asolado por el nihilismo, y, quizás por ello, Bruno afirme que “le gustaría poder llamar metáfisica a la música de Johnny”, el cual parecía “...contar con ella para morder en la realidad que se le escapa todos los días.” La música, como el poema, sigue sin abandonar esa función de búsqueda espiritual en la que se afanaron aquellos lejanos antepasados nuestros, a pesar de que hoy apenas pretenda trasmitir valores morales o religiosos. Seguramente, todos nosotros nos sentiremos más próximos a seres como Johnny Carter, “... un pobre diablo enfermo y vicioso y sin voluntad y lleno de poesía y de talento” porque nuestra visión del mundo está mucho más cercana a él, habitante de una gran ciudad de mediados del siglo XX, que a la de los hierofantes de las colinas de Asia Menor o de la Antigua Grecia. Esa era para Johnny la función de la música de jazz, si no trasmitir una verdad moral o divina, sí al menos dotarle de un alma que diese sentido a su existencia, y le permitiera recrearse y gozar de la genialidad del momento y de esos instantes mágicos surgidos de la improvisación. La música lo habría de elevar por encima de su condición más animal, dándole la débil esperanza de poder escapar del vacío y del absurdo en el que se anegaba su miserable vida.

El Mito de Tristán e Isolda según Richard Wagner o el retorno de los Cátaros

Aunque desconozco la existencia de cualquier estadística que pudiera haber al respecto, el tema que más ha inspirado a los músicos y compositores de todos los tiempos puede que sea el del amor, y, sobre todo, en su vertiente del amor trágico o desdichado.
El amor es una fuerza extraña que nos impulsa y nos ahoga, una energía que nos libera y nos somete, como una incontrolable sinrazón que nos diera una imensa alegría unas veces, y otras, nos provocara una indecible tristeza.
Dice Ibn Hazam de Córdoba, en El collar de la Paloma, que el amor hace fuerte al débil, débil al fuerte; tonto al listo, listo al tonto; cobarde al valiente, valiente al cobarde... El amor todo lo transforma y lo trastoca, sin que podamos explicarnos de una manera racional y definitiva qué hay detrás de él.
Sin embargo, nuestro concepto del amor, como el de tantas otras cosas, no siempre ha sido el mismo en todas las épocas y lugares, como tampoco lo ha sido nuestro ideal de belleza o nuestro concepto de democracia, por poner sólo dos ejemplos. Para los antiguos griegos, el amor-pasión era más bien una especie de enfermedad, una desviación idealizada de un mero instinto sexual. La cultura china, por su parte, también desconocía esa idea del amor como pasión, y el verbo “amar” sólo se utilizaba para describir el sentimiento que la madre tenía hacia sus hijos.
En buena medida, nuestro concepto del amor, tal y cómo lo conocemos hoy en día en nuestras sociedades del Occidente moderno, es, sin que apenas nos demos cuenta, fruto de una época y de un lugar muy concreto de nuestra Historia: la Provenza francesa del siglo XII, época del nacimiento del ideal caballeresco, de los trovadores y de la herejía de los cátaros, como detalla de manera admirable el escritor de origen suizo Denis de Rougemont en su inconmensurable tratado “El Amor y Occidente”.
Para el ensayista suizo, fue en esa época y en ese lugar donde brotó el catarismo, cuya semilla haría germinar una idea del amor que hoy apenas hemos visto transformada en nuestro mundo postromántico contemporáneo. El amor se convertía en un ideal, una pasión sin límites (aquí pasión significa sufrimiento) que movía los hilos del mundo y que estaba asociada con la muerte, pues, sólo tras ella, podían los amantes realizar su anhelo de unidad en el otro.
Como en los sufís y en los místicos de todas las religiones del presente y del pasado; como en el Cantar de los Cantares; el amor terreno era una metáfora del divino, y la llave que abriría las puertas del paraíso y la felicidad.
Por lo demás, aquella herejía medieval se alimentó de la riquísima herencia que los celtas y los druidas dejaron entre sus pueblos y habitantes, y, posteriormente, se desarrolló y prosperó como consecuencia de la corrupción y de los formalismos excesivos de la Iglesia Católica, alejada de las verdaderas inquietudes espirituales de una parte muy importante de su grey. Pero, sobre todo, el catarismo era consecuencia directa de otra herejía anterior en el tiempo: la de los bogomilos, que, influida por las corrientes neoplatónicas y maniqueas de la Antigüedad, venía a recoger ciertas ideas gnósticas, que podríamos resumir así:
El mundo había sido creado a partir de dos principios irreconciliables: el Principio del Bien, que presidía el universo espiritual y que era obra de un Dios bueno y verdadero; y el Principio del Mal, obra de Satán, que habría creado la materia e introducido en el mundo todo el dolor y la mentira que hay en él. El hombre se encontraba atrapado entre ambos, y su misión en la vida consistiría en liberarse de sus lazos materiales, para aproximarse todo lo posible a su esencia espiritual, donde se hallaba la verdadera morada de Dios.
Para los cátaros, el Mal, la Materia, y la Vida eran simbolizados por la luz del Día (no debemos olvidar el origen etimológico de la palabra Lucifer: “el portador de luz”); por el contrario, el Bien, con el que nos encontrábamos al morir, era, quizás, la única forma de escapar del Mal y de la Vida, y su símbolo era la Noche.
Los pueblos celtas hablaban de dioses oscuros y dioses luminosos: El dios de la Luz increada, y el dios de las Tinieblas presidían su particular Olimpo religioso. También la herejía maniquea era de naturaleza dualista y hablaba en parecidos términos a la religión de los druidas. ¿Y todo esto qué relación tenía con el amor? El amor era un símbolo: el vínculo que permitiría la unión con el Ser Amado; y, como la Fe, sería la única fuerza que podía liberarnos de Satán y acercarnos al Dios verdadero, y eso sólo podía producirse, de manera efectiva, tras la muerte.
Denis de Rougemont afirma que esta herejía se propagó por todo el Midi francés, impregnando nuestra literatura y nuestra sensibilidad, por medio de los trovadores, que recogieron los mitos y las leyendas de los pueblos celtas y los ideales de la caballería, e incorporaron en ellos toda la filosofía religiosa de los cátaros.
Así es como debe interpretarse una de las historias de amor más famosas de su época: la que dió nacimiento al mito de Tristán e Isolda.
Tristán era un noble caballero que parte, allende los mares, en busca de una princesa con la que su rey habría de casarse. La madre de la princesa, iniciada en las artes de la hechicería, había preparado un brebaje mágico con el que buscaba que el rey Marcos y la princesa se enamorasen nada más conocerse. Pero, por una fatalidad del destino, Isolda lo beberá en su travesía desde Irlanda, camino de Cornualles, junto con Tristán, y ambos caerán profundamente enamorados el uno del otro. Tristán debe escoger entonces entre el amor infinito que siente por su dama y su fidelidad al rey, e, irremediablemente, optará por la primera. Después, unos cortesanos descubrirán a los amantes y, tras desvelar el adulterio de la pareja, serán desterrados por el rey. La desgracia caerá sobre Tristán e Isolda por haber consumado su amor: Ese era el peor pecado que podían cometer. Las reglas de la cortesía permitían a un caballero amar a una mujer, aun si ésta estaba ya casada, con tal de no realizar nunca el acto carnal. Al final de la historia, la forma de liberarse los amantes, la única manera de estar unidos para siempre, será mediante la muerte, que significaba el apartamiento definitivo de la materia y de la vida, y el triunfo definitivo del amor.
Cuando la Iglesia declaró la guerra santa al catarismo, se desencadenó una cruzada implaclable y sin cuartel como pocas ha habido a lo largo de la Historia, y, en pocos años, los cátaros fueron perseguidos y aniquilados. Prueba de la crueldad extrema con la que se emplearon contra sus enemigos, será la famosa frase de Arnaud-Amaldric, enviado del Papa, que preguntado por sus soldados cómo iban a distinguir a los herejes de los católicos durante la toma de Béziers, dijo aquello de “Matadlos a todos que Dios reconocerá a los suyos”.
Esa herejía fue, por tanto, extirpada de raiz, pero sus formas, el ideal caballeresco y el del amor cortés, serán incorporadas a nuestra Literatura y, a través de ella, a nuestras vidas, y acabará influyendo irreversiblemente, y sin que apenas nos hayamos dado cuenta, en nuestra idea del amor; y eso se producirá de la misma forma que hoy en día muchas personas asumen los gestos, los valores o las vestimentas de los héroes de las películas americanas, a menudo, de manera inconsciente.
Sin embargo, su significado metafísico y religioso, oculto y disfrazado en mitos y leyendas como el de Tristán e Isolda, acabaron cayendo en el olvido.
Tras varios siglos en los que el legado de los cátaros habría permanecido en la oscuridad, hubo una resurrección del mito y de toda su filosofía originaria. Uno de los más conspicuos representantes de ese renacer será el compositor alemán Richard Wagner.
* * *
Sabemos que Wagner escribía él mismo sus libretos, y en su ópera Tristan und Isolde, recupera el mito con toda su compleja carga simbólica y religiosa, que se remonta, como hemos visto, a la Baja Edad Media en Europa, época del nacimiento de la herejía cátara.
Wagner empleará el símbolo del Día para denunciar el Mal, la Materia y la Mentira de este mundo; y el de la Noche para exaltar todo lo bueno: el Espíritu y la Divinidad, a la que únicamente pueden acceder los amantes, tras la muerte, montados en el carro alado del Amor.
En el acto II de la ópera, Isolda debe hacer una señal para que Tristán acuda a su encuentro, y que consiste en apagar la luz de su alcoba; y así, le dice a Brangania, su doncella:

¡Oh, apaga ahora la luz!
¡Extingue el medroso resplandor!
¡Deja que llegue mi amado!...

Brangania teme que ciertos cortesanos descubran a los amantes, e intenta convencer a la princesa Isolda para que no se reuna con Tristán.
Después de rechazar con imprudencia los consejos de su doncella, Isolda se justifica:
¿No conoces a la Señora del Amor?...
¿La regidora del Universo?
Vida y Muerte siguen sus leyes
que ella teje con placer y dolor
trocando el odio en amor...

Todo el acto II es un discurso metafórico sobre el Día y la Noche, siguiendo la simbología que los cátaros habían heredado de los gnósticos y los maniqueos.
Para que no quede ninguna duda la respecto, Wagner dirá por boca de la bella Isolda:
La Señora del Amor
Quiere que se haga la Noche,
Para que su claridad brille...

Y Tristán:
¡El pérfido Día... ya no logrará engañarnos
con su mentira!
De su vano esplendor,
de su replandor jactancioso
se burla la mirada de quien
se consagró a la Noche...

Isolda:
Se aclara el engaño
del Día que nos rodea.

Tristán:
Y cuyas falaces ilusiones
se extienden ante mí.

Los cátaros proclamaban que una forma de apartarse del Mal en vida, era la negación de la Carne, y, por ello, rechazaban la procreación, el matrimonio y el acto sexual, que tendía a reproducir la materia; y, en consecuencia, sublimaban el deseo y el amor casto y puro de un caballero por su Dama (símbolo de la Iglesia verdadera). El peor de los pecados sería consumar ese amor, o lo que es lo mismo, rendirse a la Carne y a la Materia y reproducir el Mal en el mundo, que es lo que ocurría en el mito de Tristán e Isolda, cuando los amantes se entregan a la pasión física, y es por eso que debían ser castigados.
En la versión literaria del mito, obra de Béroul, hay un momento en el que los amantes yacen juntos en un bosque separados por una espada desnuda que el propio Tristán ha colocado entre los dos. Posiblemente no fuera sino un símbolo de los obstáculos materiales que impedían que los amantes pudieran amarse con plenitud, o, en todo caso, la forma que un caballero tenía para no sucumbir a la pasión física. Luego, para poder amarse sin obstáculos, después de prolongar ilimitadamente su deseo y su sufrimiento, los amantes debían morir y, una vez rechazada la vida y la materia, se encontrarían para siempre unidos, en el fondo de la Noche Eterna.
Tristán e Isolda desean la Noche, porque decir directamente que se desea la muerte puede que no fuera aceptado por una parte significativa de la audiencia, y así, juntos, cantarán:

¡Oh, desciende Noche de amor,
¡dame el olvido de que vivo!
¡Recíbeme en tu seno!
¡Libérame del Mundo!...

El Tristán e Isolda de Richard Wagner sólo puede comprenderse a la luz de ciertos mitos y leyendas medievales en su versión más primigenia, así como de la simbología dualista de la que bebieron los celtas y los maniqueos que, a su vez, habrían dejado una impronta imborrable en el catarismo de los siglos XII y XIII.
Wagner, no habría hecho sino recuperar un mito del que únicamente permanecían ya sus formas, y entronizar todo su legado, oscuro y antiquísimo, que sólo podía expresarse a través del lenguaje de la ópera, donde las palabras fluían para contarnos una historia de amor y muerte, al tiempo que dejaban traslucir un mensaje metafísico y religioso de una espiritualidad lírica y profunda. De repente, sentimos que las voces deben cesar. Sabemos que sólo la música será capaz de penetrar ya el círculo de lo inefable, y llevados por un sonido que nos enamora, quizás podamos sufrir el mismo anhelo de amor místico que sintieron los amantes en su corazón. Arrobados y embelesados, sucumbiremos a la emoción de una magia, y la música, como la poción de la que bebieron Tristán y su amada, la princesa Isolda, camino de Cornualles, hará que sintamos en nuestro interior una ventana imposible abriéndose al Infinito.

El Sufismo y la Música

Si preguntásemos a nuestros lectores qué es el sufismo, posiblemente la mayoría de los que hayan oído o leído algo acerca de él, lo describiría como una suerte de “misticismo musulmán”. La causa de esa afirmación se debe, sin lugar a dudas, a que el grueso de todo el pensamiento sufi se desarrolló principalmente en las geografías marcadas por la palabra de Mahoma, y al hecho de que la inmensa mayoría de sus grandes maestros hayan profesado, de forma manifiesta, la fe islámica.
Sin embargo, el sufismo es una de las corrientes espirituales de más difícil clasificación de la Historia, puesto que su cuerpo doctrinal no ha sido establecido por una única escuela, y porque la dispersión de métodos en la transmisión de su legado, va desde la poesía de Ibn el-Arabí, a los chistes del Mulá Nasrudin, pasando por los relatos de Attar de Nishapur o los aforismos y paradojas de Niffari. Además, los sufis afirman que todo iniciado debe encontrar a su propio maestro, muchos de los cuales le animaran a “romper el tintero y destrozar los libros”, considerado, por algunos, como el primer paso para convertirse en un verdadero sufí. Sólo así, tras ese “vaciamiento del espíritu”, una persona sería capaz de convertirse en el receptáculo adecuado para experimentar sin traba la Verdad Suprema.
Por otro lado, no podemos olvidar que el sufismo evoluciona con el tiempo. Las enseñanzas de los maestros de la Antigüedad, deben ser revisadas y reinterpretadas con el paso de los años, pues, como dicen los sufís, todo lo que es hijo del Tiempo, tiene, irremediablemente, fecha de caducidad.
A pesar de todos los obstáculos con los que nos encontraremos en el camino del sufí, hay una cosa de la que sí podemos estar seguros: que el sufismo trasciende con mucho las fronteras de los árabes y las del Islam y, de esa manera, uno puede ser hindú, cristiano, musulmán o panteísta y ser sufi al mismo tiempo. En palabras de Robert Graves, el sufismo es la enseñanza secreta que se oculta detrás de las religiones. Es el sustrato común a todas ellas.
El sufí anhela el perfeccionamiento humano, el hallazgo de la Verdad y un estado de conciencia superior que le lleve al camino del conocimiento y del Amor, y, a través de Él, alcanzar la Unidad con Dios. Sólo de esa forma, podemos entender que un iluminado como Hallaj proclamase en voz alta: Ana´l-Haqq! (Yo soy la Verdad), porque el Amor le habría conducido a la identificación con el Creador y con todo lo Creado. Al parecer, a Hallaj no le importó que sus palabras le condujeran a la muerte.
Otro maestro sufí dijo, a propósito de todo esto: “La Verdad es un espejo roto en mil pedazos, y cada uno piensa que la verdad es el pedazo del espejo que posee”.
Así pues, no resulta nada fácil, establecer, de manera unívoca, la actitud de los sufis con respecto a ciertos temas, y, entre ellos, la música. O, dicho de otro modo, su actitud hacia la música es también ambivalente, como si se tratara de fragmentos de un espejo roto que para poder contemplarlo en su totalidad, necesitara de visiones contrapuestas.
El caso es que algunos maestros sufis, recurrían, a menudo, al llamado sama´, es decir, a la audición musical, ya que la consideraban una forma de aproximación a lo divino, muy útil para despertar nuestras conciencias, así como un medio muy efectivo a la hora de tratar determinadas enfermedades.
Siguiendo esta línea de pensamiento, algunos músicos del Asia Central desarrollaron los llamados makams, una amplia gama de tonalidades musicales a las que se atribuían efectos curativos. Oruç Güevens, médico y músico de origen turco, realizó diversas pruebas en el Berlin Urban Hospital de Alemania, y concluyó, tras analizar los encefalogramas de los pacientes voluntarios, que los makams generaban efectos tan intensos como los propios fármacos, y aseguraba que la música, al transmitir calma o alegría, conseguía incrementar las endorfinas de los oyentes que acababan influyendo, de manera muy favorable, sobre su sistema inmunológico y nervioso.
Por su parte, Ruzbihan, otro entusiasta partidario del sama´, pensaba que sólo se requerían tres cosas para alcanzar la alegría espiritual perfecta: un perfume delicado, un bello rostro que mirar, y una voz hermosa transformada en instrumento.
El Zhikr o repetición de los atributos divinos también podía resultar benéfico para quienes lo practicaban (¿No vislumbramos aquí cierta influencia del budismo y del hinduismo con sus cantos y sus mantras? ¿O, acaso es al revés, es la influencia de una Antigua Sabiduría Sufi, muy anterior a todos ellos, que recogieron posteriormente los indios y los tibetanos?). Según los sufis, al recitar los distintos nombres de Dios, recordamos lo esencial de nuestra condición divina. También es muy importante la respiración (esma) que se realiza al compás de la sama´. Se trata de respiraciones rítmicas, y en cada inhalación o exhalación se deben pronunciar los nombres divinos como Allah. Algunas fórmulas repetitivas, como “la ilah illa Allah”, acompañadas de ciertos movimientos, eran capaces de conducir a quienes la pronunciaban a un verdadero estado de trance.
Para otros, el auténtico sama´ era “una danza ensangrentada”, aludiendo con ello a la leyenda que asegura que Hallaj iba bailando mientras sus verdugos le conducían al cadalso, y al hecho de que el sufrimiento se podía convertir en alegría a causa del Amor y del encuentro último con Dios.
Los hay quienes acompañaban esa música inspiradora de lo divino con algunas danzas menos cruentas. Es el caso de los famosos derviches girófagos, quienes, gracias su girar interminable y a la concurrencia de unos sonidos rítmico-repetitivos, lograban alcanzar estados de exaltación y de comunión mística con la divinidad.
El problema de si el verdadero Zhikr debía ser practicado en secreto o en voz alta, también ha dividido a los sufís durante mucho tiempo, llegando a provocar una gran escisión el la orden naqshbandí, en Asia Central, en los siglos XVI y XVII.
A pesar de todo lo dicho, la música también podría resultar nociva, como ocurre cuando nos conformamos con el estado de embelesamiento en el que nos hallamos sumidos al escuchar o ejecutar música. Según Bahaudin Naqshband, la música puede ayudarnos a mejorar nuestro acercamiento a un nivel de conciencia superior, pero podría, en ocasiones, perjudicar a todo aquel que no estuviese lo suficientemente preparado para escucharla. Es lo que les sucede a los que piensan que el propósito de la música es simplemente entretener, causar alguna emoción o creen que los sentimentos que experimentan al escucharla son sublimes. Y es que el ser humano, a menudo, se fija tan sólo en lo aparente, y persigue cosas ilusorias, o busca donde no debiera, y, al final, uno puede acabar alejándose de la Verdad.
Recuerdo uno de los famosos chistes iniciáticos del Mulá Nasrudin a propósito de todo esto: Una noche se encontraba Nasrudin buscando algo que, al parecer, se le había perdido debajo de una farola. Daba vueltas y más vueltas entorno a la luz y escudriñaba todo el suelo, paso a paso, de manera minuciosa. En ese momento, se le acercó un hombre que llevaba largo rato observándole, y, empujado por la curiosidad, le preguntó: -“¿Qué es lo que buscas de forma tan insistente, amigo?”. “¿Acaso has perdido algo?”. “Sí- contestó Nasrudin, sin dejar de mirar el suelo- he perdido una llave”. Comoquiera que no la encontrara, aquel hombre, lleno de compasión, se decidió a intentar ayudarlo. “A ver, cuéntame cómo ha sucedido y yo te ayudaré a encontrarla”. Nasrudin levantó su mirada y comenzó a explicar: “Pues venía yo por ese camino de allí- dijo Nasrudin señalando la lejanía- y cuando me hallaba a la altura de la esquina de allá enfrente, he oido un ruido metálico. En ese momento, he mirado en mi bolsillo y he visto que ya no tenía mi llave... “Pero entonces”...-le interrumpió aquel hombre desconcertado- “¿Por qué buscas aquí, si la llave cayó allí, en la esquina de enfrente?”- “¡Pues es evidente!”- le contestó Nasrudin todo serio- “Porque aquí está la farola y hay mucha más luz”.

Nada debe distraer al sufi de su objetivo final. Debe buscar allá donde la Verdad no se encuentra fragmentada, y, quizás por ello, la música, que en un principio podría resultar beneficiosa y acercarnos a estados de conciencia superior, sería negativa y perjudicial si simplemente dejáramos que nos hechizara con su belleza.

Rumi dijo en una ocasión que la música era el sonido de las puertas del paraíso al abrirse. Tal vez por eso, Hallaj bailó cuando era conducido hacia el cadalso; como una mariposa con las alas encendidas que estuviera a punto de morir.

- ¡Ana´l-Haqq, Ana´l-Haqq! -
A lo mejor, y una vez que las puertas ya se han abierto, la música debería cesar para poder sentir la verdadera Unidad con el Todo en el Vacío, y en el más absoluto de los Silencios.

De la expresividad musical en el arte de la pintura

En un ensayo titulado “Tres horas en el museo del Prado” el filósofo y crítico español Eugenio D´ors, siguiendo las tesis del escultor Hildebrand, afirmaba que cualquier obra de arte debía contener dos tipos de valores formales: uno, que llamaba espacial o arquitectural, pues toda creación se relaciona, de alguna manera, con la geometría, debiéndose presentarse en un espacio dado (tal vez, añadiría yo, como tributo necesario de nuestra dimensión más material); y otro, que llamaba expresivo o musical, porque toda forma encierra algún significado o contiene una determinada fuerza emotiva.
Siendo esto verdad, había, sin embargo, ciertas artes, como la escultura o la arquitectura, en las que los valores espaciales eran ciertamente predominantes; y artes como la música o la poesía en las que los valores expresivos destacaban sobremanera por su evidente condición de artes no visuales.
Podríamos afirmar, por tanto, que hay artes espaciales, esto es, formas de expresión artísticas relacionadas necesariamente con las tres dimensiones clásicas del espacio euclidiano, fundamentalmente la arquitectura y la escultura; y artes temporales, mucho más próximas a la misteriosa e inaprensible cuarta dimensión, como son la música o la poesía, que, no en vano, Antonio Machado definió como “la palabra en el tiempo”.
La Pintura, ocuparía, dentro de todo este esquema teórico, una posicón central en relación con las demás artes, pesando en ella, en principio de manera similar, tanto los valores espaciales como los expresivos o musicales.
Sin embargo, y volviendo a las tesis dorsianas, habría pintores en los que predominaban los valores más relacionados con la geometría, como Poussin o Mantegna, y pintores que se inclinaban por los valores expresivos o musicales y donde destacaba, sobre todo, la inmortal obra del Greco, pintor que define D´ors, en expresión especialmente afortunada, como "el pintor de las formas que vuelan".
Los artistas más afectos a los valores espaciales, se caracterizan por sus líneas sencillas y serenas, por sus formas estables, y por el predominio del dibujo sobre el color. Por el contrario, en los pintores más “musicales”, los contornos se diluían, las líneas se volvían sinuosas y el color adquiría protagonismo en detrimento del dibujo y de las formas fijas.
En general, y a mi modo de ver las cosas, podríamos decir que la Historia de la Pintura es la historia de la “musicalización” de la Pintura, pues los valores expresivos o musicales han ido ganando terreno sobre los espaciales o arquitecturales.
A partir de Francisco de Goya, la pintura ha ido borrando progresivamente la definición en el dibujo, hasta llegar, primero al impresionismo y, finalmente, a la más completa de las abstracciones; ha ido también aumentando la importancia de los colores, hasta desembocar en el fauvismo; y ha ido ganando en fuerza emocional, para terminar en el expresionismo pictórico. La única excepción a todo esto tal vez haya sido la del movimiento cubista, que, sin embargo, podría haber tomado un camino diferente en su busca de la “musicalización”: Picasso habría perseguido, a lo largo de toda su obra, pintar la esencia del Tiempo; y, en otras ocasiones, como en el “Guernica”, el desgarro anímico que produce su visión de la guerra, lo situaría a medio camino entre la abstracción y el arte más expresionista.
La “musicalización” del arte pictórico se podría haber producido siguiendo dos vías diferntes: una, por los partidarios del arte por el arte, y otra, por aquellos que favorecen un arte más “comprometido”.
Entre los primeros destacarían los impresionistas, preocupados sobre todo por la superación de las formas en la pintura y por el papel tan importante que juegan el color y la luz, así como la dificil representación del instante, y, por tanto, de la fugacidad y del tiempo. A este grupo pertenecerían también los pintores abstractos. Kandinsky, de quien hemos oído decir que su sueño siempre fue llegar a pintar la Música, afirmaba que la pintura debía basarse en el lenguaje de los colores, y en su ensayo “De lo espiritual en el Arte” publicado en 1911, establece las propiedades emocionales de cada tono y de cada color. Según el pintor ruso, la fuerza emocional de los colores debía ser equivalente a la de las notas musicales. También en la música tradicional china se ordenaban los distintos instrumentos musicales según el material del que estaban fabricados, y de acuerdo al “color de sus sonidos”. Además, se decía que toda música tenía un momento del año en la que debía ser interpretada, y, así, la música en la que abundaban las notas amarillas, debía ejecutarse a mitad del año, pues, no en vano, ese color ocupa aproximadamente el centro del espectro; el rojo, por su parte, era el color del verano, y su música debía ser animosa y entusiasta; el azul, era el color del invierno, una música mucho más profunda y sosegada. Para los antiguos chinos, como para Kandisnky, la armonía de las notas musicales se parecía mucho a la armonía de los colores.
Pero, retomando de nuevo el hilo de nuestra argumentación, decíamos que había una segunda forma de “musicalizar” la pintura: la de los artistas más “comprometidos”. Cuando El Greco, precursor de toda la pintura moderna, estilizaba sus figuras, se decía que tal vez padeciese astigmatismo. Nada más lejos de la realidad: el cretense alargaba las formas para espirtualizarlas y los colores tendían al gris y al azul para dotarlos de pureza y de un aire de cierta austeridad monacal, imbuida, como estaba toda su alma, de religión y de paisajes castellanos. Su pintura es el triunfo definitivo de la subjetivización en el arte, y, por eso, toda su obra resulta tan actual.
A esta vía de un arte comprometido con los anhelos y los problemas de los hombres, pertenecerán también Goya y los expersionistas como Münch, Ensor o Kokoschka, pero, sobre todo, uno mis artistas predilectos: Vincent Van Gogh. Al genial pintor holandés se le suele clasificar en el grupo de los post-impresionistas por la técnica que utilizaba en la ejecución de sus cuadros: el traslado del estudio a los espacios abiertos, la aplicación directa de los colores sobre el lienzo, y los trazos vehementes, y, en su caso, arrebatados, que debían mezclarse en la retina del espectador... Pero la temática de sus obras no siempre coincidía con la eminentemente paisajista de los impresionistas franceses. Tampoco retrataba bailarinas como Degas. Van Gogh sentía cierta inclinación por determinados asuntos sociales. La clave de su originalidad intransferible tal vez se encuentre en algunas notas de su biografía: el descubrimiento de su vocación religiosa que le llevó a ejercer como pastor protestante en la región minera de Borinage, y sus primeros dibujos, siempre copias de cuadros de Millet, el pintor social por excelencia. Un autor impresionista nunca hubiera podido pintar un cuadro como el que podemos contemplar en la galería Pushkin de Moscú: el patio de una cárcel con los presos vigilados muy de cerca por los celadores y donde el azul omnipresente de la obra crea una atmósfera cerrada y opresiva. En ese sentido, la pintura de Van Gogh nos aparece íntimamente conectada con la del Greco. Lo que pinta no son las cosas, sino su visión de las cosas. Sus pinceladas atormentadas y violentas; sus cipreses elevándose a lo más alto en busca de una espiritualidad que la tierra no hace sino negarnos; su predominio de los amarillos, azules y marrones; o la visión de esos pájaros negros, que, como en uno de sus últimos cuadros, sobrevuelan un campo de trigo que el viento agita con violencia, y que son el presagio final de su destino aciago.
La obra de Van Gogh supone la culminación de la subjetividad en el arte de la pintura, de la musicalidad y de la expresividad, y todo ello por la vía de un arte comprometido, un arte que es, en sí mismo, una búsqueda espiritual constante.
No es de extrañar, pues, que dijera, en una de las cartas que escribió a su hermano Theo:
“A veces, tengo... una terrible necesidad... ¿diré la palabra?... de religión. Entonces salgo por la noche y pinto las estrellas”. En su obra podemos apreciar el triunfo definitivo del Arte como anhelo espiritual, y nunca nos parece tan grande su búsqueda como cuando le vemos abandonarse al sonido de una música donde predominan las notas de color negro; un sonido al que sucumbiría y que tal vez sintiera llegar, ignoto y en la oscuridad, de lo más profundo de la Noche.

La Música y la Palabra

Existe una arraigada creencia que se remonta a los comienzos más oscuros de algunas civilizaciones, según la cual habría ciertos sonidos capaces de liberar la energía que contienen las palabras, y producir algún tipo de cambio en nuestro interior o en el entorno más inmediato de aquel que las profiere. Esa energía liberada podía ser benéfica, como es el caso de los sonidos-símbolos conocidos con el nombre de mantras en la tradición budista y tibetana; o maléfica y destructora, como es el anatema que generaría pronunciar el Nombre Secreto de Dios en las antiguas religiones del Libro.
La mayoría de nosotros, habitantes descreídos de un mundo profano, alguna vez hemos podido sentir una experiencia, en cierto modo similar, relacionada, en nuestro caso, con la música, ese arte que trata de combinar tiempos y sonidos sobre la base del silencio. La música tendría, en verdad, la capacidad de alterar nuestro estado de ánimo y causarnos alegría, júbilo y, a veces, una euforia inexplicable; o, por el contrario, tristeza y profunda melancolía.
¿No será que, como creían nuestros antepasados culturales más lejanos, era cierta esa antigua leyenda que atribuía a determinados sonidos el fabuloso don de liberar fuerzas inexpicables capaces de alterarnos a nosotros y a nuestro entorno más inmediato?
En la tradición judía se va aún más lejos y, así, los cabalistas aseguran que existen algunas voces en el hebreo con el increible atributo de conjurar energías que crearían de la nada los mismos objetos denominados. En su origen, el lenguaje habría sido creado por Dios con tal poder y perfección, que los objetos y las palabras eran intercambiables entre sí. Probablemente esa fuera la razón por la que, pronunciar el Nombre Secreto de Dios, podía acabar desencadenando una energía descomunal que lo Generara, atrayendo la desgracia y hasta la propia muerte a aquel que lo llegase a realizar.
Los judíos afirmaban que la ignorancia y la debilidad de los hombres habrían acabado por desperdiciar y, a la postre, por relegar al fatal olvido ese precioso y antiguo don que tenían las palabras... o quizás esa pérdida tan sólo fuera el resultado de una simple precaución, fruto del instinto colectivo de supervivencia, que trataba de evitar las terribles consecuencias de su mal uso; o el resultado inevitable de un conocimiento intricadísimo que habría sido guardado con excesivo celo por parte de los pocos sabios que lo dominaban, y que, en algún momento, acabó perdiéndose y olvidándose.
Por su parte, en la tradición tibetana y en el budismo, así como en el hinduismo, la energía desatada que produce la repetición sistemática de los nombres divinos y sus avatares y atributos, resultaría sumamente positiva y podría llegar a liberarnos. Quien haya ejercido la meditación a solas o, más aún, en grupo, y haya cerrado los ojos y, al expirar, pronunciado el sonido “OM”, sabe lo que digo.
Pero no sólo los sonidos y las palabras encierran extraordinarias fuerzas ocultas. En algunas tradiciones, particularmente orientales, también el silencio tendría un asombroso poder, en muchos aspectos incluso superior al de los sonidos.
En nuestra cultura, el poeta y filósofo Miguel de Unamuno llegó a decir: “Dios es Silencio”. Probablemente su afirmación tuviera connotaciones de índole más escéptica que catártica o liberadora, pero de lo que no cabe ninguna duda es de que en muchas culturas de China y de la India, ese silencio se dota de un profundo significado que lo convierte en el centro armónico que aúna los contrarios y equilibra la capacidad creadora-destructora del universo.
En todo caso, podríamos concluir que todos estos elementos: sonidos, silencios y, a veces, también palabras, convenientemente permutados en el tiempo, conformarían el arte que nos ocupa, y si las palabras, los sonidos y los silencios poseen un poder demiúrgico y transformador, ¿cómo no habría de tenerlo la propia Música que los emplea y combina a todos ellos en una armonía perfecta y definitiva?

Es posible que nosotros, escépticos occidentales que vivimos en un siglo donde la razón, la ciencia y la técnica han llegado a su máximo apogeo, no podamos explicarnos del todo la magia que nace de una simple melodía; el misterio de un aria vibrando trémula en nuestro oído; o el hechizo de una sinfonía que nos cautiva y nos fascina, nos arrebata y nos transporta, hasta llevarnos a un remoto lugar donde ya nada importa salvo la pura belleza.
De repente, transportados, sentimos como surge en nuestro interior una emoción irrepimible y sincera, y, al fin, una lágrima brota de nuestros ojos. Es como si nos renovásemos por dentro.
Cada vez que lloramos es como si volviéramos a nacer.

A veces, escuchando una sencilla aria de Bach, una voz iluminada por Händel o los violines más alegres de Vivaldi, he llegado a creer que toda la magia que existe en el mundo era verdadera. He llegado a pensar, en un arrebato de inmoderado optimismo, que tal vez, sólo tal vez, Dios existe de verdad, y que la música me lo puede mostrar en todo su maravilloso e inefable esplendor.

La flauta de Ling Lun

Según una antigua tradición oriental, el nacimiento de la música en China se remontaría a la época de Huang Di, el mítico Emperador Amarillo:
Una mañana de invierno, y tras una noche de infaustas pesadillas, el Emperador hizo llamar al sabio Ling Lun, y le ordenó que viajase a las lejanas provincias del oeste para acometer una empresa de vital importancia: en sus bosques más vírgenes y remotos, Ling Lun debía encontrar un pedazo de bambú y fabricar con él una flauta cuyo sonido igualase la belleza del canto de los pájaros, el murmullo de las hojas mecidas por el viento, y el sonido de las aguas tañidas por la piedra. Del éxito de aquella misión, dependía la superviviencia y la paz de todo el Reino.

La música en China nació de la mano de sabios y chamanes, que buscaban en los sonidos el contacto con el mundo de los espíritus y con las fuerzas de la Naturaleza. El escritor Italo Calvino nos cuenta que "el chamán debía transportarse a otro nivel de percepción, a otro mundo, donde hallaría las fuerzas con las que hacer frente a las amenazas que se cernían sobre su pueblo". Ese viaje o transmutación se llevaría a cabo mediante la ingestión de sustancias psicotrópicas, el pronunciamiento de fórmulas y palabras, o la ejecución de cánticos y melodías. Según Mircea Eliade, no son pocos los relatos de chamanes que volaban subidos encima de un tambor.
Con el pasar de los años, el arte de organizar sonidos, que nació íntimamente asociado a la magia y al poder supremo del espíritu para transformar la Realidad, continuó influyendo sobre reyes, sabios y filósofos.
Ya en la época del emperador Chuan (muerto en el 2205 a.C.), la música, acompañada de la danza y de la poesía, se introdujo en las ceremonias imperiales y en los banquetes litúrgicos, en los que se creía que, gracias a ella, participaban los espíritus de los antepasados, de cuya buena relación con los vivos, dependía, en buena medida, el bienestar y la armonía del Imperio.
Con la siguiente dinastía, la Zhou (1066-221 a.C.), la música se viste de un nuevo significado político y moral, ahondando aún más en ese espíritu arcano que la había visto nacer, hasta el punto de que, ya en el siglo VI a.C., Confucio la dotaría de una nueva dimensión, desconocida hasta ese momento, y cuyo cometido sería el de expresar la armonía entre el Cielo, la Tierra y los Hombres. Es lo que los chinos llamaban "tianren heyi", la armoniosa relación del Cielo y la Humanidad.
Confucio hablaba de tres Caminos que no eran sino tres dimensiones de una realidad única: el Camino del Cielo, el Camino de los Hombres y el Camino de la Armonía, siendo esta última la culminación del Camino confuciano y donde confluían los otros dos. La música estaba muy presente en todos ellos, flotando imperceptible entre los textos que sustentaron la milenaria tradición conocida como "Ru Jiao", y cuya traducción podría ser “la Doctrina o la Tradición de los letrados”.
El ru (el caballero-intelectual de la época de Confucio) se caracterizaba por la devoción de los “Seis Libros Clásicos”, una serie de textos que recogían las enseñanzas de aquellos letrados de la Antigüedad, así como los ritos y las normas que habrían de conducirnos por la senda de la Virtud.
El propio Confucio trabajó toda su vida intentando recopilar y transmitir ese inmenso legado filosófico y cultural, anterior a él mismo, y en el que fundamentó todas sus enseñanzas.
A pesar de ser un hombre que desconfiaba de la metafísica, y de la utilidad de evocar a los espíritus, Confucio se dejó llevar por la belleza inefable de los sonidos, ya que, organizados conforme a unas leyes que no eran diferentes de las que guiaban los planetas, las estaciones o el inexorable curso de los ríos, podían conducirse los hombres siguiendo el camino recto de la Verdad.
Los “Seis Libros Clásicos”, esos antiguos tratados que contenían todo el saber necesario para orientarnos en el Camino del Cielo, eran: el Libro de la Poesía, el Libro de la Historia, el Libro de los Ritos, el Libro de los Cambios, los Anales de Primavera y Otoño, y el desaparecido ya para siempre, Libro de la Música.
Los chinos de la época de la dinastía Zhou, también empleaban ese vocablo (ru) para designar a los maestros de alguna de las seis nobles artes (historia, música, matemáticas, ritos, tiro con arco y conducción de carruajes). La profesión originaria de aquellos ru, seguramente fuera la de bailarines y músicos de las ceremonias religiosas de la dinastía Shang. “Un ru – afirma el profesor Xinzhong Yao- ejecutaba diversas danzas e interpretaba música a modo de imprecación por una buena cosecha y de ofrenda a los dioses y antepasados; y dirigía las ceremonias para traer la lluvia en época de sequía”.
Así pues, los ru eran los descendientes de los antiguos chamanes, magos y hechiceros, que pasaron, más tarde, a ser los maestros en rituales y ceremonias en la época del emperador Chuan, y, finalmente, se convirtieron en profesores cuando el Confucianismo fue adoptado como religión oficial del Imperio.
Los ru debían dominar la historia, la poesía, la música, la astrología, las matemáticas y el tiro con arco. El propio Confucio no era sino un ru muy conocido en su época, que transformó y desarrolló la tradición heredada, en buena medida empujado por los acontecimientos que vivió: el debilitamiento del poder de los reyes Zhou en detrimento de los diferentes estados que formaban el Imperio y que alentaron el caos feudal y el desmoronamiento irreversible de la administración común. Esta crisis del poder central trajo, a su vez, y como consecuencia inevitable, el aumento de las guerras entre los diferentes “estados” en su lucha por la obtención de tierras, poder y riquezas.
Confucio pensaba que el desorden en la Administración y su consecuencia más funesta, las detestables guerras, tenían su origen en “el deterioro del ritual (li) y la caída de la música (yue)”, y, por ello, se embarcó en una crucial misión a la que iba a dedicar toda su vida: restablecer el valor de los antiguos rituales, donde se encontraban, según él, impresas todas las reglas que regirían el comportamiento de los hombres, y nos evitarían caer en el caos y el sufrimiento. Confucio estaba convencido de que aquellos ritos y ceremonias, como normas de comportamiento civilizado establecidas de acuerdo con el mandato del Cielo, podían conducir a todos los gobernantes y a sus súbditos a actuar de acuerdo con la ética y con la justicia, y no con la fuerza de leyes rigurosas o, peor aún, con la violencia de las armas, sobre las que no podía sustentarse ningún poder durante mucho tiempo. Así, para garantizar el gobierno virtuoso de reyes y ministros, entre otras cosas, se debían ejecutar los rituales e interpretar la música “correctamente”. Su observancia haría que todo el mundo, instruido en las enseñanzas y el ejemplo de los antiguos maestros, y siguiendo las normas y los ritos del Pasado, acabaría comprendiendo lo que estaba bien y lo que estaba mal, y actuando en consecuencia, y que todo eso traería, inevitablemente, la paz, la prosperidad y la armonía para su pueblo.
Nos encontramos, de nuevo en la Historia, con la idea de una música transmisora de valores, más allá de los puramente estéticos, que tan común ha sido en todas las épocas y civilizaciones.
El confucianismo se caracterizó, por tanto, por ser un sistema ético y una enseñanza humanística que se basaba en la creencia de que la bondad y la virtud se pueden enseñar, y en los que la Música, la Poesía, los Ritos y la Historia jugaban un papel de primer orden.
Sin embargo, los confucianos nunca lograrían del todo su objetivo, tal vez porque su labor quedó inconclusa y mutilada sin remedio: según parece, uno de “los Seis Clásicos”, el Libro de la Música, ese que, según los antiguos maestros que lo escribieron, “producía armonía”, se perdió para siempre después de la quema de libros que tuvo lugar en la época de la dinastía Qin a finales del siglo III a.c. (Todos los demás Libros fueron parcialmente recuperados y, luego, de alguna manera, reconstruidos).
La desaparición de aquellos textos sagrados se puede considerar uno de los acontecimientos históricos más relevantes de cuantos sucedieron en la Antigüedad China, de la misma forma que, para Occidente, lo fue la quema de la biblioteca de Alejandría.
Los herederos de Confucio no se dieron por vencidos, e iban a dedicar toda su vida a redescubrir, reconstruir y, en algunos casos, reescribir una gran parte los textos destruidos por la ignorancia y el fanatismo, pues en ellos pensaban que encontrarían impresos los signos de su anhelada redención. Los maestros confucianos, aprovecharon esa labor de reconstrucción de los libros antiguos para incorporar toda la riqueza espiritual del budismo y del taoísmo, que, desde entonces, se harían inseparables de la ética confuciana; y también para adaptar las enseñanzas del pasado a las necesidades de los nuevos tiempos.
Las revisiones de los escritos y los rituales heredados, se hicieron, en todo caso, necesarias desde el principio, desde mucho antes de que la dinastía Qin decidiera arrojar a la hoguera todos los libros que no se adecuaban a su ideario, y, por ello, el duque de Zhou, que fue todo un modelo para Confucio, transformó el complejo sistema ritual de épocas anteriores, para instaurar, finalmente, un nuevo sistema de “ritual y música” con una clara orientación política y moral, que aparecía impregnada de los valores e ideales contenidos ya en aquellos antiquísimos textos sagrados.

Además de Cofucio, existieron dos grandes maestros cuyas enseñanzas y aportaciones son fundamentales para la comprensión de la espiritualidad china: Meng Tzu, (o Mencio) y Xunzi.
Meng Tzu representa la visión más idealista del confucianismo. Afirmaba que la naturaleza de los hombres era fundamentalmente buena, y que todo ser humano debía ejercer la autodisciplina y seguir el “Mandato del Cielo” (tian ming), pues, lo contrario, significaría oponerse al orden natural establecido y que, al final, la ira del Cielo se proyectara sobre todos nosotros en forma de caos, desorden, destrucción y desgobierno.
Hay una bellísima historia que ilustra esta visión menciana del mundo, y que tiene una estrecha relación con la música:

Una noche en la que el duque Ling había acampado junto a sus hombres en las orillas del rio Pu, y en el instante previo al sueño, cuando la calma ya reinaba sobre el campamento, comenzó a escucharse, como venida de todas partes, una música encantadora. El duque ordenó a sus hombres que averiguaran de dónde venía ese sonido tan dulce y melodioso, pero los soldados le aseguraron, extrañados ante la insistencia de su señor, que ellos no percibían absolutamente nada. Entonces, ordenó llamar a su maestro de música, Shih Yuan, para contarle aquellos extraños sucesos que parecían no tener explicación. El músico, intrigado por el relato del duque Ling, se ofreció a pasar la noche a solas y agudizar su oído, pues quería también deleitarse con aquella música misteriosa, pulsando en su qin antes de escribirla.
A la mañana siguiente Shih Yuan le dijo a su señor que él también había podido escuchar la melodía, y a pesar de que, a menudo, se hacía casi imperceptible, había logrado finalmente registrarla.
Algún tiempo después, el duque Ling, asistió, como invitado de honor, a un banquete que le dio el duque Ping.
Al final de la velada, el duque Ling pidió permiso a su anfitrión para enseñarle una nueva canción que había descubierto recientemente, habiendo acampado junto a sus hombres en las orillas de un río.
Cuando Shih Yuan comenzó a tocar aquella melodía, el maestro de música del país de Qin, Shih Kuang, le rogó que se detuviera, diciendo:
“- ¡Deteneos! Esa música es la caída de un Reino maldito... No debe, en ningún caso, tocarse hasta el final. Es obra de Shih Yen, que creó para el rey Chou la licenciosa música Mimi. Cuando el rey Wu venció a Chou, a causa del caos y la debilidad de su gobierno, Shih Yen huyó hacia el oeste, hasta que llegó al río Pu, y, una vez allí, se suicidó. Ese es el motivo por el que esa melodía se oye sólo en las orillas de aquel río. Las ciudades donde antaño se escuchaba fueron malditas; por eso, no debe, en ningún caso, tocarse hasta el final-.”
El duque Ping le replicó que, sin embargo, a él le complacía, y, ebrio de vino, ordenó que no parara la música.
Poco tiempo después, una gran sequía azotó el país. La tierra permaneció árida durante tres años, y el duque Ping acabó sucumbiendo a una larga y penosa enfermedad.

Para Mencio, el Universo es un Todo unitario, y, por eso, el orden físico y el moral no sólo no eran independientes, sino que estaban íntimamente conectados entre sí.
En su concepción del Universo, la Ética tendría la enorme capacidad de modificar nuestro mundo físico, y el obrar bien o mal en un determinado momento, podía ser la causa de grandes bienes o, por el contrario, provocar catástrofes y desgracias para todo el Reino.
Xunzi, el otro gran maestro de la época, se opuso radicalmente a Mencio en este y otros asuntos, y aportó una visión mucho más realista y racional del confucianismo, que le llevó a una nueva interpretación del concepto “Cielo”. Para él, lo que sus contemporáneos llamaban “el Cielo”, no era otra cosa que “la Naturaleza”: lo que los occidentales llamamos Ley Natural, y los hindúes conocen como Rita.
Xunzi, al igual que Mencio y el mismísimo Confucio, insistían en la importancia de lograr la armonía entre los principios que regían el Cielo, y las normas y leyes que debían guiar a los humanos, pero afirmó con insistencia que la Naturaleza funcionaba de manera muy diferente al mundo de los hombres, y, por tanto, que lo que ocurría aquí abajo, no afectaba allá arriba, y viceversa. Los hombres debían olvidarse de los buenos o los malos augurios, ya que, en realidad, no servían para nada: la dicha o la desgracia se producen sólo como consecuencia de las acciones humanas que “la Naturaleza” no puede cambiar.
Xunzi, contrariamente a lo que pensaba Mencio, creía que los hombres se inclinaban de manera innata a la satisfacción de sus deseos físicos y a la competencia, lo que les hacía fundamentalmente egoístas; pero también creía que la paz, la armonía y el bien se podían enseñar y aprender, y de ahí la importancia de la educación. La música sería muy útil para guiar a los seres humanos en su camino, y debía formar parte indispensable de una buena formación, ya que, no en vano, ayudaba a las personas a cultivar el buen carácter, y sus notas llevaban impreso el Camino del Cielo, que contenía las virtudes de humanidad (ren), rectitud (yi), convenciones (li), y sabiduría (zhi), que, a su vez, favorecían la armonía individual, la armonía en las relaciones familiares, y la armonía en las relaciones entre los gobernantes y sus súbditos.

Ahora, quizás, comprenderemos un poco mejor porque Confucio achacaba el desgobierno y las guerras de la época que vivió, entre otras cosas, a lo que él llamaba “la caída de la música”, y a la ignorancia y el olvido de las normas, ritos y enseñanzas de los maestros de la Antiguedad.
La música china, por tanto, gozó de una importancia y de un protagonismo en su sociedad y en su cultura, mucho mayores del que jamás tuvieron en Occidente, como, por otro lado, lo demuestra el hecho de que, al nacer un príncipe heredero, el maestro de música de palacio debía asistir al parto, y recoger las cinco primeras notas emitidas por el recién nacido. Esas cinco notas servirían para darle un nombre que, de alguna manera, llevaría implícito su destino personal y el de su Reino.
El desarrollo de la música en la Civilización china, aunque fue paralelo e independiente del occidental, en muchos aspectos iba a ir claramente por delante en numerosos hallazgos técnicos y descubrimientos.
Así, por ejemplo, los chinos inventaron el zaqu: un largo poema que iba acompañado de música y que podríamos decir que era el equivalente europeo de los madrigales; y, también el kun: una especie de teatro acompañado de música, y, por tanto, nuestro equivalente de la ópera. La música, acompañada de representaciones teatrales y de poesía, que había sido introducida ya en las ceremonias imperiales de hace aproximadamente cuatro mil años, continuó como práctica chamánica durante la dinastía Shang (1766-1122 a.C.) y acabó desembocando en el zaqu y el estilo operístico kun.
Por otro lado, mientras que los antiguos europeos, gracias a la escuela pitagórica, descubrieron la escala diatónica, los chinos habían establecido una escala pentafónica en un momento tan temprano como el siglo VII a.C.
Los europeos modernos, por su parte, tendrían que esperar hasta el siglo XVII para que el matemático francés Marin Mersenne estableciese la escala cromática musical y descubriera los principios de la dodecafónica, más de medio siglo después de que lo hiciera, por cierto, el músico y matemático chino Zhu Zaiyu, príncipe de la dinastía Ming, en el año 1584.
Los chinos, de la mano, entre otros, de Zhou Dunyi (1017-1073), concedían una importancia fundamental a las matemáticas en la explicación del Universo, de la música, y de la armonía. Zhou Dunyi exploró el origen y los principios que rigen los cuerpos celestes y sus movimientos, e intentó establecer una visión globalizadora, según la cual, todas las cosas y los seres humanos formaban parte de un solo cuerpo, y participaban de la misma Naturaleza.
El sabio, según él, representa la perfección del mundo y es la esperanza para el futuro de los Hombres, gracias a los principios por los que guía su comportamiento, y que son: el Justo Medio (zhong), la sinceridad (cheng), la humanidad (ren), y la rectitud (yi).
“Esta visión del mundo – dice el profesor Xinzhong Yao- presenta un sistema cosmológico-ético que considera las cualidades morales humanas responsables del orden y la armonía del Universo”.

De las posibilidades de la música china, por lo demás, da claro testimonio el hecho de que existiera un número elevado de instrumentos, buena parte de los cuales, eran completamente desconocidos para nosotros, como el guqin o qin (especie de cítara alargada), el pipa (laúd de madera con cuatro cuerdas de seda), el erhu (violín de dos cuerdas sobre una caja cilíndrica recubierta con piel de serpiente), el xiao (flauta hecha de bambú, tradicionalmente con seis agujeros), y así hasta un total de seiscientos, que dan a su música una variedad de tonos, timbres, y matices de una riqueza y una sutilidad extraordinarias. Todos estos instrumentos se dividían en ocho tipos que se relacionaban con los ocho trigramas que aparecen en el I Ching o “Libro de los Cambios”, un tratado de adivinación y de metafísica que formaba también parte de los “Seis Clásicos”, y cuyo estudio y comprensión resultan fundamentales para entender la espiritualidad china. Cada uno de los ocho trigramas se correspondían con un grupo de instrumentos en función de la materia con la que estaban fabricados y que eran: seda (para las cuerdas), bambú, metal, piedra, arcilla, calabaza, madera y cuero.

No debemos olvidar que, para Confucio, la música y la ética participaban de la naturaleza dual de los seres humanos. Ambas debían hundir sus raíces en los principios de Bondad, Orden y Justicia; y sólo entonces producían ese fruto que llamamos Armonía.
Pero, en algún momento, la música también podía desviarse en su discurrir, e incitarnos a llevar un comportamiento licencioso o egoísta, alejado de toda moral (como la famosa música Mimi de nuestro cuento). Esto, en ningún caso, debe interpretarse al pie de la letra. Sin embargo, nos puede servir para entender que este arte, como todos los demás, encierra valores más allá de los puramente estéticos. Para evitar caer en el mal, los hombres debían seguir una determinada educación, esforzándose en el aprendizaje de los antiguos maestros, y, además, fijarse bien en el interior de ellos mismos y escuchar los dictados de su verdadera Naturaleza, en la que estaba también impreso el Camino del Cielo.
No es de extrañar, por tanto, que la música, en la milenaria Civilización de China, comenzara tratando de imitar los sonidos deleitosos de los cielos, los bosques y los ríos, ya que, tal vez, en su simplicidad y en su pureza, pudiéramos hallar la armonía con la que conducir nuestras vidas y guiar todos nuestros actos y comportamientos. En el fondo, todo eso suponía la culminación y el triunfo del Taoísmo sobre las otras corrientes espirituales de la Antigua China. Cuando Lao Tse mencionó en el Tao Te King a los “buenos taoístas de la Antigüedad”, -como asegura Han Shan- en realidad se estaba refiriendo al Emperador Huang Di, el mismo que una febril mañana de invierno, y tras una noche de insomnio, mandó a un sabio a los lejanos bosques del oeste para que fabricara una flauta de bambú.
Por lo demás, sólo hay una referencia en todo el libro de Lao Tse a un instrumento musical, y es precisamente una flauta. En el capítulo V del Tao Te King se dice que “el espacio entre el Cielo y la Tierra es como el interior de una flauta: está vacío, pero no ausente”; y luego, añade que “cuanto más se agita, más sonidos produce”.
La verdadera música, para los taoístas, debería parecerse a ese vacío y al silencio, de la misma forma que “el maestro enseña sólo cuando calla”.
En todo caso, el sabio debía guiar su comportamiento siguiendo la vía del wu-wei, (el no hacer nada) dejando que las cosas siguieran su curso natural. Entonces, quizás, comprenderemos que la verdad nunca estuvo apartada de nosotros, sino que, por el contrario, siempre permaneció, silente, en nuestro interior, y cuando, al fin, lo descubramos, tal vez percibiremos la pureza y el sentido de sonidos como el canto de los pájaros, el agua corriendo, ágil, entre las piedras o el del viento agitando, trémulas, las hojas.


Hace ya cuarenta y ocho siglos que el legendario Emperador Amarillo, Huang Di, soñó una noche que le pareció eterna, que el Imperio se desmoronaba entre el ruido, el caos y la oscuridad: guerras, cítaras, cosechas, sabios, ríos, lágrimas, espadas. El emperador soñó que la paz sólo llegaría cuando despertara con la luz de la mañana, y anheló el sonido de las aves más madrugadoras. En su sueño, Huang Di mandó al sabio Ling Lun a buscar, en los lejanos bosques donde el sol se había puesto, un pedazo de bambú con el que hacer una flauta (era importante no olvidar el número de agujeros). Debía fabricar un instrumento cuya música igualara la belleza del canto de los pájaros y, de esa forma, tal vez, hubiera muy pronto un nuevo amanecer para su Reino.*






* Esta famosa historia se registraba en el Libro de la Música que pereció en la famosa conflagración de la época de la dinastía Qin. Se dice que el sabio que la escribió, aseguraba que sus palabras “producían armonía” y que, permutadas en un orden diferente, formaban parte de un antiquísimo ritual de adivinación y magia. También aseguraba que en ella no había un sólo desenlace, sino infinitos: al menos uno para cada lector y para cada momento. Ellos, y sólo ellos, decidían si la música triunfaba a la postre, o si, finalmente, callaba. Sólo ellos podían optar entre la luz, la oscuridad o las llamas.

Ars Mathematica

Desde que los antiguos griegos afirmaron por primera vez que una íntima razón vinculaba la música con los números, no hemos dejado de asombrarnos ante el extraño mecanismo que podría enlazar la más exacta de las ciencias con un arte tan apasionado, y que, a primera vista, nos parece sometido al capricho de las musas y al vuelo de la imaginación más extrema.
La música, que no trata de cantidades ni de verdades objetivas, sino de placeres estéticos y espirituales, estaría, al parecer, en el lado opuesto de una ciencia, las matemáticas, que no conocen de sentimientos ni emociones, y que utilizan la lógica como instrumento casi exclusivo para lograr su fin último: la irrefutabilidad de sus cálculos y su más absoluta precisión.
Sin embargo, como escribió Yeats en un poema titulado The Statues, tal vez Pitágoras lo planeó, y en la frialdad de los números quizá podamos encontrar cierta clase de belleza, a condición de que nos invada una pasión que nos permita descubrir, sobre el mármol o sobre el bronce, el orden y la armonía reflejados.

Pythagoras planned it. Why did the people stare?
His numbers, though they moved or seemed to move
In marble or bronze, lacked character.

El hecho es que, a partir del genial filósofo de Samos y hasta muy entrada la Edad Media, la música se consideró una parte indeclinable de las matemáticas. El programa de estudios de las primeras universidades europeas así lo reflejaba, dividiendo los siete saberes clásicos en dos ramas de estudios principales: el trivium, que, como su nombre indica, estaba compuesto por tres materias: la gramática, la dialéctica y la retórica; y el quadrivium, que comprendía cuatro asignaturas: la aritmética, la geometría, la música y la astronomía. El quadrivium no sería otra cosa que el estudio de los números y sus diversas relaciones en el espacio y en el tiempo. Así, la aritmética trataría del estudio de los números en sí mismos; la geometría, de los números aplicados en el espacio; la música, de los números en el tiempo; y, por último, la astronomía, de los números en el espacio y en el tiempo.
Los griegos de la Antigüedad, descubrieron que los sonidos deleitosos sólo podían generarse cuando se establecía un orden. Si uno escogía un instrumento de cuerda y comenzaba a tañirlo al azar, lo más probable es que sólo consiguisese un ruido disonante y desagradable. Si, por el contrario, aplicábamos la inteligencia a la creación de sonidos y lo hacíamos siguiendo cierto orden, y la misma clase de reglas que, por analogía, encontramos en el resto de las cosas del mundo (como las simetrías del rostro humano y las alas de las mariposas, o las repeticiones periódicas que vemos en las estaciones del año o en los amaneceres), percibiremos unas formas armoniosas que nos complacerán.
El orden, las repeticiones y las simetrías nos hacen suponer unas reglas, que, en última instancia, podríamos resumir en números, los cuales nos conducen, a su vez, a la contemplación de la armonía y la belleza en sí mismas.
La verdad es que los seres humanos nos encontramos mucho más solazados cuando reconocemos ciertas estructuras a las que hallamos sentido (aunque sólo sea estético); y, al contrario, nos incomodamos y sentimos desazón cuando no entendemos algo o nos enfrentamos al caos y la entropía.
Los filósofos pitagóricos descubrieron que existían relaciones numéricas ciertas entre las longitudes de las cuerdas, y establecieron unas proporciones que producían sonidos armoniosos (1:1, unísono; 1:2, octava; 2:3, quinta; 3:4, cuarta), construyendo una escala a partir de estas proporciones que hoy conocemos con el nombre de “diatónica”. Según Pitágoras, si esos sonidos eran combinados de forma adecuada, podíamos generar una música capaz de colmar el anhelo de belleza que, por naturaleza, sienten todos los hombres, seres cuyas almas inmortales sueñan con las Ideas que nos remiten y nos identifican, a su vez, con la esencia del mundo, que son los números. Ese anhelo espiritual de belleza, sería como el vacío con forma de Dios que cada hombre lleva dentro de sí mismo, según dejo escrito San Agustín, y que sólo podía ser colmado por el propio Creador.
Los pitagóricos, como muchos científicos de hoy en día, pensaban que los números y la armonía eran la base de nuestro mundo físico, el "arkhé" y el referente último del universo; algo que hacía del mundo un engranaje perfectamente trabado y regido por unas leyes muy precisas que serían inmutables.
La música, hecha también de números y de armonía, sería, por tanto, algo así como el sonido del Cosmos en movimiento y, nosotros, al imitarlo, no hacíamos sino remitirnos a las normas que rigen su funcionamiento último, y que nos acaban identificando con Él.
Ciertos matemáticos iban a contribuir, posteriormente, a perfeccionar y ampliar los conocimientos de las propiedades numéricas de la música, y, entre ellos, habría que destacar a Marin Mersenne, que estableció con precisión las relaciones entre las longitudes de cuerda y las frecuencias, en una obra titulada Armonía Universal, dando origen a una nueva escala en la que todos los intervalos eran iguales, y que hoy conocemos con el nombre de “cromática”.
Tras él, ya en el siglo XVIII, Leonhard Euler, en una obra titulada Nueva teoría musical, trató de mejorar la escala cromática ordenando la consonancia, a su parecer, “demasiado matemática para los músicos y demasiado musical para los matemáticos”.
Otros cientificos y filósofos también contribuyeron con sus teorías al desarrollo de las relaciones entre la música y las matemáticas, como Galileo Galilei, tal vez por influencia de su padre que, no lo olvidemos, fue un músico de cierto renombre en la Italia del Renacimiento; o René Descartes, que reunió todos sus conocimientos relativos a este arte en una obra menor que tituló Compendio musical; y Gottfried Wilhelm Leibniz, quien, en uno de sus escritos, dijo: “La Música es un ejercicio aritmético secreto y la persona que se entrega a ella no se da cuenta de que está manipulando números”.
Otros hombres de ciencia sintieron una pasión por la música más allá del mero afán intelectual, llegando a practicarla con verdadera fruición, como el matemático de origen ruso Georg Cantor, que ya desde pequeño se mostró como un violinista de talento, en buena medida influenciado por su madre, Maria Anna Böhm, que también habría de dedicar la mayor parte de su vida al cultivo de la música. Cantor fue el primer matemático de la Historia capaz de formalizar la noción de infinito, siendo también el primero en revelar que los conjuntos infinitos pueden tener diferentes tamaños. Entre estos infinitos, los hay tan grandes que no tienen correspondencia con el mundo real. Poco después de esos descubrimientos, Cantor, que alternaba su afición a la música con su trabajo matemático, comenzó a pensar que el infinito absoluto, una noción dificilmente concebible por la mente humana, era Dios mismo. Por aquel entonces, comenzó a sufrir una serie de crisis, que se fueron haciendo cada vez más frecuentes, y acabó muriendo en 1918 en una clínica psiquiatrica de Alemania, víctima de una enfermedad maníaco-depresiva.
Ni siquiera la música fue capaz de equilibrar su mente y de salvarle, porque cuando uno se asoma al abismo de lo inconmensurable, corre el riesgo de ser arrastrado a un laberinto y de perderse, irremediablemente, en su interior.

Un capítulo aparte en la historia de las matemáticas, merecería el estudio de la Proporción Áurea y su aplicación en la música. El descubrimiento de ese número se debió a Euclides de Alejandría, pero, ni siquiera él, pudo imaginar la importancia que semejante hallazgo tendría para comprender determinadas formas de la Naturaleza, como la disposición de los pétalos de una rosa o la configuración última de las galaxias. Esa proporción divide un segmento cualquiera de tal forma que la parte menor es a la mayor, lo que la mayor es al todo; y los matemáticos la han cifrado en un número irracional (el Número Áureo): 1,618.
El astrofísico norteamericano Mario Livio, en un libro titulado The Golden Ratio, dijo que la Proporción Áurea, “que tiene propiedades estéticas especiales en las artes visuales, también se le atribuyen efectos particularmente placenteros en la música.” Y, a continuación, añadía: “Paul Larson, de la Universidad de Temple, afirmó en 1978 que había descubierto la Proporción Áurea en la música occidental más antigua registrada: las salmodias kirie de la colección de cantos gregorianos conocidos como Liber Usualis”, aunque, luego, él mismo se muestre algo escéptico respecto al hallazgo. También cita al matemático John F. Putz del Alma College de Michigan, quien intentó averiguar si Mozart había utilizado la Proporción Áurea en algunas de sus sonatas para piano, que aparecen compuestas por dos secciones marcadas.
“En la Sonata nº1 en Do Mayor, por ejemplo,- dice Livio- el primer movimiento está compuesto por sesenta y dos compases en el Desarrollo y Capitulación, y treinta y ocho en la Exposición. La proporción 62/38 = 1,63 se acerca mucho a la Proporción Áurea.”
Otros músicos que pudieron utilizar dicho número en sus composiciones son Béla Bartok en la fuga de Música para cuerda, percusión y celesta, y Claude Debussy “en el solo de piano titulado Reflets dans l´eau, una parte de las series Images, la primera reanudación del rondo se produce en el compás 34, es decir, en el punto de la Proporción Áurea entre el comienzo de la pieza y el inicio de la sección climática tras el compás 55.” El propio Debussy, en una carta dirigida a su editor Jacques Durand en agosto de 1903, se refiere a un compás que faltaría en otra de sus composiciones, Jardins sous la pluie, “De todos modos- dice Debussy para no dejar dudas al respecto-, es necesario en cuanto al número; el número divino.”
La proporción áurea tiene más sentido, si cabe, cuando lo que buscamos es la “armonía” definitiva, la belleza en su estado más puro. No debemos olvidar que, con esa palabra, armonía, originariamente nos referimos a la proporción de las partes con respecto al todo y de éstas entre sí, y, por eso, las matemáticas son tan importantes a la hora de conseguir alcanzarla.
Por lo demás, los pitagóricos, imbuidos del espritu místico de su fundador, pensaban que los números eran capaces, no sólo de explicar las realidades físicas del universo, sino también las cualidades morales de los hombres, y fueron los primeros en señalar las posibilidades terapeúticas de la música.
La música estaría repleta de valores más allá de los puramente estéticos, alcanzando plenamente a los éticos y morales, y sería capaz, por sí sola, de restaurar la armonía del espíritu y del cuerpo ante cualquier desarreglo o desequilibrio que lo afectara, y que no sería otra cosa que la causa de una enfermedad.

Tal vez tuviera razón Fernando Pessoa, después de todo, cuando afirmó que el binomio de Newton era más bello que la Victoria de Samotracia, y en los números, las proporciones, el orden y la armonía encontraremos una fuente de belleza inagotable (quizás la fuente primera).
A los números, tal vez, sólo habría que añadir algo de imaginación y un sentimiento íntimo y sincero, para que su reflejo sobre la música la hiciera un poco más humana, y para no acabar como todos aquellos que, como Cantor, osaron mirar el rostro de Dios y quedaron fulminados por su implacable resplandor sobrehumano.

La música y la palabra en el arte de la ópera

Con los últimos compases del "Nessun dorma" del Turandot de Puccini aún vibrando en el aire de la habitación, y la emoción apenas contenida sobre mis ojos, me dispongo a escribir estas breves reflexiones sobre la ópera, donde la música y la poesía se entrelazan, para crear un arte que hace aflorar nuestras emociones más sinceras.
La ópera se originó en los ambientes humanistas de la Italia del Renacimiento en un intento por recuperar esa antigua tradición de los primeros poetas griegos y romanos que, según es de todos conocido, solían recitar cantando. ¿Cuántas veces no habremos visto la imagen de Homero representado, según la iconografía más tradicional, ciego y portando una lira?
Jacopo Peri con su Dafne, sobre un texto de Rinuccini, y, más aún, Monteverdi con su Orfeo, basado en un libreto del poeta Alessandro Striggio, se consideran los iniciadores del género operístico tal y como lo conocemos hoy en día.
En su nacimiento, además de la mencionada referencia a la emulación de los poetas de la Antigüedad, se me ocurre que tal vez tuvieran un papel destacado, por un lado, la evolución de la técnica de los madrigales, que también se originaron en la Italia renacentista; y, por otro, el desarrollo y apogeo del arte del Teatro. En ese sentido, y si bien es cierto que las primeras óperas se basaron en personajes mitológicos y en las tragedias de los autores clásicos, ¿a alguien puede extrañar que Claudio Monteverdi naciera apenas tres años después del mayor dramaturgo de todos los tiempos, el inglés William Shakespeare?
Por lo que se refiere a los madrigales, su música buscaba imitar la capacidad expresiva del poema que cantaba, y que normalmente estaba escrito en una lengua vernácula. Así, los compositores de madrigales se afanaron en la identificación entre la música y la poesía, hasta el punto de que intentaban transmitir al auditorio el sentido de las palabras aunque no se entendiera la lengua en la que estaban escritas, y todo ello gracias a los recursos de la música. Fue el propio Monteverdi quien consigió dotar al madrigal de su máximo poder expresivo, y no es, por tanto, nada raro que fuera precisamente él uno de los padres fundadores de la ópera. En cualquier caso, en los madrigales, como en las primeras óperas, la música siempre se debía encontrar al servicio de la palabra. (Al hablar de la palabra, no me refiero aquí a la acepción de la palabra como logos, que es el instrumento de la Razón y serviría para comunicarnos entre los hombres; sino a la palabra como objeto artístico, como instrumento de la Belleza y de la Poesía.)
Marco da Gagliano hablaba del poder de la música antigua, la de los griegos, que, según decía, era capaz de conmover a la audiencia hasta las lágrimas. Está claro que no exageraba en modo alguno. (como he podido comprobar yo mismo ahora, mientras escribo este artículo escuchando a Puccini en mi habitación.) Es posible que da Gagliano tratara de idealizar una música que no ha llegado hasta nosotros, pero ¿quién ha de dudar del asombroso poder que tienen la música y la palabra unidos para transmitir a los oyentes no sólo las ideas, sino sobre todo las emociones y sentimientos expresados en los textos en los que se basan?
Para los primeros compositores de óperas, y siguiendo la tradición madrigalística, la música debía supeditarse al poema que le acompañaba, y eso fue así hasta la aparición del bel canto, momento en el que la voz humana comenzó a primar en las representaciones y cuando el argumento del libreto se convirtió en una excusa para la composición musical, ahora al servicio de los divos. Desde entonces, hemos venido asistiendo a una pugna interminable en la que, en unas ocasiones, la música se supeditaba a las palabras, y, en otras, las palabras a la música.
Con la aparición del bel canto se produciría una victoria momentánea de la música y de las voces sobre el contenido y la calidad de los libretos: lo importante era lograr el aplauso de las audiencias, que debían sucumbir ante los fabulosos derroches de voz y ante la amabilidad de determinados elementos, como ballets, interludios y otras escenas ajenas al drama principal. Las estrellas, por su parte, exigían papeles que propiciaran su lucimiento sobre el escenario, y todo ello, inevitablemente, en detrimento de la letra y de la calidad de la poesía.
La reforma de la ópera llegaría algún tiempo después, de la mano del compositor alemán Christoph W. Glück, quien se propuso una vuelta a los postulados clásicos de los primeros autores. Tras él, compositores como Bellini terminarían por imponerse a la tiranía de los divos y poner de nuevo sus voces al servicio del drama operístico. En su labor de reforma, Glück contaría con libretistas como Pietro Metastasio que aportó a los textos calidad poética, intensidad dramática y racionalidad argumental.
De nuevo la música se ponía al servicio de la palabra.
Pero algo había ya cambiado en la forma de hacer óperas y en el gusto del público, que iba a hacer muy difícil una simple vuelta atrás. El tiempo estaba maduro para la aparición de uno de los mayores genios musicales de todos los tiempos: Wolfgang Amadeus Mozart. Gracias a él y a compositores como Rossini o Donizetti, se lograría superar los rígidos postulados promovidos por Glück y aprovechar todo lo que de positivo tenía la estética belcantista. Por fin parecía que triunfaba la ópera, en su sentido más actual, como una síntesis entre aquellos que favorecían la espectacularidad de las voces, y los seguidores de esa reforma dramática y argumental que iniciara Glück. La música y la palabra se reencontraban de forma definitiva, y se identificaban plenamente la una con la otra, como soñaron en su día los antiguos compositores italianos, aquellos que buscaron la excelencia en un arte que no ha cesado, desde entonces, de conmovernos y deslumbrarnos con su belleza.

La música de Puccini hace rato que cesó. Ahora, quisiera escribir algo sobre la ópera y acudo a la razón y a las palabras para comunicar mis pensamientos. Sin embargo, hay algo que me cuesta comprender: cómo podemos emocionarnos, cuando, a menudo, ni siquiera somos capaces de entender las lenguas en las que fueron escritos aquellos textos. Tal vez, porque nada puede igualar el misterio de la música y, menos aún, la torpeza material de unas palabras que quieren explicar algo que se alimenta principalmente de la imaginación, y que trastoca nuestros sentimientos hasta desbordarlos.
Y es que la palabra, en su papel de logos, tal vez tratara de parar el vuelo inevitable de la música. Pero la palabra, transformada en sonido y poesía, hace que las voces no sean sino un instrumento de belleza incomparable; y, entonces, en lugar de contener a la música en su impulso primero, la empujan y la elevan aún más, volviéndola completamente inalcanzable.